Gracias a la generosidad del analista político y académico Marcos Roitman Rosenmann, así como de la editorial Akal, ofrecemos a los lectores de Desinformémonos el epílogo de su nuevo ensayo, Tiempos de oscuridad, historia de los golpes de Estado en América Latina.
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Este ensayo ha querido describir y presentar de manera sucinta los golpes de Estado que en América Latina han condicionado la vida política, impidiendo la mayoría de las ocasiones el establecimiento de regímenes democráticos, plurales y alternativos al capitalismo dependiente. Han sido muchas las ocasiones frustradas, las esperanzas rotas y los sueños que han terminado en una pesadilla.
No he buscado hacer mención explícita de los múltiples horrores que acompañaron el establecimiento de dictaduras militares, pero fueron tiempos de oscuridad. El miedo se adueñó de la vida cotidiana. Hubo quienes vivieron largos años negando ser hijos, esposas o esposos de detenidos desaparecidos. Eran apestados sociales. Incluso, para protegerse, se prefirió construir una historia donde los abuelos relataban a sus nietos que sus progenitores se habían marchado al exterior. Otros negaron haber sufrido torturas, haber sido violadas o detenidos. Se rompió con el pasado.
Se trató de proteger a los más cercanos. También fueron momentos de solidaridad, compañerismo y afectos. La represión dejó al descubierto hasta dónde puede llegar la obsesión contra la izquierda, el socialismo-marxista. Sus militantes fueron considerados, al decir de los torturadores, animales que no merecían ninguna consideración. En la desnudez de la tortura nunca perdieron la dignidad, eso les hizo fuertes y resistieron. Son los sobrevivientes.
Pero hubo quienes, sin sufrir la tortura física, sufrieron la traición y la tortura psicológica. Debieron negar su historia para sobrevivir. La sociedad entera sufrió la persecución y enfermó, hasta el extremo de no reconocer los hechos. Nadie quiere ser responsable. Unos se escudan en la Guerra Fría, otros en su debilidad de carácter y otros simplemente callan o se justifican. Países enteros, como Chile, viven en una mentira. Hoy sigue vigente la Constitución de la dictadura aprobada en 1980, en medio de la sangría humana. En otros casos, directamente se pide el perdón y se fomenta el olvido. Ahí está el peligro. Por ello es necesario mantener en alto la necesidad de justicia, de imputar a los responsables de crímenes de lesa humanidad, de acabar con la impunidad.
En definitiva, de asumir las responsabilidades políticas. Tener valentía y no escudarse en la cobardía de leyes de amnistía o perdones espurios.
Memorias. Testimonio de un soldado, escrito por el general Carlos Prats, es un libro de lectura imprescindible. Supera las 600 páginas con letra menuda. Es la historia de una vida dedicada a las fuerzas armadas, desde la juventud. El texto es la historia de un hombre que vivió con pasión cada una de sus vocaciones. La literatura, la diplomática, la política, lo familiar y sobre todo su pasión, la militar. Es un libro donde su reflejan dudas y una visión de la política chilena en tanto militar y más adelante como general en jefe de las fuerzas armadas. Sobresale el estilo literario, escritura clara y, por encima de todo, un conocimiento erudito de la historia de Chile. Es la visión de un militar constitucionalista, apegado a la legalidad y respetuoso del mandato salido de las urnas.
Pero en la lectura, hay algo que no cuadra, se destila un marcado antimarxismo y un temor al comunismo.
Ambas circunstancias marcaron su visión de Chile, al menos hasta el triunfo de la Unidad Popular. Pero en los tres años de gobierno popular cambió radicalmente su percepción. Asumió que ni comunistas ni marxistas eran enemigos de Chile. Sus elogios al presidente Allende, cuyo primer encuentro se produce a pocos días de su nombramiento en el entierro de su compañero de armas, René Schneider, asesinado en octubre de 1970, son desde luego dignos de militar cabal.
Carlos Prats amó a su pueblo y entendió que el gobierno de la Unidad Popular estaba comprometido con dicho ideal. Allí nació su lealtad con la vía chilena al socialismo y su presidente, Salvador
Allende. No escatimó elogios a la Unidad Popular, ni puso en duda el patriotismo de Luis Corvalán, secretario general del Partido Comunista chileno. Sin embargo, su educación, enmarcada en la Guerra Fría, en el discurso antisubversivo, anticomunista, de miedo y terror, le hicieron dudar. Cualquier proceso político que portase banderas rojas y declamase palabras como imperialismo, reforma agraria, nacionalizaciones o Cuba, levantaba suspicacias.
La grandeza del general Prats radica en su capacidad para desaprender, darse cuenta de la maniquea visión presentada por la doctrina de la seguridad nacional. Fue un militar, sí, pero no un golpista. Tampoco un conspirador, ni un traidor. Por consiguiente, reunía todos los requisitos para ser odiado por la derecha chilena y sus correligionarios fascistas. Ellos sí, prendidos del anticomunismo visceral, pensaban en asesinar, desestabilizar y eliminar todo aquello que oliese a democracia, no digamos socialismo.
Tras el golpe, exiliado en Buenos Aires, será asesinado cumpliendo órdenes de Pinochet.
No fue el único caso de militar constitucionalista. En América Latina han existido y existen militares que defienden una política de desarrollo democrático, participativo, popular y antiimperialista.
No cabe duda han sido una minoría, pero sus nombres resaltan como vidas ejemplares. Liber Seregni en Uruguay, Jacobo Arbenz en Guatemala, apodado «soldado del pueblo»; Edgardo Mercado Jarrín en Perú, Juan José Torres en Bolivia o el ecuatoriano Richelieu Levoyer. Todos, con trayectorias límpidas, apegadas a una carrera militar donde sobresalen sus sueños de lograr la independencia nacional, soberanía política y emancipación de los pueblos latinoamericanos.
De una generación de militares democráticos, salió, en los años ochenta del siglo xx, la propuesta de crear la Organización de Militares por la Integración y Democracia de América Latina y el Caribe (OMIDELAC). Fundada en 1986, se constituyó en la respuesta latinoamericana a la doctrina de la seguridad nacional, la injerencia de Estados Unidos y violación de los derechos humanos cometidos sus «compañeros» de armas. Su programa actual incluye el principio de no intervención y la necesidad de lograr el desarrollo económico con justicia social, en paz y estabilidad democrática.
Muchos de ellos han sufrido atentados, otros han sido torturados, asesinados, vilipendiados y separados de las filas. No por ello han dejado de batallar. Son soldados demócratas que denunciaron las torturas, que alzaron la voz para evitar los golpes de Estado, que acudieron a las familias para informar sobre los detenidos y prestaron auxilio a las víctimas.
Sí, hay otros militares. Pero sus historias se han invisibilizado. Existe una deuda con ellos. ¿Cómo entender el envío de las cartas del general de la fuerza aérea, Alberto Arturo Bachelet, muerto en la tortura, remitidas a su mujer por alguno de sus custodios? En medio de las sesiones de tortura, hubo soldados que se revelaron, pagaron su osadía. Serían igualmente torturados y expulsados de sus filas.
En la sociedad civil nos encontramos con estadistas, políticos honestos, cuya utopía democrática ha sido servir al país bajo las banderas de la autodeterminación, la soberanía y el anticapitalismo.
Cuando han gobernado, las clases populares han sido las grandes protagonistas, impulsando la cultura, las letras, las artes y la dignidad emana de hombres y mujeres. Los programas de salud, educación, construcción de viviendas, trabajo digno, la identidad del pueblo, fueron reforzados. Los nombres sobran. También han sido víctimas y están sometidos a campañas de acoso y derribo. Han sufrido conspiraciones, atentados y, en algunos casos, han sido asesinados.
Vendepatrias han urdido las acciones desestabilizadoras para evitar el avance social de los pueblos de «Nuestra América».
Coaligados con militares golpistas, llenos de odio, inquina y sobretodo anticomunismo, han emprendido golpes de Estado, frenando las aspiraciones de democracia y libertad de millones de ciudadanos que claman por ella. Las fuerzas armadas, salvo excepciones, no han estado a la altura de su cometido. Han preferido una posición subordinada y ser la mano ejecutora de las empresas transnacionales, los grupos económicos plutocráticos y las oligarquías terratenientes. Hoy ocupan un lugar secundario en el reparto, pero no por ello han dejado de mantener su ideología anticomunista. Se siguen considerando salvadores de la patria, pero lo hacen en conversaciones privadas, bajo cuerda. De vez en cuando se escapa algún desliz. Pero conspiran y se sienten seguros con sus aliados naturales. Saben que no sufrirán bajas. La prueba de fuego, muchos de quienes empuñaron las armas contra el pueblo, siendo jóvenes oficiales, hoy son capitanes generales, coroneles o generales de estado mayor. Los enemigos están entre nosotros, señalaba Fidel Castro, en su viaje a Chile, teniendo como edecán a un tal Augusto Pinochet. Los golpes de Estado se han reestructurado en el siglo xxi. Presentan otra cara, más «amable», sin tanta parafernalia castrense. Sin embargo, fracasarían si tras ellos no existiese el beneplácito de las fuerzas armadas.
Son un poder fáctico. El nuevo golpismo está en marcha y en muchos países ha triunfado. No solo en América Latina, en Europa, Asia, África y Oceanía.
Si la finalidad de los golpes es torcer la voluntad de un pueblo, suprimir derechos y libertades, recibir órdenes del exterior y asumir los postulados de organismos internacionales, bancos, troikas, trasnacionales y del complejo industrial-militar, sin rechistar, el golpe constitucional triunfa sin disparar un solo tiro. Ese es el peligro al que nos enfrentamos. Desenmascararlos es labor de todos aquellos que se sientan comprometidos con la libertad, la justicia social, la democracia y el socialismo.
Publicado el 30 de septiembre de 2013