Postales de la revuelta

Hermann Bellinghausen

Los extraños sólo hablan del clima

 «Los extraños sólo hablan del clima/En todo el mundo pasa lo mismo» dice Tom Waits en Strange Weather, una canción del 87 que hoy adquiere una interpretación aún más inquietante que entonces. Hasta hace no mucho, «hablar del clima» se consideraba una evasión, una forma de no decir nada personal, o hablar de lo que no hace falta, de un tópico del que cualquiera puede decir algo. El diálogo casual y evanescente entre dos desconocidos en el metro, la cola o el tren.

Hoy todo hablamos del clima, extraños y conocidos, camaradas y lectores, campesinos y activistas, los niños en primaria con justa razón y los políticos en su reino de faramalla que vergüenza había de darles. La reticencia generalizada de gobernantes y empresarios a dialogar, negociar, acordar compromisos sensatos es insultante para la mayoría de la población planetaria. Llegan a encuentros como el que acaba de suceder en París, a empujones de sus sociedades civiles, de los científicos enterados, de la opinión pública, y llegan a frenar, a ganar tiempo, a dorarnos la píldora. Presidentes, ministros, secretarios, doctores, magistrados, embajadores, militares, abogados, gerentes de grandes corporaciones. Blindados de nosotros, deciden a puerta cerrada.

Sin embargo, sobre dos cosas no tienen poder. Una, la certidumbre vivencial de millones de seres humanos de que el clima está cambiando y podría acabar por matarnos. Dos, la evidencia empírica claramente demostrada de que el cambio climático en curso es debido, casi en su totalidad, a la industria humana de extracción, incineración productiva o destructiva, emisiones sin límite, y finalmente de desecho. Justamente la forma generalizada en el planeta de hacer las cosas es la que nos amenaza. Y ellos, los señores, poseen y controlan esas industrias, esos mercados, esos ejército, esos recursos tecnológicos. Y no piensan detener la máquina. Entre los occidentales más obtusos (lo que admiran a Trump, por ejemplo) existe un «negacionismo» que las empresas y los políticos conservadores favorecen y agradecen.

Las turbulencias atmosférica tienen desconcertados a los pueblos del mundo. Como nunca en las memorias colectivas de gente que proviene de civilizaciones agrícolas y cazadoras acostumbradas a leer el clima, conocerle sus periodos y sus humores, a reconocer sus alteraciones como si sucedieran en el propio cuerpo. Sean del Ártico y de las montañas americanas, o de los mares del Sur, de las latitudes índicas lo mismo que la ciudades-mundo como Nueva York y Venecia. No sólo se inundan inauditamente aldeas de Indonesia o Filipinas, también padece la selecta campiña francesa. Las agresivas alteraciones agrícolas que impone la industria planetaria por motivos de mercado y de propiedad están acabando con los cultivos más valiosos de la tierra en México, Centroamérica y los Andes. Se extinguen las abejas en Yucatán, no sólo en China. Los humos y hedores, los magmas y sobrantes, los venenos y las huellas indestructibles del desperdicio humano se acumulan y apilan a los ojos y bajo los pies de la gente del mundo.

El sistema de poder está para generar y acumular dinero. Lo demás no importa. Los chirles acuerdos de la COP21 en París, festinados y sobrevalorados, parto de los montes, llevan a especialistas como Carlos Vicente a denunciarlos como una farsa: «El Acuerdo está lleno de declaraciones de buenas intenciones (se mencionan 19 ‘deberían’ en sus 40 páginas) pero casi ningún compromiso firme que avance hacia las respuestas que los pueblos necesitan con urgencia» (http://www.biodiversidadla. org/Principal/Secciones/ Noticias/El_Acuerdo_de_Paris_ Cinco_puntos_clave_para_ comprender_esta_farsa).

Semanas atrás, representantes de comunidades y organizaciones de los pueblos zapoteco, mixe, chinanteco, ikood, mixteco, chatino, tzeltal, lacandón, tzotzil, purhépecha, nahua, rarámuri, y maya peninsular, junto con organizaciones campesinas y colectivos del país, se pronunciaron elocuentemente en torno a la crisis climática y los territorios indígenas y campesinos, en la llamada Declaración de Santa Úrsula Xitla: «Las comunidades y ejidos ocupan más de la mitad de la superficie del país. Nuestros territorios indígenas y campesinos cumplen un papel muy importante en la captación de agua para la recarga de los acuíferos, en la captura de carbono, en la conservación de la biodiversidad y adquieren cada vez más importancia frente a la crisis climática. Más del 60 por ciento de los bosques de la nación son propiedad de los pueblos indígenas y de los campesinos, de ahí que su cuidado es un beneficio a la sociedad que resulta de nuestro trabajo».

Allá arriba bien que lo saben

Al documentar Las dimensiones del cambio climático en México (2013) el Banco Mundial (BM) señala que «los municipios con niveles de alto riesgo son, en su mayoría, pobres y rurales, conformados por grandes poblaciones indígenas, un mayor número de viviendas con piso de tierra y hogares encabezados por mujeres». Sólo una quinta parte de los municipios «con altos niveles de riesgo hidrometeorológico cuentan con un plan de respuesta ante desastres». Siete de cada diez municipios con niveles de alto riesgo de desastres naturales fueron clasificados como de alto riesgo de deforestación por el Instituto Nacional de Ecología y Cambio Climático. Esta proporción se reduce a menos del 50 por ciento en los municipios de bajo riesgo. El BM subraya la vulnerabilidad de los hogares rurales en actividades agrícolas frente al cambio climático y su tendencia a la deforestación, como si fuera culpa de ellos y no de lo que se hace a escala global por la dinámica depredadora del capitalismo universal.

El propio gobierno mexicano toma cartas en el asunto. Los escenarios de cambio climático que se estiman para México en el periodo 2015-2039 son «preocupantes» y el fenómeno ya afectó a 2.5 millones de personas, con un costo de 338 mil de millones de pesos. El documento Compromisos de Mitigación y Adaptación ante el Cambio Climático para el periodo 2020-2030 que llevó a París el gobierno de Enrique Peña Nieto acusa al cambio climático del incremento de las temperaturas superficiales terrestres y marinas en los últimos cien años, y se prevé que las del norte del país aumenten hasta en dos grados. «En algunas partes los cambios alcanzan los 1.2 y 1.5 grados centígrados, un registro por arriba de los promedios históricos». Las emisiones de bióxido de carbono representaron el 1.37 por ciento a nivel global en 2012, lo que da a México un honroso decimotercer lugar en la lista de los que más empuercan y devastan la Tierra.

Las consideraciones y determinaciones contenidas en la Declaración de Santa Úrsula Xitla no difieren de los argumentos y posturas de los zapatistas en Chiapas, los yaqui en Sonora, los ikjoot y zapotecos del Istmo de Tehuantepec, y si a esas nos vamos, a tantos pueblos en el continente americano que resisten: «Las comunidades indígenas y campesinas rechazamos los proyectos extractivos y energéticos que quieren acaparar y ocupar nuestros territorios, y que además depredan los bienes comunes, contaminan los ríos, el agua, la tierra, el aire, en perjuicio de la salud y el ambiente, expulsan a poblaciones enteras y en síntesis nos roban nuestra vida en aras de compensaciones nimias y unos cuantos empleos temporales».

Los declarantes se comprometen a cuidar sus territorios, sin dejar de subrayar: «Las leyes energéticas favorecen los proyectos de muerte impuestos por el Estado y las transnacionales. Estamos ante un despojo y una devastación generalizada que rompe el tejido de las comunidades, privatiza, contamina o agota sus bienes comunes y las posibilidades de vida, sustento y continuidad de los pueblos. Algunas comunidades demandaron sin éxito jurídico al gobierno mexicano por aprobar las leyes de reforma energética que son inconstitucionales».

La COP21 demostró que los Estados y las trasnacionales tienen bien documentado el cambio climático, su aceleración creciente, su peligrosidad, pero no están dispuestos a tomar decisiones efectivas, sólo paliativos, trampas para nuevos negocios y mala ciencia ficción. Como apunta Carlos Vicente: «El Acuerdo sigue abriendo las puertas a las falsas soluciones tales como la geoingeniería», con la que supuestamente se capturarán las emisiones de CO2 y se “almacenarán de forma segura” en profundas formaciones geológicas. «Estas propuestas generarán nuevos problemas socioambientales sin hacer ningún aporte a las soluciones reales que nuestra sociedad necesita».

La periodista y activista Naomi Klein es aún más sombría sobre el acuerdo: “Pasará por encima de los límites cruciales establecidos por los científicos y pasará también por encima de los límites de la equidad. Sabemos, haciendo cálculos y sumando los objetivos que las principales economías presentaron en París, que esos objetivos nos llevan a un futuro muy peligroso. Nos llevan a un futuro con un calentamiento de 3 a 4 grados Celsius”.

El cambio climático unifica en sus efectos a todos los pueblos. «El mundo se está aplanando/Por todas partes se cae el cielo» (Tom Waits). También parece unificar sus conciencias y sus resistencias. A los poderosos ya se les fue el tren, ojalá que a los pueblos ya no se les haga más tarde.

 

Hermann Bellingahusen

Poeta, editor, escritor de cuentos, ensayos y guiones cinematográficos. Es cronista, reportero, y articulista de La Jornada desde su fundación. Dirige Ojarasca desde 1989. Desinformémonos publicó su poemario «Trópico de la libertad» en 2014.

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