Postales de la revuelta

Hermann Bellinghausen

Los valientes no asesinan

Los feminicidios a la alza en los lustros recientes confirman una regla del comportamiento masculino: los hombres más violentos son también los más cobardes. Golpear, violar y matar mujeres es más fácil porque es socialmente aceptado, en principio ellas son más «débiles», se encuentran inermes y por lo general no abrigan la violenta locura tan corriente en la parte macha de la especie. Sí, de excepciones están llenos los panteones, también, pero la afirmación inicial es dominante. Lo mismo aplica a otras clases de individuos y grupos como los paramilitares y buena parte de los sicarios en activo; ambos, conocidos casos de la inseguridad personal y el miedo compensado que hay atrás de ciertos «tímidos de clóset» (hurtándole con cierta alevosía la expresión a Verónica Murguía).

De similar guisa, un torturador ocupa una posición de ventaja, no arriesga nada al infringir daño a sus víctimas. Y de otro modo lo mismo, los paramilitares típicamente no atacan a quien pueda defenderse, sólo a los desarmados, a los desprevenidos, a los pacíficos. La masacre de Acteal, ocurrida por estas fechas hace 19 años en los Altos de Chiapas, resulta paradigmática en muchos sentidos. En aquel caso, los asesinos que mandó el gobierno federal evitaron enfrentarse a los rebeldes zapatistas (desplazados o no), que se hubieran defendido. Los paramilitares vinieron de arriba disparando rifles de alto poder; sus víctimas estaban abajo de ellos, a media pendiente, de rodillas, de espaldas, rezando. O bien corrían y rodaban ladera abajo para salvar la vida.

Los feminicidas, como los paramilitares, son cobardes de clóset. También podemos pensar que su proliferación contemporánea es un efecto secundario de la emancipación femenina del pasado siglo. En su inseguridad y abandono emocional, los varones que golpean, violan y matan mujeres reaccionan aún más violentamente ante el desafío de las «viejas respondonas» que hacen lo que les da la gana y no se dejan abusar, no obedecen, no cumplen sus funciones serviles, no se callan. Llevamos días con el edificante ejemplo de los cuatro valientes que golpearon y patearon a la política y ex deportista Gabriela Guevara el 11 de diciembre, en el Estado de México para variar, y ni por eso se ha salvado de que en las redes la anden «puteando» los clásicos anónimos. Uta, qué hombrecitos.

Tales personajes exudan enojo, odio, complejo de inferioridad, fragilidad sexual, miedo, envidia, cinismo. Échenle a la lista. Aunque las agresiones de hombres contra mujeres se dan en todas las clases y por todos los rumbos, ya no es lo mismo caminar

y comportarse libremente, siendo mujer, en Coyoacán o Polanco que en Ecatepec o Toluca. Las mujeres han conquistado espacios importantes en la vida social. La violencia patriarcal se los está cerrando a la mala.

El requisito de la cobardía se cubre en todo nivel de estos desastres éticos. Los dos presidentes recientes más asesinos, los que han permitido u ordenado operaciones paramilitares o militares de este tipo, son también los más cobardes: Zedillo y Calderón. Allá sus complejos, uno sembrando las asta banderas más altas del mundo en plazas y cuarteles, el otro erigiendo una onanista Torre de Luz. Deben vidas, sus decisiones contemplaban asesinar inocentes, niños, mujeres, gente no se iba a resistir y no ameritaba ninguna clase de castigo, cuantimenos la muerte. Eso y no otra cosa fueron las guerras y contrainsurgencias emprendidas por sus respectivos gobiernos sin reconocerlas como tales, negadas o manipuladas en la información, y a la fecha impunes.

Nótese la ironía: la frase que encabeza esta columna la aprendían los niños en las escuelas al estudiar Historia (no sé si todavía… con tantas reformas mensas) y fue dicha para salvar la vida de un presidente. El 14 de marzo de 1858, un coronel amotinado iba a fusilar a Benito Juárez en Guadalajara. Guillermo Prieto, uno de mis padres favoritos de la Patria, se interpuso entre los fusiles y Juárez, y habría detenido las balas apelando a la valentía de los hombres armados que apuntaban, con un discurso que desgraciadamente nadie grabó ni filmó con el celular para la posteridad, y en ese momento nadie tenía cabeza para tomar notas, así que lo sabemos de oídas. Claro, añadamos, hay de presidentes a presidentes.

La frase de Prieto es definitiva, el discurso funcionó en su oportunidad y estableció una máxima que los mexicanos no deberíamos olvidar a la hora de sentirnos muy muy. Esos carniceros al por mayor que llamamos sicarios o narcos, cuando se conocen sus biografías, resultan haber sido niños abandonados o despreciados, violentados, violados, resentidos, que no distinguen entre mujer y puta, como no sea su (ocasionalmente puta) madre, y a las putas nadie las respeta, son de úsese y tírese. En una sociedad patriarcal donde la venganza y el abuso son normales, es fácil para un mando o capo apelar a los resentimiento, el odio y el temor del subalterno para que se aprieten los gatillos sobre el blanco designado. En esa escuela del desprecio reina el miedo a parecer cobarde, pero se mata al enemigo por la espalda y se trafica con mujeres maltratadas.

La incesante vendetta del crimen organizado hoy se dirige contra familias (prole, abuelas), los vecinos, y hasta los mirones si se descuidan. Un Acteal a cada rato y por cualquier clase de motivos estúpidos o siniestros.

Se omite hablar aquí de los sicópatas natos. Cuentan aparte, necesitan ayuda, riendas. Quizás hemos dejado de distinguirlos. En estos días son peces en el agua, difícil diferenciarlos de la mayoría de los matones valientemente cobardes, gente que solía ser normal (bueno, no sicópata) antes de probar la sangre de los débiles.

El feminicidio, el infanticidio, la limpieza social y la étnica son las formas más reveladoras de lo que la cobardía puede hacer con los hombres. Porque el 99 por ciento de los ejecutores son varones. Cuando alguna mujer aparece en el cuadro del mal, es cómplice, consorte, familiar, y con frecuencia, víctima reclutada.

En México padecemos una epidemia letal de no valientes que patean, torturan y sí asesinan, así nomás y porque pueden.

Hermann Bellingahusen

Poeta, editor, escritor de cuentos, ensayos y guiones cinematográficos. Es cronista, reportero, y articulista de La Jornada desde su fundación. Dirige Ojarasca desde 1989. Desinformémonos publicó su poemario «Trópico de la libertad» en 2014.

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