Los caídos del séptimo día
Era la mañana del séptimo día de la guerra que habían declarado cientos de comunidades indígenas mayas de Chiapas al gobierno mexicano, a la sazón encabezado por Carlos Salinas de Gortari. Tropas del Ejército federal irrumpieron en la comunidad, a unos 20 ó 30 kilómetros de la cabecera municipal de Altamirano. Una semana atrás, la presidencia municipal había sido tomada por tropas insurgentes zapatistas, al igual que las de San Cristóbal de las Casas, Ocosingo y Las Margaritas. Las fotos de zapatistas destruyendo con marros el reloj del ayuntamiento de Altamirano habían dado la vuelta al mundo. No faltó que lo interpretara como una revuelta contra el tiempo de los dominadores, una revelación del «tiempo indígena». Faltaban aún cinco días para el cese del fuego del 12 de enero de 1994. El día siete nadie sabía qué iba a pasar. Los aviones militares sobrevolaban las cañadas de la selva Lacandona y las montañas de los Altos, y todavía la víspera, el 6 de enero, la Fuerza Aérea había soltado «rocketts» y bombas en las inmediaciones del Tzontehuitz, el cerro sagrado de los tsotsiles.
El día primero hubo combates aislados con policías, y los alzados se replegaron a sus territorios. Sólo en Ocosingo los insurgentes debieron combatir dos días más pues fueron atacados sorpresivamente por tropas federales procedentes de Palenque. Sin embargo, hasta la irrupción en Morelia el gobierno no había atacado a la población civil desarmada.
Un destacamento militar al mando de un capitán (cuando menos), acompañado por delatores llevados a la fuerza, allanó viviendas, tiendas y ermitas, maltrató mujeres, destruyó pertenencias y mercancías de los indígenas, y condujo violentamente a todos los varones jóvenes y adultos hasta la plancha de básquetbol en el centro del ejido. Allí, a gritos y culatazos, se les obligó a ponerse boca abajo sobre el piso. Los militares llevaban una lista, producto de las delaciones de ganaderos y priístas de Altamirano. Identificaron a los indígenas de mayor edad, los de autoridad moral, civiles, no combatientes, los subieron a golpes a un vehículo del Ejército federal y se los llevaron. Cuatro días estuvieron desaparecidos Severiano Santiz Gómez (60 años), Hermelindo Santiz Gómez (65) y Sebastián Santiz López (45). Periodistas, religiosos y activistas locales iban y venían por Altamirano, Oxchuc, Chanal y Ocosingo. A pesar del desorden de la guerra, pronto se supo que faltaban tres civiles. En la mente de todos estaban las imágenes e historias de la vecina Guatemala, que apenas salía de una horrorosa guerra civil de 30 años, donde el ejército nacional, combatiendo a la guerrilla, había cometido atrocidades que se cuentan entre las mayores del atroz siglo XX. El Ejército federal mexicano compartía los mismos manuales de guerra irregular que los kaibiles de Guatemala, elaborados por el Pentágono.
El 11 de enero, este imaginario pareció confirmarse. El los prados y bosques entre Altamirano y Morelia se fueron encontrando restos humanos irreconocibles. Unos decían que fueron desmembrados por sus torturadores. Otros, que pasto de la fauna carnívora y los zopilotes. De hecho, fue por los zopilotes que los encontraron. Los restos se trasladaron a la escuela del ejido Morelia. Una extraordinaria reacción de organismos civiles y grupos de médicos se abocó a identificar los restos. Patólogos llegados de Estados Unidos auxiliarían en las pesquisas. En ese tiempo (1994) no se defendían muy exitosamente los derechos humanos, y no estábamos acostumbrados a hechos así. Cuánto faltaba para las guerritas calderonianas contra el narco, la escatología peñista de Iguala-Ayotzinapa, y la actual devaluación inflacionaria de la vida y la muerte que todo lo expresa en cifras. Estábamos en Guatemala todavía, pero con mucho mayor atención mediática. Comenzaba el fenómeno global del zapatismo, pero no nos dábamos cuenta.
Finalmente se identificó plenamente a los muertos. Como se temía, resultaron ser Severiano, Hermelindo y Sebastián, hombres mayores respetados en el ejido, padres de zapatistas. Para entonces la guerra aguda había terminado. Transcurría una tregua desde el 12 de enero, tan inestable durante los siguientes años, y no volvieron a darse agresiones tan a la «guatemalteca» o la «vietnamita» contra los zapatistas por parte de tropas federales. Pronto el Estado mexicano inició su estrategia de contrainsurgencia, delegando la violencia directa, los asesinatos, las desapariciones y las masacres a grupos irregulares o paramilitares, sobre todo en la zona Norte y Chenalhó. Pero esa es otra historia.
Los zapatistas de Morelia
Los tseltales del ejido Morelia, en el municipio de Altamirano, eran en su gran mayoría bases de apoyo del EZLN, un movimiento clandestino que llevaba una década preparándose para el levantamiento armado de choles, tseltales, tstsiles y tojolabales (con el tiempo se sumarían zoques y mam) contra las condiciones de desigualdad y miseria que les imponían el Estado y un puñado de amos de horca y cuchillo, los del derecho de pernada, los «blancos», llamados ladinos o caxlanes.
Antes de devenir Aguascalientes y luego Caracol, el ejido Morelia ya era uno de los corazones del movimiento civil y armado del EZLN. Dentro del secreto, no era totalmente secreto. Era gente que llevaba años luchando. Lo sabían las familias que no eran zapatistas, y que se habían trasladado a la cabecera municipal de Altamirano antes del alzamiento del primero de enero de 1994, «invitados» por los ganaderos y el alcalde priísta (en ese tiempo no había de otros). Estas familias no temían a los zapatistas, muchos de ellos sus parientes, todos vecinos, sino a la posible agresión del Ejército federal y los matones de la zona. También lo sabían, al menos superficialmente, los finqueros y ganaderos que residían en Altamirano, Comitán u Ocosingo. Los tseltales que dejaron el poblado de Morelia sabían que estos ganaderos habían dominado por décadas la región mediante el terror de sus guardias blancas (de todos conocidas), el acaparamiento de las mejores tierras para la cría de vacas y una tradición racista que, a fines del siglo XX, seguía siendo como de la colonia, o sea medieval.
Fue en esas inmediaciones a mediados de 1993 -tras el fugaz choque entre «guerrilleros» y tropas federales y el hallazgo gubernamental de un campamento rebelde en Pataté Viejo entre las cañadas de Altamirano y Ocosingo- donde un ganadero declaró célebremente a los primeros reporteros que llegaron por allá: «Miren, aquí vale más la vida de una gallina que la de un indio». Las muertes de Severiano, Hermelindo y Sebastián cambiarían la ecuación para siempre. Ellos son los primeros caídos zapatistas con derecho a su nombre. Y aunque la mortandad indígena por represión y odio se volvió frecuente durante los siguientes años, después de ellos cada indígena muerto en Chiapas vale mucho más, y ya nunca desparece o es asesinado uno de ellos sin derecho al nombre y la denuncia.
De la justicia no se puede decir lo mismo. La tardía y pichicata admisión de culpa del gobierno federal (10 de noviembre de 2015) tomó ¡21 años! En 1994 se documentaron las denuncias correspondientes, pero tanto la Procuraduría estatal de Chiapas como la de Justicia Militar archivaron el caso. Ante ello, algunas organizaciones no gubernamentales llevaron el caso a la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, la cual publicó un informe de responsabilidad del Estado Mexicano (número 48/97) el 18 de febrero de 1998, tres meses después de la masacre de Acteal.
Los zapatistas nunca han dejado de recordar a estos tres hombres. Sus rostros y sus nombres se repiten en diversos murales en lo que hoy es el caracol de Morelia y en las vibrantes comunidades creadas después de 1994 en tierras que fueron de ganaderos. Sus nombres se repiten en comunicados y corridos, se enseñan en las escuelas autónomas, viven en el corazón de las nuevas generaciones zapatistas, que realmente no necesitan una placa alusiva en Morelia pagada por el mal gobierno ni un parque bonito para recordarlos, como prometió un subsecretario de Gobernación al admitir la culpa criminal del Estado mexicano. En este caso, de Carlos Salinas de Gortari y su cadena de mando. Pero ya se sabe, la mano de la justicia aquí nunca da para tanto.
Hermann Bellingahusen
Poeta, editor, escritor de cuentos, ensayos y guiones cinematográficos. Es cronista, reportero, y articulista de La Jornada desde su fundación. Dirige Ojarasca desde 1989. Desinformémonos publicó su poemario «Trópico de la libertad» en 2014.