Postales de la revuelta

Hermann Bellingahusen

La resaca del vacío y la rampante realidad

Ido el papa argentino, ante el espejo de una economía desmoronada y un Estado que no puede gobernar sin la participación del crimen organizado ¿seguiremos desgranando pasiva-pacientemente la mazorca de los agravios recibidos entre rayitos de esperanza? ¿Tolerando los despojos en curso, los «programas» hasta la cocina, los megaproyectos a mitad del pecho de las comunidades, las represiones y los presos representativos de la verdadera gente (no la de las encuestas)? ¿Desgranamos la traición, los decretos expropiatorios, la propaganda falaz pero pagada, los crímenes de Estado, la claudicación de la soberanía de los mexicanos a una potencia superior y lo que venga luego?

Con bastante de pensamiento mágico, se extendió la esperanza de que el estadista Bergoglio vendría a decirles sus verdades a los políticos, a los curas, los represores, los feminicidas, los pederastas, los depredadores ambientales, a los ricos que coronan la desigualdad, a los que desaparecen a 43 como si nada, a los impunes por la masacre de Acteal. Pero sólo el oportunismo insaciable de los ignorantísimos precandidatos republicanos (no católicos) Donald Trump y Ted Cruz pudo molestarse de lo que dijo el papa de la frontera y los derechos de los migrantes. Digo, díganos algo que no sepamos.

Como si no conociéramos a los curas con sus generalidades, sus ambigüedades, sus alegorías, su cita bíblica al centavo, su irresistible empatía con los poderes reales del mundanal mundo. ¿Qué se puede esperar entonces del que gobierna el mero Vaticano y toda la cosa, toditita? Se agradece, ciertamente, su buena onda con los de abajo; que il poverello d’ Assisi sea su modelo no está mal, considerando sus antecesores inmediatos (y si a esas nos vamos, los centenarios, los milenarios papas). ¿Esperábamos que se enfrentara a las televisoras que lo proyectan con adoración, al sistema político que lo acoge como a uno de los suyos y hasta exagera el fervor? ¿Esperábamos que le pusiera el cascabel al gato de la guerra impuesta al pueblo mexicano, e incomodara al gobierno? Porque esa guerra, la que mata y desplaza hombres, mujeres y niños a cada rato no es de nadie que no pertenezca al entramado del poder, incluidos sus anfitriones. No es guerra del pueblo.

Si a esas nos vamos, en un país constelado de pequeñas resistencias, casi todas pacíficas, y algunas armadas por razones de autodefensa, sólo algunos han declarado expresamente la guerra al Estado. Y lo paradójico es que, como sucede con el Ejército Zapatista de Liberación Nacional, que lo hizo el primero de enero de1994, luchan pacíficamente por la paz en sus tierras y buscan la convivencia cordial con vecinos y parientes que no están en la resistencia, a quienes las estrategias oficiales pugnan por confrontar mediante partidos políticos, iglesias, elecciones, programas clientelares, renta de predios a mineras y agroindustrias, artificiales conflictos agrarios. El Estado responde así, no con la satisfacción de las demandas elementales, sino con la contrainsurgencia y la militarización sistemática.

Dicho de otro modo, los zapatistas han construido una autonomía real y pacífica en un territorio minado por las autoridades, sin ser nunca los que despojan o disparan, aunque tampoco ceden sus derechos ni su dignidad.

Quiso el azar calendario que la gira del papa Francisco se detuviera el 15 de febrero, por una horas en Chiapas y se dirigiera ampliamente a los pueblos indígenas, justo la víspera de una efeméride incómoda para el poder y cargada de significado para los pueblos originarios de Chiapas y México: veinte años atrás, el 16 de febrero de 1996, el gobierno y los alzados zapatistas firmaron un acuerdo sobre derechos y cultura indígena en el poblado tsotsil San Andrés Sakamch’en de los Pobres, o San Andrés Larráinzar. Ejercicio democrático ejemplar, se dijo entonces. Dos décadas después no queda nada que festejar. La conmemoración de los acuerdos es inseparable de la traición y la burla del gobierno federal a su palabra firmada, que se explicitó meses después de la firma, en boca del secretario de Gobernación Emilio Chuayffet Chemor, por aquello de ciertas «fallas de técnica jurídica» y sus tragos de más en diciembre de 1996.

Sabido es que, tras la mariconada del zedillismo, los zapatistas, el Congreso Nacional Indígena y sectores importantes de la sociedad civil siguieron insistiendo en elevar a ley el reconocimiento de sus derechos. Lo hicieron siempre por las buenas, apelando a la razón y la justicia. Nadie les pudo negar la legitimidad. Cuatro años después, en 2000 hubo cambio de gobierno y de partido por vez primera en décadas, o sexenios, pero ni el Congreso de la Unión ni la Suprema Corte de Justicia tuvieron la voluntad de enmendar la pifia del Ejecutivo. Se confirmó la complicidad de los poderes y la traición quedó institucionalizada.

Sabido es también que los pueblos zapatistas asumieron como su ley los cambios constitucionales pactados; así, profundizaron su proceso de autonomía y gobierno local propio. Otros pueblos del país, municipios y regiones han luchado por la autodeterminación y la defensa de sus territorios con los Acuerdo de San Andrés en la mano y en la mente. A casi todos les ha caído una fuerte represión en formas varias, especialmente las violentas. No obstante, las resistencias prosiguen. Cherán, Ostula y la policía comunitaria en la montaña de Guerrero son ejemplos de ello, y también del elevado precio que pagan, el dolor que cuesta.

Saben que las bendiciones y los sermones no cambian nada: cualquiera con apetito de poder comulga y se persigna, del presidente para abajo. «París bien vale una misa» como pudo o no decir Enrique de Borbón para convertirse en rey de Francia en 1593.

Hermann Bellingahusen

Poeta, editor, escritor de cuentos, ensayos y guiones cinematográficos. Es cronista, reportero, y articulista de La Jornada desde su fundación. Dirige Ojarasca desde 1989. Desinformémonos publicó su poemario «Trópico de la libertad» en 2014.

Dejar una Respuesta

Otras columnas