Postales de la revuelta

Hermann Bellinghausen

1968: Elegía al mimeógrafo

Cualquier persona menor de 40 años difícilmente sabe hoy qué era un mimeógrafo. La celebración circular y prominente del movimiento estudiantil de 1968 ha traído de vuelta el olor espeso de la tinta color chapopote que se exprimía de grandes tubos como de dentífrico para inyectarla en la maravillosa imprenta casera y portátil que multiplicaba las copias de un mecanoescrito grabado en el esténcil. ¿Xerox, faxes, archivos flotantes en la nube, impresoras digitales? Ni en ciencia ficción.

Para llegar al público, que en 1968 pasó a llamarse «las masas», la operación era posible, y desde las escuelas universitarias y politécnicas se disparaban diariamente millares de cuartillas u octavillas, volantes, tiras, caricaturas, periodiquitos, expresando lo que los jóvenes querían: aire para respirar. Se ha calculado en dos millones el número de publicaciones producidas por el movimiento y sus extensiones en sindicatos y grupos sociales. Podrían ser más. Nunca como en esos meses de julio a noviembre de 1968 circuló una «prensa alternativa» más abundante. La primavera de nuestro samizdat. Y también el comienzo del deshielo a la mexicana.

Necesitamos imaginarnos un mundo donde no existían redes sociales, teléfonos móviles, aplicaciones, computadoras, ni la red misma. Donde descargas, copiar o transmitir un archivo dentro de un USB era una operación inimaginable. Y más, diseminarlo con un clic, dotado de hipervínculos e imagen móvil.

En 1968 no había más que la vía manual, fuera del radar (unplugged) de la muy paranoica Dirección Federal de Seguridad y de la ignorancia total pero furiosa del Ejército sobre quienes eran los jóvenes de las ciudades y qué querían. Según sus jefes: tirar al régimen, crear el caos, impedir los Juegos Olímpicos y cosas más inconfesables. La unanimidad paternalista y de mano firme depositada en el Señor Presidente ponía a su disposición todas las lealtades necesarias: los periódicos, las escuelas, la iglesia católica, las organizaciones cívicas y masónicas, los sindicatos centralizados y los intelectuales envejecidos del que se inauguraba como el nuevo ancien régime, con sus últimos revolucionarios convertidos ahora en reaccionarios. El Estado controlaba las cajas de resonancia. También la televisión se puso a prueba por primera vez a esa escala, y su respuesta fue: con el Presidente todo, con los estudiantes nada. Eran ensordecedores los sonidos del silencio.

El arma secreta

El procedimiento era cochino, un acababa impregnado de tinta, y la máquina había que limpiarla constantemente. El local utilizado resentía los efectos de la tinta, los esténciles exprimidos, las grasas lubricantes. Para imprimir se necesitaba, además de los brazos para accionar la pequeña rotativa (las había con motor), fajos de cuartillas en papel revolución, más sucio que el bond pero más barato. Y la: una máquina de escribir, de esas con un martillo por letra, pero sin cinta. Las Remington y similares escribían mediante rollos de cinta de tela impregnada con tinta seca que fijaba los signos al teclear y accionar contra ella el martillo mencionado. Para mimeografiar, uno quitaba la cinta y dejaba desnudo el golpe de la letra, lo cual perforaba el esténcil, una pieza de papel plastificado que trasminaba la tinta en los surcos dejados por el filo de la letra mecanografiada. Los esténciles eran muy perecederos, había que repetir la mecanografía cada nueva tirada de cuartillas.

El esténcil se podía perforar con dibujos y manuscritos también, lo cual diversificaba la visualidad y la hacía ver más improvisada y libre todavía.

Tanto que argumentar, que demandar, que denunciar. Queremos dialogo, insistían los jóvenes. Los seguidores de José Revueltas pugnaban por la autogestión, por la toma simbólica de la universidad. El Consejo Nacional de Huelga emitía sus posicionamientos constantemente. Los Comités de Lucha aprendían a dirigirse a un público fuera de las escuelas. Algunos llegaban al Offset, y rara vez alguna prensa plana. Muy contadas revistas se atrevían a divulgar los mensajes estudiantiles. Hasta entonces, ser joven era vivir amordazado. El movimiento dio lugar a la voz. Todos tenían qué opinar. Y había mucho que decir. Y cada día más, mucho que desmentirles a las cajas de resonancia del gobierno.

El siguiente paso era el más peligroso: salir a repartir los mensajes mimeografiados. Dentro de Ciudad Universitaria, Santo Tomás, Zacatenco, las Vocas y las Prepas, esas octavillas iban de mano en mano, se fijaban en los muros, envejecían pronto y se las llevaba el viento. En cambio, salir a las calles, el verdadero objetivo, era lo peliagudo. Granaderos, agentes de civil, inteligencia militar, delatores y porros estaban al acecho. Los policías desarrollaron un verdadero odio a los jóvenes, de seguro inducido a propósito por sus superiores. Azuzar se llama, como a los perros (como se les llamaba entre los estudiantes, mientras en Estados Unidos la juventud rebelde los llamaba pigs).

Por el hecho de ser joven, cualquier transeúnte estaba expuesto a una corretiza, con macanazos y, con (mala) suerte, un viaje en julia. Pintar paredes (eso que hoy hacemos hasta dormidos) podía costar la libertad, las manos o la vida. Pero el delito más caliente (como hoy cargar drogas) consistía en llevar volantes subversivos con insultos a la autoridad, infundios desestabilizadores, ideologías exóticas, ataques a la decencia y la Patria. Para estos delincuentes estaba la famosa (infame) caracterización legal de «disolución social».

Hubo muchos e ingeniosos métodos para diseminar las palabras del movimiento. Pegar carteles en los perros callejeros con mensajes de la lucha. Mítines relámpago en el sur universitario, el norte politécnico, el centro que todavía ya no se llamaba histórico pero había dejado de ser el barrio universitario más allá de San Ildefonso, donde el Ejército inauguró su uso de las armas; el movimiento sería tundido a macanazos culatazos, bayonetazos y balazos, sobre todo a partir del 27 de agosto, cuando las tropas atacaron a los estudiantes acampados en el Zócalo, y horas después a los trabajadores oficiales que fuero acarreados para lavar la bandera y la trompa presidencial.

De un montón de amarillos y quebradizos papeles mimeografiados durante el verano del 68, al que tuve acceso en días recientes, rescato el siguiente, no de los estudiantes sino de los burócratas acarreados a la que fue llamada «la marcha de los borregos». Justo es añadir que, predeciblemente, la prensa no registró esta versión de los hechos.

 

Un volante

A LOS COMPAÑEROS EMPLEADOS FEDERALES.

 Ayer 28 de Agosto, hemos sido víctimas de un atentado contra nuestra vida. Todos los empleados del Departamento del Distrito Federal (Tesorería, Dirección General de Obras Públicas, etc.) fuimos «INVITADOS» como siempre por «VOLUNTAD A FUERZA», al Zócalo a manifestar nuestro apoyo y simpatía al Sr. Presidente Díaz Ordaz y a izar nuestra Bandera Nacional. Este voto de confianza es el que nuestros líderes charros del Sindicato, querían dar al Sr. Presidente, no porque nos hayan pedido opinión, sino porque ellos se querían aprovechar de las circunstancias actuales, es decir de los problemas que aquejan al País, principalmente al Distrito Federal, con la finalidad de seguir beneficiándose y utilizándonos una vez más como «BORREGOS», fuimos llevados a la manera que todos conocemos es decir con la amenaza de quitarnos medio día.

Todo hubiera estado bien siempre y cuando se hubiere desarrollado como siempre que asistimos a estos actos. Pero ayer los guardianes del orden (granaderos) y el «H» Ejército Nacional nos atacaron, no les importó que fuéramos empleados Federales, no les importó que enseñáramos nuestra credencial (porque ni de eso nos dio tiempo), ellos con el pretexto de desalojar a los estudiantes que estaban en el Zócalo (no eran arriba de 300) nos atacaron por igual, cayeron compañeros burócratas, gente del pueblo, curiosos, periodistas, en fin, gente que no llevaba uniforme era golpeada brutalmente por esos cuerpos que «GUARDAN EL ORDEN».

Todos los que no lograron ponerse a salvo eran aplastados por los tanques, «Picados» por las bayonetas, golpeados salvajemente por los granaderos, o bien por los balazos que según la prensa «FUERON AL AIRE».

Esto ha dido un grave atentado contra nuestra vida y no debemos permitir esto.

A todos los burócratas se nos ha girado la orden de presentarnos el día 1o. a la valla que nos corresponde, sin excepción de persona. 

Lo que debemos hacer es que nadie se presente, si en verdad nos interesa el informe presidencial, lo podemos oir en el radio o verlo por la televisión.

Compañero burócrata debemos estar conscientes del grave peligro que corremos, no importa que nos descuenten el día o bien una semana o un mes de sueldo, pero no debemos exponer nuestras vidas.

Si leemos los periódicos debemos de pensar y razonar, no debemos creer ciegamente lo que dicen.

Hermann Bellingahusen

Poeta, editor, escritor de cuentos, ensayos y guiones cinematográficos. Es cronista, reportero, y articulista de La Jornada desde su fundación. Dirige Ojarasca desde 1989. Desinformémonos publicó su poemario «Trópico de la libertad» en 2014.

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