La reforma educativa no es educativa

Donovan Hernández Castellanos

México, Distrito Federal. Los maestros tienen razón. Los trabajadores de la educación que protagonizan el levantamiento social de Guerrero pusieron sobre la mesa un problema de dimensiones nacionales, sobre el que pocos han profundizado con tanta certeza y ahínco como ellos.

Su movilización, rápidamente conectada con luchas populares mucho más amplias y con una verdadera agenda política y ciudadana, mostró con toda claridad que la reforma educativa suscrita por los partidos políticos, a solicitud del poder ejecutivo de la federación, es todo menos una reforma profunda en el sector educativo, tan indispensable en estos momentos de zozobra generalizada.

En las sendas jornadas de protesta y levantamiento popular, el magisterio –con la sensibilidad de las bases- mostró que la reforma educativa no es otra cosa que un ataque “legitimado” constitucionalmente contra la fuerza de trabajo de los maestros disidentes. Se trata de una reforma laboral disfrazada de problema educativo.

Las voces de los docentes de Chilpancingo y normalistas de toda la República lo dicen claramente: la reforma es un ataque teledirigido contra la disidencia sindical del Sindicato Nacional de los Trabajadores de la Educación (SNTE).

Las armas del ataque provienen de la modificación estatutaria de los artículos 3 y 73 de la Constitución de los Estados Unidos Mexicanos, donde se asienta que la educación debe ser de calidad –criterio típicamente empresarial para valuar sus productos en el mercado- y la evaluación deberá ser obligatoria –con la consecuencia de que habrá efectos jurídicos a la larga sobre los trabajadores de la educación-. Sus instrumentos de legitimación gubernamental hacen uso de un falso consenso democrático en los principales puntos de aplicación de la reforma, y de igual manera presumen de gozar de un respaldo social generado a través del diálogo entre legisladores y miembros de la sociedad civil, donde se construyeron acuerdos en torno a los puntos medulares del documento.

Si descontamos la participación de Mexicanos Primero (órgano con intereses privados), ¿cuántas veces se consultó a la ciudadanía acerca de los puntos que constituyen la polémica reforma? ¿cuántas veces la disidente Coordinadora Nacional de los Trabajadores de la Educación (CNTE), y los otros actores que forman parte de la educación nacional fueron consultados para llevar a cabo un diálogo profundo acerca de las dimensiones de una reforma educativa idónea, acerca de los problemas regionales con los que lidian diariamente todos los maestros del interior de la República, de la falta de infraestructura adecuada para dar clases y de la inadecuación de programas de estudio a la realidad local y nacional?

Es evidente que esta reforma, como todas las demás, fue realizada como un acto gubernamental unilateral que no cuenta con el respaldo social ni con la aprobación de la ciudadanía. El grave hecho de la desinformación al respecto es indicativo de esta falta de consensos cabales en problemáticas estructurales del país. A la fecha hay pocos ciudadanos –además de aquellos ocupados directamente en los problemas educativos- que cuenten con una información adecuada para elaborar un juicio mínimo con respecto a las modificaciones sustanciales de la Constitución. ¿O es que no importa la opinión civil cuando de reformar el acta fundacional del Estado que nos gobierna se trata?

Incluso si dejáramos de lado ese gravísimo problema, nos enfrentaríamos a otro de igual magnitud. De los cinco puntos que conforman la reforma educativa contenida en el Pacto por México -“base para transformar a México”, según reza la publicidad gubernamental-, la cuestión propiamente educativa apenas se toca. Se habla de implementar un Sistema Nacional de Evaluación Educativa, a cargo del Instituto Nacional para la Evaluación de la Educación, cuyos criterios todavía desconocemos; se habla también de establecer el Servicio Profesional Docente, al parecer introduciendo una nueva regulación para evitar el nepotismo propio de la cúpula del SNTE –lo cual es positivo- pero que deja intocado el problema de la evaluación que ya detonó movilizaciones masivas de justo repudio a su figura de “evaluación universal”. Aparece también un Sistema de Información y Gestión Educativa para realizar un censo en el personal que labora en el sector educativo –problema evidenciado por la administración panista inmediatamente anterior-, así como la propuesta de la Autonomía de la Gestión donde, se dice, los padres de familia junto a las autoridades escolares tendrán libertad para decidir sobre gastos e inversión, adquisición de inmobiliario y gestión de recursos –propuesta que, bajo el disfraz de un fomento a la participación ciudadana, podría devenir en un esfuerzo de privatización pronunciada en este rubro-. Se habla, finalmente, de implementar, de manera paulatina y de acuerdo a la suficiencia presupuestaria de cada caso, Escuelas de Tiempo Completo, con jornadas de entre seis y ocho horas de clases.

Hasta aquí los puntos base de la reforma educativa. De inmediato salta a la vista la centralidad que tiene la cuestión de la evaluación, problema sensible dentro del magisterio disidente, pues los anteriores esfuerzos panistas giraron alrededor de la “evaluación universal”, cuyo examen quería ser elaborado por el SNTE –una de las partes en disputa- haciendo inviable la aplicación de criterios propiamente educativos y suplantándolos por criterios políticos contra los maestros que buscan la democratización del sindicato.

Las salidas al problema no se solucionaron ni siquiera con la propuesta de que la Secretaría de Educación Pública (SEP) diseñara la prueba para evaluar. El problema giraba en torno al instrumento de evaluación, no en torno a la evaluación en sí misma. Un instrumento “universal” es inaplicable si se trata de evaluar al maestro de la sierra en iguales términos que a uno del Distrito Federal; la prueba no será equitativa, y pondrá inmediatamente en desventaja a unos maestros. Se tratará, en realidad, de un instrumento de exclusión y depuración de la disidencia sindical. Sobre este antecedente, llama la atención el hecho de que dos puntos medulares de la reforma se centren en la cuestión evaluativa, pues ante todo, los criterios para diseñar ese instrumento no quedan claros ¿Será otra prueba universal? ¿La prueba ENLACE tendrá efectos jurídicos sobre el magisterio?, ¿De dónde provienen las pautas para la evaluación, de organismos nacionales o de organismos internacionales como la OCDE (Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos)? Al respecto, total silencio. Esto abre la puerta para que el magisterio, con sobradas razones y experiencias, se oponga radicalmente a la reforma educativa. ¿Qué garantiza la equidad de condiciones en un proceso que, además, los excluye de su elaboración?

En realidad, detrás de la cuestión evaluativa y de la cuestión de la autonomía administrativa, la reforma opera un ataque a los derechos del magisterio y sus fuentes de trabajo, y sienta un precedente de privatización anunciada. No lo dudemos: se quiere que el maestro, igual que cualquier otro trabajador subcontratado, se convierta en un “capital humano” con capacidad de acumular y administrar sus propias habilidades y competencias para ponerlas al servicio de una empresa que da servicio privado a sus clientes. Con ello, la responsabilidad social del Estado se acaba ante la cómoda “responsabilidad individual”, carente de prestaciones, carente de seguridad social, carente de derechos. Se trata, ni más ni menos, que de la implementación del principio de la libre empresa que acapara, llenando con funciones económicas espacios que antes se encontraban libres del principio de competencia económico-empresarial. Después de todo, como decía Margaret Thatcher, “no existe la sociedad, sólo individuos”.

Por otra parte, esta reforma, que no es educativa, deja de lado los problemas fundamentales acerca de los planes y programas de estudio, de la currícula y la necesidad urgente de adaptar los modelos educativos a las exigencias de la sociedad mexicana. La última reforma educativa, de la administración calderonista (bajo las siglas RIEMS y RIEB) significó un severo ataque a las humanidades e incluso a las ciencias –que implicó una rápida y justa actuación por parte de la comunidad filosófica del país-, al implementar un modelo neoliberal de educación basada en las competencias y habilidades que adiestran al estudiante para cumplir funciones e insertarse en un mercado laboral sumamente inequitativo.

En el fondo, digámoslo con claridad, despreciar a las ciencias y las humanidades significa simple y sencillamente despreciar a la democracia. Por lo demás, incluso el europeo Plan Bolognia –sobre el que se asienta nuestro actual modelo de competencias- hizo agua en sus territorios, y contra su neoliberal implementación ya se levantaron los españoles de la Puerta del Sol.

La indignación nos carcome a todos, pero también nos da ánimos para resistir al embate del tren que se descarrila sobre nosotros. Los maestros que luchan contra la reforma educativa son la fuerza de trabajo que se niega a ser “capital humano”, son un reducto de dignidad en medio de la pauperización de derechos civiles y políticos que se cierne sobre todos nosotros.

Como pocas veces, la resistencia social a la reforma educativa toca directamente a las preocupaciones civiles en Guerrero, pues la gente organizada intuye acertadamente que éste no es un problema de gremios o de una parte de la sociedad, sino que es un problema de todos los que no tienen parte en este modelo gubernamental que avanza con la maquinaria neoliberal del despotismo del libre mercado.

Hay allí una razón por la cual las policías comunitarias y otros sectores populares se unieron a la manifestación justa del magisterio: saben que no podemos perder la educación pública y gratuita. No hacernos cargo es entregarnos total y plenamente a políticas que merman la vida pública a la que todos los mexicanos nos debemos, de por sí lastimada por el propio Estado y sus estrategias negligentes de seguridad.

Desde 2006, las luchas del magisterio probaron, en ese intenso laboratorio social que es Oaxaca, que pueden conectarse rápidamente con otras movilizaciones y con el descontento popular ante las medidas que afectan y destruyen sus lazos comunitarios. Chilpancingo no es la excepción. En este sentido, cualquier solución de las autoridades que no se encuentre a la altura de la claridad política del magisterio y la sociedad es inaceptable. A este respecto, no hay que dejarnos engañar por las desviaciones que se hacen de esta problemática alarmante: la movilización magisterial no es sólo por un ajuste salarial, ni es sólo una lucha corporativa, es, de hecho, una lucha social que atañe a todos sin falta.

No es gratuito que la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM) y otros bastiones de la educación pública nacional se encuentren en la mira actualmente; el conflicto educativo en México es añejo y no se ha avanzado en su solución. La respuesta policiaca del gobierno federal será la renuncia tajante a la dignidad política de México. Si la sociedad hace oír su voz, es necesario escucharla; las personas organizadas tienen un saber de sus dificultades cotidianas, de los focos de poder con los que tienen que lidiar día a día. Es preciso escuchar todo ese saber sometido, incluso cuando no dice las cosas que a los poderes les gustaría escuchar. ¡Con mayor razón debemos escucharlos nosotros, como sociedad y ciudadanía! La verdad que ponen ante todos es esta: la reforma educativa no es educativa; a lo sumo es una reforma laboral y administrativa que acentúa el carácter gerencialista de la educación pública, la cual avanza alarmantemente hacia el modelo neoliberal que es desastroso para la vida pública del país.

Publicado el 03 de junio de 2013

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