Santiago del Chile. Aunque según las crónicas, los primeros europeos que llegaron a América trataron de convencer a sus habitantes que “el principio fue el verbo”, esta historia empezó con silencio. Como el petróleo de hoy, el oro de ayer definía sus prioridades, y las bocas de las víctimas quedaron mudas frente la barbarie que todavía no tenía nombre en idiomas de estas tierras. Luego los herederos de los verdugos inventarán la prensa, cuyo trabajo consistirá en callar lo importante. El silencio mezclado con sangre llegó a ser la principal amalgama en cinco siglos de esta historia ajena, impuesta a los latinoamericanos.
La admisión a la civilización costó a los indígenas decenas de millones de vidas. Los historiadores más moderados dicen que de los 100 millones de seres humanos que habitaban el continente al momento de su “descubrimiento”, quedaron un siglo después 40 millones. Otros afirman que antes de la llegada de las carabelas de Colon, en América vivían 70 millones de indígenas y pasados cien años, ellos ya no eran más de tres y medio millones. Los terceros están convencidos que durante los primeros 130 años de la conquista fueron aniquilados no menos de un 95% de aborígenes americanos. Independientemente de quien tenga razón, hay algo fuera de discusión, la humanidad no conoce mayor genocidio que este. Para solucionar el problema de fuerza del trabajo, generado por el exterminio de los indios, traían a América esclavos africanos y de 60 millones, metidos por los negreros en las calas, vivos al destino llegaron no más de 10 millones.
Así empezaba esta historia. A las tierras conquistadas les faltó el vocablo capaz de transmitir tanto dolor. Luego hubo mucho silencio, manos ajenas, amaneceres inútiles, noches de nuevo, sueños premonitores, cataclismos de todo tipo, tiempo detenido en la espera, muertes y nacimientos. No fueron Hitler ni Stalin los que inventaron los primeros campos de concentración, ya en el siglo XIX los zoológicos humanos, donde se mostraban familias enteras de “salvajes”, fueron parte importante en las exposiciones universales de Londres y París. Si una vez la ilustrada diosa Europa salió a encontrar su felicidad montando al toro Zeus desde la festiva espuma mediterránea, a América Latina concebida en el abrazo entre el violador y su víctima, le tocó nacer de las olas donde se mezcló sangre de tres continentes. El don del habla volvía de a poco, junto con el don de la mirada. Para darse cuenta de su propia existencia ella necesitaba verse. Las palabras se hacían espejos. Uno de ellos llegó a ser este libro.