Kolumna Okupa

Rocío Silva Santisteban

San Marcos: nudo de inquietudes, plaza de victorias

He regresado a dictar clases a la Universidad Nacional Mayor de San Marcos después de cinco años y me ha emocionado volver a pisar el campus, rodear pausadamente la clásica “feria de libro viejo”, comprar un cafecito para llevar en el “Quiosco de Sociales”, encontrar una vigilia por la muerte de un joven de antropología atropellado en una de las malditas calles limeñas y escuchar la arenga de mi juventud: “cuando un sanmarquino muere/ nunca muere”. La pandemia y algunas malas voluntades, como dice el huayno, no me dejaron regresar antes; pero ahora vuelvo con la convicción de que, para bien o para mal, ciertas cosas no cambian ni cambiarán nunca en nuestra “San Marcos”.

No conozco a graduado sanmarquino que no se sienta orgulloso de haber estudiado en la cuatricentenaria. Hemos competido con la Universidad Autónoma de Santo Domingo por querer ser la más antigua del continente. En todo caso, San Marcos ha funcionado ininterrumpidamente desde 1551 y el orgullo de los estudiantes, egresados y profesores, se debe al prestigio por su historia, por su tradición, por su espíritu libertario y emancipador. Sin embargo, ay, cuánto se la ha ninguneado.

Porque desde que saliera del claustro de La Casona, el antiguo local del Parque Universitario, y se trasladara al campus —durante el rectorado de Luis Alberto Sánchez en 1966—, luego bautizado como “la Ciudad Universitaria” y hoy conocido por su chapa “la Ciudad”, la UNMSM —las siglas también son legendarias— ha sido constantemente maltratada por los distintos gobiernos y, a veces, hasta por sus propios rectores. Primero, ahorcando económicamente con su exiguo presupuesto a docentes y administrativos y, posteriormente, cuando el APRA, AP, la Democracia Cristiana y las diversas izquierdas hicieron de la universidad espacio para las más apasionantes y acaloradas discusiones, los gobiernos no vieron con buenos ojos la excesiva politización de San Marcos.

Yo estudié durante los llamados “largos ochentas” —dice el politólogo Alberto Vergara que, en el Perú, comenzaron en 1978 y terminaron en 1993— y fue una de las peores épocas: mi facultad, Letras, amanecía permanentemente tachonada de grafitis políticos y en la entrada de la Puerta 3, por la Avenida Universitaria, un poster gigante de Mao Tse Tung nos saludaba cada mañana con el brazo extendido. Eran los años duros del conflicto armado interno y de los grupos alzados en armas, incluso dentro de la universidad, PCP-Sendero Luminoso y el Movimiento Revolucionario Túpac Amaru.

Mi año de ingreso, denominado en el argot sanmarquino “base” 83 —nosotros no decimos promoción— comenzó el año siguiente, y al cuarto semestre tuvimos que “conseguir” un aula para poder tener horario nocturno, porque las pocas aulas del pabellón de Letras y Educación estaban totalmente ocupadas. Fue así, como siempre en el Perú, que nos agenciamos materiales con algunos centavos y el permiso de un director de la Escuela de Literatura que no podía hacer nada contra la precariedad. Improvisamos unos triplays contra las rejas de un pasillo del segundo piso, pintamos una pizarra verde sobre la pared, conseguimos tizas, nos “robamos” unas carpetas de Lingüística (en esos años las carpetas tenían dueño: las de Literatura decían 222), colocamos un fluorescente y listo. No se necesitaba computadora, proyector, internet o algo más que la propia voluntad de estudiar contra todo pronóstico.

Contrastando con la infraestructura, nuestros profesores eran de primera: desde Antonio Cornejo Polar, quien llegó a ser rector de la universidad, hasta los literatos Raúl Bueno, Francisco “Paco” Carrillo, Washington Delgado, Antonio Cisneros, Carlos Germán Belli, José Antonio Bravo y nuestras siempre recordada Esther Castañeda, entre muchos otros. Mientras en las calles, Sendero Luminoso colgaba perros muertos en los postes, nosotros con la profesora Castañeda leíamos la balada de Tristán e Iseo en su curso de Literaturas Románicas Medioevales, intentando encontrar en esas sagas alguna explicación a la violencia que nos rodeaba por todos los flancos. O con el profesor Cornejo Polar, quien indagaba sobre la heterogeneidad de la cultura peruana en ese entonces, reflexionábamos sobre lo que urgía para que el conocimiento pudiera ser la base del desarrollo del país. Unos años más tarde, Cornejo salió de San Marcos vapuleado y perseguido, hacia la Universidad de Pittsburgh.

Fueron años muy duros. Las “tomas” de la universidad eran continuas: sea en el decanato o en el rectorado, los y las alumnas se atrincheraban, hasta que las autoridades atendían los reclamos que, usualmente, giraban en torno a la mala nutrición del comedor universitario o la falta de más unidades del “burro” (buses de la “ciudad” a la Facultad de Medicina en el centro de Lima). Sin embargo, entre sus cafés destartalados y pasillos fríos, supimos lo que era la solidaridad entre estudiantes. Los sikuris fueron nuestros cantos de victoria; al compás del huaylarsh, la solidaridad de las y los sanmarquinos se dejaba sentir en la puerta de la Av Venezuela, para acompañar la resistencia de los obreros de construcción civil en uno de sus paros o apoyar a los mineros despedidos en sus justos reclamos.

Hoy las cosas han cambiado. Un nuevo pabellón de Ciencia Política se ha erigido frente al tradicional de Derecho que, en mi época, estaba presidido por una escultura del Che Guevara. El nuevo pabellón tiene ascensor —no está en funcionamiento— y no las largas rampas de la construcción original sesentera y, hoy, hasta los baños son impecables (con sensores y secadores de aire electrónicos). Las jóvenes estudiantes me invitan a dar una charla sobre el patriarcado en América Latina y, junto con la constancia de dictado, me regalan una cajita de dulces. Han estado atentas, hacen preguntas y comentarios, se organizan para promover actividades y tienen como mascota a un peluche. Son inteligentes, empoderadas, feministas y no les interesa amoldarse a los estereotipos.

Y sin embargo San Marcos, antes librepensadora, hoy ha pasado por episodios de censura a actividades académicas —la presentación del libro de Anahí Durand “Estallido en los Andes” es una de ellas— o el llamado del rectorado a la policía nacional para desalojar a un grupo de activistas en enero de 2023 que finalmente terminó tirando con un carro-rompe-manifestaciones una de las puertas de la Av. Universitaria. Me cuentan unos alumnos que hay una facultad a cuyo edificio solo entran los estudiantes del área con carnet en la mano. Los viernes en la noche, donde antes agitábamos consignas, hoy desarrollan coreografías de danzas típicas.

Eso sí, como hace cuarenta años, las notas mágicas de los sikuris siguen subiendo por los pinos del bosquecito de Letras.

Rocío Silva-Santisteban Manrique

Feminista, activista, poeta, profesora universitaria y consultora de derechos humanos, género y conflictos ecoterritoriales para UNICEF, OXFAM, GIZ, Diakonia, Broederlijk Delen, Terre des Hommes, Red Muqui, entre otras. Miembro del Pacto Ecosocial del Sur y del Tribunal Internacional de Derechos de la Naturaleza.

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