Postales de la revuelta

Hermann Bellinghausen

La utopía postpaternalista

Más allá de las habituales comedias románticas y de enredos, la batalla de los sexos se calienta estos días. Y como todo en estos días, no es un mero espectáculo aunque se está peleando desde el mundo del espectáculo protagonizada por figuras del medio. Vivimos en un mundo de representaciones, las series y los reality shows son de, como y sobre nosotros. O eso creemos. Las acusaciones, juicios, disculpas y contradicciones proliferan en redes sociales y medios masivos con una intensidad que trae nerviosos a muchos varones y no pocas mujeres. Usos y costumbres más o menos, el escándalo desatado por actrices y modelos de la esfera anglosajona -materializado en el movimiento YoTambién inciado por la activista afroestadunidense Tarana Burke, y que como tal involucra a muchas más mujeres no modélicas y con un valor comercial por debajo de las estrellas ultrajadas que salen a la luz- promete dejar huella. Diversas voces, masculinas sobre todo, pero también del sexo opuesto, temen que se desate una ola de puritanismo sexual con resultados contrarios a los buscados y lamentan que se lleve a la hoguera lo mismo a grandes depredadores que a benignos infractores menores, bajo el rasero de qué tanto es tantito.

Un histórico símbolo sexual de formas explosivas, Brigitte Bardot, llama «oportunistas» a las denunciantes porque en sus buenos tiempos ella seguramente controló con quién y para qué se encamaba. Devenida una ultrarreaccionaria y racista defensora de los animales, ella misma no parece muy a gusto con la especie humana; sus tontas opiniones hace mucho que dejaron de importar pero en esta coyuntura engordan el caldo de quienes creen que la cosa está llegando demasiado lejos, como alegan la feminista francesa Catherine Millet, su tocaya Deneuve y un centenar de damas francófonas que no encuentran edificante el espectáculo de las víctimas. Margaret Atwood, espléndida narradora canadiense, al manifestar su incomodidad con el actual proceso contra hostigadores y violadores seriales, y la condena social antes de cualquier presunción de inocencia, la lleva preguntarse: «¿Soy una mala feminista?» (https://www.theglobeandmail.com/opinion/am-i-a-bad-feminist/article37591823/).

El efecto de este recrudecimiento, al menos a nivel de conversación, es universal, aunque no parece impactar en nuestro medio para nada. Como si las mujeres acosadas, vejadas y violadas sólo en California y Nueva York tuvieran boca para los micrófonos. En México ciertamente no. Y si alguna decide alzar la voz en esta arena mediática que hoy parece servir de tribunal expedito, las descalificaciones y burlas serán inmediatas y el ninguneo instantáneo. ¿Recuerdan a la si se quiere discutible Kate del Castillo cuando denunció la renta y venta de mujeres atractivas en Televisa (vox populi por cierto)? Poco le ayudaron sus intimidades con el Chapo, pero lo que denunció fue borrado enseguidita de los foros y las conversaciones, luego de vituperarla (leve). No por eso dejan de existir abusos, chantajes y manipulaciones en nuestros medios deportivos, musicales y telenoveleros. No de ahora. Que nunca salgan a la luz las pedofilias y agresiones frecuentes (el caso Andrade-Trevi sería excepción) no quiere decir que no existan ni sean «parte del juego».

La discutida carta de las 100 francesas y su bájenle tantito se remitía a la validez del escarceo duro pero seductor, y a un sobrentendido cínico que respalda las críticas contra Yotambién: todas las chicas saben que en el negocio del espectáculo (y en muchos otros) se avanza de catre en catre. La mujer usa las armas que tiene para obtener lo que quiere. Bien que les gusta, o le sacan aprovecho, de qué se quejan, diría lo que queda de BB.

El debate actual se da en sociedades opulentas y blancas, donde los derechos de la mujer y los grados de igualdad de por sí son mayores que en nuestras sociedades latinoamericanas, ya no digamos las islámicas, indostánicas o subsaharianas. Mujeres ocupan posiciones de mando, aunque no con suficiente frecuencia, y hasta son jefas de Estado con peso real (Thatcher, Merkel). La academia, las artes, la política y las profesiones liberales en Europa occidental y Norteamérica ya no están vedadas a las mujeres. Bien sabemos que el feminismo ha ganado bastantes batallas en los pasados 75 años, pero está claro que ni siquiera allá ha sido suficiente. Libertad sexual, igualdad de oportunidades, autonomía personal. Sí, pero el verdadero punto reside en la absoluta persistencia del patriarcado; no le han abierto grietas, si acaso se ve obligado a flexibilizar sus hábitos e incorporar, con buenos resultados prácticos, a personas del sexo femenino en posiciones de poder o influencia. Además de que ya hay numerosos «hombres feministas» que nadie llamaría «mandilones». En algunas cosas, la humanidad todavía mejora. La verdadera revolución debe darse en la mentalidad colectiva, como ocurrió con la esclavitud y comienza a suceder con la homosexualidad. Pero ni el racismo ni el sexismo parecen en retirada en el mundo actual. Casi que al contrario.

Las etruscas y la Mujer Maravilla

Una excepción histórica real, de las que hay pocas en el devenir de la humanidad, es la civilización etrusca, que precedió en Italia a los latinos, combatida por los griegos y a la postre aniquilada por Roma. La reconstrucción arqueológica, no menos ardua e ilegible que la maya o la egipcia, ha permitido concluir que las mujeres compartían cualquier rango en aquella sociedad. A diferencia de todas las demás culturas, aparecen en las escenas de convivio, tenían carruaje propio, iban a caballo, protagonizaban la vida social, eran artistas, su libertad sexual y sensual era aceptada.

D. H. Lawrence, que tanto se preocupó en derribar las barreras del sexismo y la represión erótica, y no pocas veces se amedrentó ante las féminas («las mujeres siempre tienen la razón», lamentaba) no ignoró la variante etrusca. En Paseos etruscosno regatea su asombro. Los antiguos «eran como niños, pero tenían la fuerza y el poder y el conocimiento sensual de los verdaderos adultos. Poseían un mundo de conocimientos valiosos que se ha perdido totalmente para nosotros. En lo que ellos eran realmente adultos, nosotros somos como niños, y viceversa».

 No obstante, nadie habla de «matriarcado» en Etruria. El historiador Jorge Martínez Pinna escribe: «Era costumbre entre los tirrenos poseer a las mujeres en común, las mujeres procuraban gran cuidado a su cuerpo y a menudo hacían gimnasia incluso con hombres, aunque a veces también entre ellas; no es una deshonra que las mujeres se muestren completamente desnudas. Además banquetean no sólo con sus propios maridos sino con cualquier hombre, y brindan a la salud de quien quieren. Son grandes bebedoras y tienen buena presencia. Los tirrenos crían a todos los niños que nacen sin saber quién es el padre de cada cual; estos a su vez siguen el mismo modo de vida de quienes les han educado, embriagándose a menudo y uniéndose a todas las mujeres» (In convivio luxuque: mujer, moralidad y sociedad en el mundo etrusco. Brocar 20, 1996).

Y abunda: «En este contexto también se influye la libertad sexual, ya que en algunos aspectos la sexualidad no es sino una forma de control social, y así no puede sorprender que para los griegos de la época clásica, la libertad de la mujer se identificaba con la libertad sexual. Al situarse en posición dominante, la mujer elude ese control, de manera que puede expresarse de acuerdo con sus propios deseos».

Los griegos no eran así, ni lo sería Roma. La utopía (antiutopía masculina) de las Amazonas, sólo se presenta en culturas «primitivas», o por default en sociedades diezmadas de hombres por las guerras, o como nosotros ahora, por la migración masiva de trabajadores. El matriarcado es una suplencia temporal del patriarcado, o asoma en ciertos detalles de la vida cotidiana, como las zapotecas itsmeñas.

Las etruscas son una inmensa excepción. Dicen que las troyanas también lo fueron. Para sus vecinos y herederos eran una anomalía. Aristófanes, a quien no se le iba una en sus comedias, planteó en Lisístrata la «huelga» de mujeres con el fin de quitar a los varones de la guerra. El sexo, o su negación, como arma femenina para pacificar a sus maridos ausentes. La gracia de Aristófanes funcionaba para los griegos porque eran patriarcales. Quizá los etruscos no se hubieran reído, o lo habrían hecho a sus anchas, sin la incomodidad del público aristofánico, o la nuestra ante la cascada de denuncias y catarsis públicas en Hollywood. Los helenos, como nosotros, vivían inmersos en un incontestable patriarcado que a veces negociaba concesiones menores. Como la sociedad judeocristiana en la Europa contemporánea.

El blockbuster de 2017 fue La mujer maravilla, de Patty Jenkins, historieta fílmica que fascinó al público femenino al grado de reventar las taquillas e inundar los chascarrillos internaúticos (gifs, parodias, memes) con reivindicaciones femeninas y hasta lésbicas. La ex Miss Israel representa la amazona pura que viene al mundo real (patriarcal) a pelear guerras y quitarse de encima a los hombres malos. Y el mensaje oculto de esta utopía: hombres, no los necesitamos.

¿Por qué las etruscas son una excepción absoluta? Las civilizaciones se han desarrollado siempre bajo el mando, yugo y antojo masculino. Aztecas, vikingos, atenienses, chinos, árabes. El actual capitalismo global, incluso en sus versiones autóctonas, es aplastantemente patriarcal. Al feminismo le tomó dos mil años hacerse escuchar. ¿Que hoy incurre en «excesos» discursivos porque todas somos Gal Gadot? ¿Que es una regresión victoriana comandada por las chavas, prohibido tocar (sin permiso)? Eso es perder el punto, cosa que Deneuve y Atwood se pueden permitir porque ellas «mandan» en sociedades opulentas que las toleran y celebran. Oprah Winfrey, self made woman ejemplar, y además negra, ayuda a sentirse bien a las buenas conciencias. Pero si se suma a las denuncias de acoso, las buenas conciencias se inquietan.

El asunto verdadero reside en que «la mujer es la negra del mundo» según cantara John Lennon con Yoko al lado, aún ahora que las princesas y las plebeyas de Hollywood y anexas se ponen respondonas. Las mujeres son botín donde haya una guerra. «Darlas» sigue siendo un escalón, un parapeto, o una fatalidad en cualquier giro laboral, aún en ambientes progre o tolerantes. Tal vez en el primer mundo (Escandinavia, Alemania, Holanda, Canadá, chance y Francia o Cataluña) ya llegaron hasta la raíz como las mujeres etruscas y debilitan activamente al patriarcado. Como vemos, ni siquiera Estados Unidos la ha librado. Pero el resto del planeta vive bajo un mismo patriarcado, brutal como el saudita y sus bandas afines (Hoko Baram, Daesh, Talibán), siniestro como el filipino, vergonzante en el sur de Europa, inapelable y «normal» en toda América Latina (¿Cuba cuenta como excepción?). Porque así es la vida. Todavía.

Qué lejos de esa liberación está México. Ninguna dice «yo también», a menos que su papel sea ser feminista, y entonces la publican, la entrevistan, la citan y aplauden. Su excepcionalidad se ha vuelto «necesaria». Cuotas de género, decoración de interiores. En tanto, predominan feminicidios, abducciones para comercio sexual, epidemia de violaciones, condicionamiento sexual en las relaciones laborales, familiares y políticas, sin limitaciones de clase. De Las Lomas a Neza, de casas de gobierno a tugurios del arroyo, y puntos intermedios, la mujer es la que pone. Eso no ha cambiado. ¿Con qué derecho podemos escandalizarnos del espectáculo que derriba dos o tres desafortunados magnates, directores y entrenadores a quienes sus víctimas les salieron respondonas? Que a muchas les tomara años y décadas hablar no es un argumento contra ellas, sino la confirmación de que el patriarcado sigue intacto.

Hermann Bellingahusen

Poeta, editor, escritor de cuentos, ensayos y guiones cinematográficos. Es cronista, reportero, y articulista de La Jornada desde su fundación. Dirige Ojarasca desde 1989. Desinformémonos publicó su poemario «Trópico de la libertad» en 2014.

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