Postales de la revuelta

Herman Bellinghausen

Largo y sinuoso camino

  Se ha hecho tan largo el camino del pueblo de pueblos que es México para ganar su liberación que parece no tener para cuándo. A pesar de ello cada día lo caminan muchos y siempre aparecen más. El mosaico de la determinación de no dejarse es tan variado como la geografía y la variedad humana del país. La paliza montada por los de arriba para cumplir sus pactos con los de arriba de ellos, los que son de afuera, no tiene fin y sólo arrecia. Las leyes nacionales vigentes son abismalmente contradictorias. En el papel están detallados los derechos humanos a un grado conmovedor. También en el papel están detalladas las infinitas maneras de impedir que los mexicanos disfruten realmente sus bonitos derechos. La mutación del Estado nacional llevó al saqueo de una Constitución Política perfectible pero bastante decente que antes tuvimos y no fue regalo de nadie, se ganó con sangre, fuego y organización colectiva. Esa Ley Magna y sus reglamentos comenzaron a desangrarse al comenzar la década de los 90, y no casualmente lo hizo por los derechos que amparan la tierra para las comunidades y los pueblos campesinos. La primera puñalada grave fue al Artículo 27 constitucional y la ley agraria. Pronto vino el Tratado de Libre Comercio con América del Norte, que no era sino el rosario programado de nuestros futuros descalabros. Mas el poder descubrió que, contra lo que creía, no montaba en caballo de hacienda. El levantamiento zapatista en Chiapas les pateó a los de arriba el tablero y el trasero, y potenció con su tremendo despertar una multitud de pequeños despertares que venían asomando en los pueblos indígenas, con una firmeza que los salinistas en su arrogancia fueron incapaces de prever.

    No obstante, y al precio que fuera, el Estado priísta dejó claro que no daría marcha atrás, no vería ni escucharía, su ruta estaba trazada. En consecuencia México entró en un inédito ciclo de guerra que más de dos décadas después no hecho sino crecer, diseminarse y salir del control del Estado que la inició. Ya el levantamiento del EZLN era una reacción a esa guerra sin nombre. El campanazo de los mayas de Chiapas fue ponerle el cascabel al gato y darle nombre: guerra de exterminio.

    El Estado ahora neoliberal había determinado que nunca permitiría otro sobresalto como su derrota electoral en 1988, que logró desactivar por corto margen. Las apuestas del nuevo proyecto económico y político eran demasiado altas; tanto que bien valía rifar y perder la soberanía nacional. Tanto, que el PRI prefirió repartir el botín con otros partidos; en concreto su nuevo aliado, el PAN. Que en las elecciones de 2000 el fraude electoral fuera innecesario no implicaba el fin del fraude, sino su renovación técnica, como bien se vio en 2006. Pero la impronta de 1994 era muy profunda. El horror del zedillato no escatimó masacres ni persecuciones de indígenas para avanzar en el desmantelamiento progresivo de los derechos colectivos de los mexicanos. El laissez faire del foxismo sirvió de respiro aparente y permitió al poder ganar tiempo.

    El despertar indígena empero no había sido en vano. Porque el despertar, en su médula, vino del México invisible, el negado. Eso lo hizo sorpresivo. Cundió en lugares fuera del radar de la sociedad mayoritaria, que veía cómo las reformas estructurales apuntaban contra todo, y una a una iban abatiendo las leyes escritas. En San Salvador Atenco un «pueblo machetero» detuvo el proyecto criminal de un nuevo aeropuerto en las mejores tierras labrantías del valle de Texcoco. En tanto, la militarización masiva, guerra encubierta, los paramilitares y las mil maneras de corrupción y divisionismo lograron frenar el proceso zapatista, que consolidó una nueva gestión política y territorial al margen del aparato estatal, y lo hizo tan a fondo que terminó por ser un factor de gobernabilidad. En medio del caos generalizado que asola el país, en Chiapas el influjo zapatista impide que la entidad, como tantas otras con un Estado cadi ausente, se salga de madre. El ejemplo del 94 marcó profundamente a una nueva generación de indígenas, allí y en todo el país. No fue sólo cuestión de ideología sino de identidad y modos de vivir y luchar.

    El joven escritor nahua guerrerense Martín Tonalmeyotl lo expresa así: «En el siglo pasado surgieron escritores hablantes de una lengua originaria que contrarrestaron la visión ideológica que se tenía de nuestros pueblos, además de movimientos sociales como el EZLN, levantamiento armado que hizo temblar al gobierno mexicano en 1994 y avivó, rejuveneció el rostro de los pueblos originarios» (Ojarasca 231, julio de 2016). Este «rejuvenecimiento» contrasta con la decrepitud del sistema político y de la identidad nacional entre las clases dirigentes y propietarias, así como la gran cantidad de público cautivo que lograron amasar por las vías de la manipulación, el engaño, la deseducación y el miedo.

    La descomposición social crecía de la mano del dinero mal habido y la creciente impunidad armada de los consorcios criminales en proceso de diseminación hegemónica en buena parte del territorio nacional. En 2007, el segundo gobierno panista desató una «guerra» que en la ruta a 2010 no hizo sin crecer. Justo es reconocer que sería el calderonismo inepto el único, aunque por breve tiempo, que usó abiertamente la palabra Guerra sin eufemismos. Pronto se arrepintió y lo sacó de sus discursos, pero lo mismo daba, el dato estaba hecho. El Ejército federal y la Armada salieron en masa de sus cuarteles por primera vez en un siglo y ocuparon el territorio nacional, no a pelear una guerra sino para impedir que ésta se acabara. Diez años después la guerra no termina. Camina por el mapa, afloja aquí para apretar allá, va y vuelve. Entidades como Tamaulipas, Sinaloa, Veracruz, Michoacán o Guerrero difícilmente podemos decir que las gobiernan las instituciones.

    Con la guerra disfrazada -negociada, tortuosa, de límites confusos- que se supone pelean las fuerzas armadas, se han logrado dos objetivos: permitir el cuantioso flujo de mercancías ilegales, y combatir las expresiones de resistencia, autogestión y liberación de las poblaciones mexicanas donde asomen la cabeza. Como en otros conflictos bélicos de larga duración, los ejecutores de esto último han sido «fuerzas locales» de poco nombre: policías, pandillas, paramilitares, sicarios. 

    La guerra calderoniana confinó a los pueblos y las regiones indígenas y campesinas, con una especie de estado de sitio no declarado, invisible desde las ciudades. Hubo comunidades como Santa María Ostula, en la costa de Michoacán, que se vieron sometidas al asesinato en serie de sus dirigentes por el «delito» de recuperar sus tierras y resistir tanto al narco como al gobierno (que luego ni se distinguen). Precisamente en Michoacán, y antes Guerrero, se crearon policías y guardias comunitarias al margen del corrupto sistema de justicia local. El precio ha sido alto, pero Cherán K’eri, las CRAC-PC y Ostula no bajan la guardia, mientras que con el tramposo regreso del PRI en 2012, el desmantelamiento de la Constitución alcanzó su punto álgido al desnacionalizar finalmente la industria petrolera. Jibarizados los derechos laborales y los sindicatos sobrevivientes, desfondadas la propiedad ejidal y comunitaria otrora inalienables, entregada la salud al capital privado y cedido el suelo a la agresiva minería trasnacional, sólo queda arrebatarle al pueblo su educación.

    Por ello la resistencia de la Coordinadora Nacional de la Educación (CNTE) del sindicato nacional del ramo ha crecido en impacto este 2016. Al oponerse a la «modernización educativa» de los empresarios, quienes fungen como titiriteros de los funcionarios oficiales a través de Mexicanos Primero y su cauda de ogros pesados y pesudos, los maestros democráticos pisan un nervio todavía sensible de comunidades y pueblos, y pese a todo, de la sociedad mayoritaria. No que la educativa sea la última trinchera, aunque lo parezca (nunca hay última trinchera), pero sí se parece mucho a la gota que derrama el vaso. En Oaxaca, Chiapas, la Ciudad de México y Guerrero comunidades, pueblos, barrios, comités, frentes, padres de familia, grupos organizados de derechos humanos, de la mujer y defensa ambiental han salido a respaldar la resistencia magisterial, aún con todo lo que irrita a las clases medias y enfurece a gobernadores, secretarios de Educación, presidentes y barones del billete.

    Gracias a esto, la lucha de la CNTE está pintando una raya. Un hasta aquí. Que no llega solo: en muchas más localidades de las que el Estado quisiera reconocer, es decisiva y la oposición a la extracción minera, la dictadura transgénica y al enajenamiento de vientos, ríos, selvas, milpas; al fin de tradiciones de gobierno, conocimientos agrícolas y preciosas lenguas. Siempre se ha sabido que las leyes pueden ser injustas y hasta criminales, y que los pueblos tienen el derecho a no obedecerlas, y sobre todo, revertirlas. Es pronto para saberlo, pero quizás estamos llegando al punto donde empiezan a retroceder las mareas del despojo.

Hermann Bellingahusen

Poeta, editor, escritor de cuentos, ensayos y guiones cinematográficos. Es cronista, reportero, y articulista de La Jornada desde su fundación. Dirige Ojarasca desde 1989. Desinformémonos publicó su poemario «Trópico de la libertad» en 2014.

Dejar una Respuesta

Otras columnas