Postales de la revuelta

Hermann Bellingahusen

Cuando la conciencia es colectiva y hace comunidad

En un futuro técnicamente posible donde el presidente de Estados Unidos fuera el magnate neo republicano Donald Trump y en México el mignate priísta Aurelio Nuño Mayer, estaríamos condenados por largo tiempo a rostros de dureza televisiva respaldados cobardemente en los más indefensos: Trump con su muchedumbre de parias blancos; Nuño con niños de primarias públicas. Sus rehenes. Y ellos mismos serán lo que prometen hoy, a mediados de 2016: abusadores «iluminados», convencidos de que la suya ES la razón, escudados en uno de los peores compañeros de un gobernante, que lo imposibilita para ser justo, ya no digamos lúcido: la arrogancia, el síndrome del Rey Sol. De peligroso autoritarismo, ambos personajes son paranoicos pero no temen pues cuentan con la fuerza y la publicidad, abrumadoramente de su lado. Se salen con la suya porque su delirio es posible desde el poder.

No sobrevaloremos a Nuño, el secretario de Educación Pública mexicano que compite en el establo presidencial por ser el próximo candidato a mandatario. Como el cien por ciento de los gobernantes recientes y actuales, sigue un guión único: aplicar la profunda transformación involutiva de la Nación que llaman «reformas estructurales». La originalidad del secretario Nuño, si alguna, es limitada. Cumple órdenes, sigue recetas ideológicas, busca quedar bien con quienes deciden (los del dinero, los de las armas, los actores de la escena política). Suya la historia del niño aplicado. Así parecía Ernesto Zedillo, y ya ven, de genocida no pudimos bajarlo después de su presidencia. Mas la arrogancia visible del nuevo niño aplicado es mucho mayor. Hay ahí un ingrediente de clase. Es, se comporta, gesticula, decide y habla como un burgués.

Agreguemos a este futuro posible y cercano un elemento ineludible. Un elemento que, dadas sus limitaciones íntimas, el poder político ha sido incapaz de comprender, si acaso lo ha intentado. También ha sido incapaz de destruirlo, algo que intenta constantemente. Se trata de la resistencia (sinónimo de existencia) de los pueblos originarios, las comunidades, regiones, municipios y tribus que se manifiestan en sus propios territorios y también mucho más allá de ellos, en centros de estudio y labor asalariada o esclava, tramas urbanas, migraciones.

Los vemos en las inmensas granjas agrícolas y las industrias más intensivas del trabajo-servidumbre quintaesencial del proyecto mutagénico que los llamados neoliberales aplican a como dé lugar en México, con el respaldo y la presión del gran dinero y en sociedad sin trabas con los medios de comunicación. Los vemos en las protestas magisteriales contra la reforma «educativa», que como señalara alguien tan libre de sospecha subversiva como el rector Enrique Graue de la UNAM, no tiene nada de educativa, es «administrativa». El secretario de Educación Pública, Nuño Mayer, ayuno de argumentos, ataca con garrote y aprieta con amenazas administrativas. No debate, audita. No tiene ideas, sino recetas. No está en el ágora su espacio discursivo, sino en las «julias», los tribunales y las cárceles pa’ que nos vayamos acostumbrando a la nueva pedagogía del Estado. Su campaña semanal en los patios de primarias proletarias como fondo es una pedestre puesta en escena (pero con extras cautivos, ¡y sale gratis!).

La efervescencia de las normales rurales es otra manifestación de la huella indígena en las resistencias. Ayotzinapa sin ir más lejos. Pero los mandones no hablan de pedagogía, ni se han dado cuenta que sus antecesores en el cargo eliminaron la Filosofía del currículo nacional, un desastre pedagógico de alcance fascista que a los Peñas y los Nuños les viene al tiro. Lejos están de demorarse en minucias como el verdadero estado en que se encuentra la educación bilingüe. O la humanística. O la social. O vamos, la básica. El Estado mexicano apuesta por la técnica, el trabajo-basura, la represión y el entretenimiento. Allí reside su dimensión ética y pedagógica: en el vacío.

Los rintintines de la prensa y la radio ya están ladrando contra las normales rurales, en particular de Michoacán. Los mismos que llevan rato linchando a los maestros de la Coordinadora Nacional de Trabajadores de la Educación (CNTE) con un entusiasmo muy a tono con las intenciones en materia educativa de empresarios tipo Bailleres o X. González. Piden sangre, «aplicación de la legalidad» lo llaman. Estamos ante una persecución de clase; es la alta burguesía (sin la histórica intermediación de un Estado ogro, pero filantrópico) contra el proletariado, el campesinado y la indiada. En tal sentido, es parte de la guerra de exterminio contra los pueblos indígenas que los zapatistas llevan denunciando y resistiendo 20 años. De entonces para acá la guerra se ha extendido y lleva rato en la escala peor para los pueblos mexicanos.

La respuesta levantisca de pueblos y barrios urbanos en apoyo a los maestros en el sur de México también se alimenta de otras agresiones brutales y en curso contra ellos, de la mano de la fuerza de la ley, para despojarlos de sus tierras a fin de extraer minerales a lo cabrón o establecer grandes emporios agroindustriales, aeropuertos, zonas hoteleras, autopistas. No se puede separar de esta confrontación a las miles de comunidades en absoluto desasosiego (que no «mal humor», esa frase de salón que usa el presidente), en plan de resistir, bombardeadas por variantes de la contrainsurgencia encubierta en Guerrero, Oaxaca, Chiapas, Yucatán, Veracruz, Morelos, Hidalgo, Chihuahua, Sonora, San Luis Potosí, Puebla, y antes de decir etcétera, en plan estelar tenemos al Estado de México, peña geográfica y represiva de la burocracia nacional presente. El garrote y la vejación polimorfa (física, sexual, mediática, judicial) se han convertido en el sello de su casa.

En toda su complejidad real, la situación (eufemismo para «guerra intestina») en México le debe mucho a la invasión por grupos criminales de territorio, vías de comunicación, relaciones sociales y comerciales, incluso estructuras institucionales. Contra dichos criminales declaró nominalmente su guerra el acomplejado presidente Felipe Calderón en cuanto tomó el poder hace una década. Contra (y con) ellos se militarizó el país, las policías mutaron a entidades temibles, letales y no aptas para la conciliación y la negociación que el Estado debe a los ciudadanos, en tanto sus fronteras con el crimen organizado se borraban perceptiblemente.

Para los pueblos indígenas y muchas comunidades campesinas, las alternativas quedan entre que les pongan una mina de oro o en sus territorios se multipliquen las amapolas; entre embotellar su río o convertirlo en fábrica; entre pavimentarles el valle o arrasar sus bosques; entre domesticar la enseñanza o reducirla a televisión y redes en estricta clave de consumo y propaganda desnuda. Entre dejarse o no, disyuntiva cotidiana para ejidos, rancherías, tribus, en las asambleas comunales, las aulas, los campos de cultivo, los caminos. En Guerrero y Michoacán, una generación de niños ha crecido como palestinos, entre retenes hostiles, balaceras, toques de queda, operativos policiacos e incursiones de bandas asesinas. Pero estos niños también nacieron en regiones o pueblos donde sus padres y abuelos ya venían organizándose y resistiendo, aguantando vara, agotando las vías legales y las legítimas. Donde la idea de autonomía (autodeterminación, soberanía comunal) está viva y encuentra cómo manifestarse en policías comunitarias, frentes de resistencia, gobiernos por usos y costumbres, cooperativas de producción, y en Chiapas incluso un ejército de liberación nacional.

Dicho como algo más que un símbolo, la resistencia y la permanencia de los pueblos mexicanos comienza en la milpa, y en todo aquello que la milpa da sentido conceptual y práctico para las prácticas de sobrevivencia, rituales y de organización desde las familias y las comunidades mismas. Las lucha de los maestros contra la falsa reforma educativa (es política institucional el arrasar allí donde algún maestro resista) proviene de este sustrato popular de resistencia necesaria. Los embates crónicos contra Atenco y vecinos por seguir estorbando a la futura catedral aeroportuaria con sabor a Slim, maman la misma paranoia con que la mismas policías unificadas se lanzan contra los profes en resistencia que los funcionarios no bajan «canallas», con el consabido eco virulento de sus cajas de resonancia.

Acciones, imposiciones, consultas manipuladas abonan el castigo contra los poblados del Istmo de Tehuantepec que buscan frenar las eólicas trasnacionales; contra los normalistas de la cuenca del Pacífico sur bajo cualquier pretexto; contra los otomíes y los yaqui que defienden su agua, o los mayas dispuestos a servir de barricada contra los transgénicos y sus múltiples y lamentables consecuencias.

En cada uno de los casos mencionados, la conciencia es colectiva y hace comunidad con otras colectividades mientras fortalece y evoluciona en la propia. Eso es lo que allá arriba no pueden entender y lo creen destructible. Dicha nube mental es racista (desde 1994 caracterizó las acciones y discursos del Estado priísta hacia el EZLN y en general los indios nacionales), es clasista, es autoritaria, y además resulta antinacional, empezando por su intentona de exterminio blando de las «etnias».

Los indios de México pueden no rebasar el 10 por ciento para el INEGI y los programas del hambre; pueden pasar por los únicos miserables en este país tan miserable de por sí; pueden considerarse en extinción junto con sus «dialectos» y su folclor. Sin embargo, suman bastante más del 10 por ciento y su irradiación cultural aún más; con frecuencia poseen la tierra de manera colectiva (han sido dueños de ella, no como en las ciudades, donde los dueños del espacio son los patrones, los vivales y las fuerzas públicas). Siempre acaban por resultar indestructibles. Y son los que verdaderamente resisten. Eso sí lo entienden el Estado, los partidos políticos y los patrones: por eso no dejan de pegarles, acusarlos y denigrarlos. Y sí, matarlos. Pero los indios muertos en Chiapas, Oaxaca o Guerrero no se están quietos, no desaparecen. Los caídos en el levantamiento zapatista, como los masacrados en Acteal, Aguas Blancas y El Charco, así como las víctimas de los ex gobernadores Ulises Ruiz y Enrique Peña Nieto o los más de 30 asesinados por el narco en Ostula tienen algo en común: no están muertos porque sus vivos no se han rendido.

Hermann Bellingahusen

Poeta, editor, escritor de cuentos, ensayos y guiones cinematográficos. Es cronista, reportero, y articulista de La Jornada desde su fundación. Dirige Ojarasca desde 1989. Desinformémonos publicó su poemario «Trópico de la libertad» en 2014.

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