“La comida que nos daban no era comida”

Sergio de Castro Sánchez

Humberto Fuentes Arena comenzó a trabajar en la hacienda cuando tenía 8 años. “Salíamos a las 4 de la mañana –recuerda– y volvíamos ya de noche. Pero ni casa teníamos. Solamente una sombrita en donde dormir un ratito hasta volver a trabajar”, explica en un receso de la asamblea de la comunidad de El Arenal (Alto Parapetí), en la que se discuten los avances y dificultades que se dan en el proceso de saneamiento de las tierras guaraníes en la zona.

Humberto repasa un pasado que todavía es presente para muchos: “La comida que nos daban no era comida. Era agua de zapallo que no alcanzaba para los 30 ó 40 peones que éramos allí. Algunos no comían en todo el día”. Él y su familia recibían “hartísimos” castigos físicos en forma de chicotazos (latigazos), y si algún día no iban a trabajar, los tres patrones –Demócrito, Manuel y Manuelito, nombres que nunca olvidará– “venían montados a caballo haciendo tiros al aire”.

Lo que Humberto relata es algo más duro que la explotación laboral, más incluso que la violencia patronal. Se trata de esclavitud: “A mis padres, el patrón les pagaba sólo con víveres y ropa al año. Nunca conocíamos nosotros plata. Y todavía les decía que después de trabajar todo el año habían salido debiendo, por lo que había que trabajar un año más. Pero nunca se iba a poder pagar. Por eso yo tenía que escaparme. Me fui para Argentina”.

Humberto pudo dejar atrás la servidumbre y huir de la deuda, que hubiera heredado de sus padres, cuando tenía 12 años. Otros muchos no lo consiguieron. “A mi compañero (de fuga), que se llamaba Marcelino Mendoza, él patrón lo alcanzó y, enlazado, lo arrastró con el caballo. Después lo encerró toda la noche sin comer y sin beber hasta que al día siguiente lo llevó a trabajar”. Su padre, después de ser esclavizado en la hacienda hasta los 70 años, fue expulsado de ella “ya que no daba para trabajar”.

Humberto volvió a Bolivia, libre, tras pasar 12 años en el extranjero: “Luego ya nos organizamos y buscamos la manera en que hay que vivir para poder trabajar solos y no para los patrones. Ahora ya tenemos la demanda de la TCO (Tierra Comunitaria de Origen) y estamos haciendo el saneamiento de nuestras tierras”.

Esclavitud guaraní

El 28 de enero de 1892, miles de kereimbas (guerreros guaraníes), que defendían sus tierras del asedio terrateniente, fueron asesinados por el ejército republicano en la localidad de Kuruyuki (Alto Parapetí, Santa Cruz). Tras la masacre, el Ejército se repartió las tierras incluyendo a los guaraníes que vivían en ellas, que a partir de ese momento –y después de más de 300 años de resistencia– no conocieron otra vida que la de esclavos.

Tuvo que pasar mucho tiempo para que el pueblo guaraní se recuperara de la masacre de Kuruyuki. El 1987, los que no habían sido sometidos a la esclavitud fundaron la Asamblea del Pueblo Guaraní (APG). En 1994, con la finalidad de liberar a las familias cautivas de ese departamento, se crea el  Gran Consejo de Capitanes Guaraníes de Chuquisaca (CCCH) que, a través de acciones directas en las haciendas, liberó a unas 500 familias cautivas.

Es hasta el 2003 cuando las denuncias toman cierto vigor tanto a nivel nacional como internacional. Producto de ello, diversas instituciones han recorrido la zona con la intención de verificar la existencia de esclavitud. Este es el caso, por ejemplo, de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) que visitó el Chaco boliviano (que abarca parte de los departamentos de Santa Cruz, Tarija y Chuquisaca) en el 2008, encontrando “comunidades cautivas, que continúan padeciendo una situación de servidumbre análoga a la esclavitud” y cuyos integrantes “carecen de libertad de movimiento y sufren amenazas y agresiones como consecuencia del ejercicio de su libertad de asociación”. Recientemente, una misión liderada por el Foro Permanente para las Cuestiones Indígenas de la Organización de las Naciones Unidas (ONU), junto al Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD), la Organización Internacional del Trabajo (OIT), la Organización para la Alimentación y la Agricultura (FAO) y la Oficina del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos en Bolivia (ACNUDH), visitó el Chaco boliviano con la misma misión que la CIDH. Bartolomé Clavero, miembro del Foro, declaraba al finalizar la visita: “la situación es peor a la esperada”.

A pesar de todas las evidencias, el poder terrateniente niega la existencia de servidumbre en las haciendas, arguyendo que se trata de una “excusa” política del gobierno de Evo Morales para acallar las reivindicaciones autonomistas del oriente boliviano. La jerarquía eclesiástica, a través del Cardenal Julio Terrazas –enemigo acérrimo del presidente boliviano– ha negado igualmente la existencia de esclavitud al interior de las haciendas. El hecho de que el Ato Parapetí concentre el 80 por ciento de las reservas carboníferas del país tiene, sin duda, algo que ver con tales negaciones.

La lucha por la tierra en el Alto Parapetí

La lucha legal reciente del pueblo guaraní por su territorio comenzó en 1996 cuando, a la luz de la Ley INRA, varios líderes de los diferentes departamentos del Chaco boliviano solicitaron al INRA la titulación de una TCO en la zona, incluido el Alto Parapetí. La demanda, como tantas otras, quedó paralizada y no es hasta nueve años después que se retoma el proceso.

El 28 de noviembre de 2007, con la LRC ya en vigor, el Gobierno aprueba un Decreto que busca distribuir 450.000 hectáreas de Chuquisaca entre 500 familias guaraníes. Un mes antes, el INRA admite a trámite la demanda de la TCO Guaraní Alto Parapetí de 203.352 hectáreas solicitada el 14 de julio de 2007 por la Capitanía del Alto Parapetí y la Asamblea del Pueblo Guaraní. El 26 de febrero se emite la Resolución de Inicio de Procedimiento disponiendo que brigadas técnicas comiencen a recolectar información en campo. A partir de ese momento, comienza la ofensiva de los terratenientes.

A los llamados de “resistencia civil” por parte del prefecto de Santa Cruz, Rubén Costas, se le sumaron amenazas de muerte a quienes entraran en la zona de saneamiento y a los propios cautivos. Después, se pasó a la acción.

El 29 de febrero de 2008, una comisión del INRA, encabezada por el viceministro de Tierras Alejandro Almaraz y el director Nacional del INRA Juan Carlos Rojas, fue atacada por un grupo de 25 personas cuando se dirigía a la comunidad de  Iviyeka para supervisar el inicio del saneamiento en Alto Parapetí. Ronald Larsen, dueño de más de 50 mil hectáreas en Santa Cruz, disparó a dos neumáticos de una camioneta gubernamental y amenazó con “ajusticiar” a los funcionarios. Una actitud que continuó el 4 de abril cuando, en el segundo intento por comenzar con el saneamiento, indígenas y funcionarios fueron agredidos por Larsen y otros hacendados. Nueve días más tarde, en la localidad de Cuevo, la violencia volvió a cebarse con un grupo de originarios que fueron agredidos salvajemente por terratenientes y ganaderos. Ese día, la periodista Tanimbu Estremadoiro fue atacada con piedras, amarrada a un poste durante más de una hora y amenazada con ser violada. La actuación de dos comunitarios le permitió salir del lugar. Su colega argentino Fernando Cola fue igualmente agredido y sólo se salvó de una brutal paliza gracias al auxilio de una familia que le ayudó a escapar. El abogado de la Asamblea del Pueblo Guaraní, Ramiro Berrios, fue también secuestrado y flagelado con un látigo en plena plaza central de Cuevo. Amenazas y acciones intimidatorias se reprodujeron a lo largo de todas esas semanas.

El proceso debió paralizarse pero, tras la aprobación del Decreto Supremo 29802, éste fue retomado.

Según José Yamangay, responsable de Tierra y Territorio de la Capitanía de Alto Parapetí, “los hacendados no permitieron el trabajo en la zona porque sabían que se iba a descubrir mucha injusticia. Por eso se organizaron y contrataron gentes extrañas para impedir el proceso, secuestrando a autoridades nacionales y a autoridades indígenas, por el simple hecho de reclamar nuestros derechos”. Y efectivamente así fue.

Hacia la libertad

Tras más de un siglo de esclavitud, el pueblo guaraní de Bolivia vive momentos históricos. Aunque tras la reducción de los escaños concedidos a las circunscripciones especiales indígenas a siete en la nueva Ley Transitoria Electoral tras las negociaciones del Gobierno con la derecha –cuando el movimiento indígena del oriente pedía 18– ha hecho que las relaciones entre ambos no pasen por su mejor momento, el proceso de saneamiento que encabeza el viceministro de Tierras, Alejandro Almaraz, está recibiendo todo el apoyo y el acuerdo del pueblo guaraní.

La falta de recursos, la complejidad del proceso y la coyuntura política no permiten pensar que no vaya a ser fácil ni inmediato. La desarticulación de un grupo de mercenarios, en el que podrían estar implicados tanto el prefecto de Santa Cruz, como el más visible de los miembros de la oligarquía cruceña, Branco Marinkovich –acusado de financiar al grupo con 250.000 dólares para la compra de armas y la realización de atentados contra Evo Morales y otros miembros de su gabinete– invitan a sospechar que el poder terrateniente seguirá tratando de impedir el proceso sea como sea.

Además, tal como señala Adalid Montaño, “la reconstitución territorial no es sólo que se devuelvan las tierras, va al ámbito humano y hay que tener presente las condiciones psicológicas de quienes han vivido como esclavos: el desconocimiento de su propia realidad, de sus derechos, la total ignorancia en que han vivido…”. Para Osvaldo Rojas, el proceso de titulación, “no solamente es dar un papel, también se les tiene que dar asistencia técnica. Hay un compromiso del Gobierno de darles tierra, pero también asistencia, de préstamos, etc. Esto está yendo lento, pero se está dando. Lo que nunca se dio en muchos años”.

El pueblo guaraní mira con esperanza lo que para Montaño supone “la posibilidad histórica de que los guaraníes vuelvan a ser lo que fueron” a partir de una “liberación” que conlleve, como señala José Yamangay, “no más sometimiento, no más servidumbre, no más injusticia, no más violencia, tener nuestro propio espacio territorial donde nosotros podamos desarrollar nuestra actividad cultural, económica y política, para demostrar como indígenas nuestra capacidad”.

Una larga historia que busca su final

Cuando en 1591 el monarca español Felipe II reconoció el derecho de las comunidades indígenas a disfrutar de sus tierras, lo hizo bajo dos condicionantes: los originarios eran simples usufructuarios de una propiedad que pertenecía exclusivamente al Estado y las necesidades de los españoles tendrían prioridad sobre las de los indígenas. Paralelamente, la Corona introducía el sistema de hacienda entregando grandes extensiones de tierra a los conquistadores, que convirtieron en esclavos a quienes las habitaban.

Con la llegada de la independencia y la República en 1825, la existencia de comunidades indígenas fue vista como un impedimento para el país en el camino del progreso y el desarrollo. Consecuentemente, su primer presidente, Simón Bolívar, buscó que aquéllas fueran absorbidas por las haciendas a través de la llamada exvinculación. Un hacendado argumentaba así en 1864 sus beneficios: “Arrancar estos terrenos de mano del indígena ignorante o atrasado, sin medios, capacidad o voluntad para cultivarlos y pasarlos a la emprendedora, activa e inteligente raza blanca, ávida de propiedades, es efectivamente la conversión más saludable en el orden social y económico de Bolivia”.

A través de la exvinculación –y al estilo del PROCEDE mexicano– las tierras comunales eran parceladas individualmente para que los indígenas pudieran “venderlas o enajenarlas”, según el Decreto de Bolívar de 1826, cuando así lo dispusieran sus dueños. Algo, sin duda, beneficioso para todos ya que, como sostenía nuestro hacendado decimonónico, “continuando [el indígena] apegado a la tierra que enajenó como propietario, la cultivará como arrendero del nuevo dueño, que siempre necesitará de él…”.

La exvinculación continuó durante buena parte del s. XIX bien a través de políticas represivas –como con el sanguinario presidente Mariano Melgarejo– o con argucias legales –como durante el gobierno de Tomás Frías– a través de las llamadas Revistas. Estas comisiones se encargaban de verificar los casos de tenencia de tierras y, en base tanto en la Ley –que permitía a las Revistas vender las tierras a su voluntad– como en el fraude y la violencia promovida por los terratenientes, provocaron la explosión del latifundismo y, consiguientemente, de la esclavitud.

Tras duplicarse en las Tierras Altas del occidente boliviano de finales del s. XIX la superficie territorial de las haciendas, el Decreto Supremo del 8 de marzo de 1900 estableció un “Territorio Nacional de Colonias” al oriente y norte del país, ampliando la política de despojo hacia las Tierras Bajas bolivianas.

Con el estallido de la Guerra del Chaco (1932–1935), los desposeídos fueron llamados a filas para defender Bolivia y su proyecto nacional frente a Paraguay. Más de 50.000 no volvieron con vida. Los que lo hicieron se encontraron con el mismo poder político y terrateniente aliado contra sus derechos. Tras ser asesinado del presidente Gualberto Villarroel en 1946 y la victoria electoral del Movimiento Nacionalista Revolucionario (MNR) en las elecciones de 1951 –no aceptada por el presidente de ese entonces, Mamerto Urriolagoitia– estalla la Revolución de 1952. El MNR –con un programa político que incluía una Reforma Agraria que acabara con el latifundio y la servidumbre– aglutina a los sectores populares que, organizados en milicias, acaban logrando la victoria. Por ese entonces, el 70% de la propiedad agraria se encontraba en manos de un 4% de la población que, además de ocupar sólo el 3% del total a actividades productivas, mantenía en cautiverio a más de un millón y medio de personas, la mitad de la población boliviana.

El Decreto Supremo 3464 –emitido el 2 de agosto de 1953 por la administración del presidente Víctor Paz Estensoro y convertido en la Ley de Reforma Agraria en 1961–, a través de la introducción del principio de “la tierra es para quien la trabaja”, supuso un importante antecedente de lo que en la actual legislación se conoce como Función Económico Social (FES). Sin embargo, y a pesar de que su finalidad explícita era la de acabar con la servidumbre y con el sistema de haciendas, el reparto de la tierra resultó desigual a lo largo de las décadas siguientes. Aunque entre 1953 y 1993 se distribuyeron algo  más de 57 millones de hectáreas, sin embargo, la pequeña propiedad y la colectiva se vieron perjudicadas en favor de la mediana propiedad y la empresa agropecuaria a la que, en manos del 2% de los propietarios, se le adjudicó el 40% de la tierra entregada.

Mientras la política agraria, el incremento demográfico y el sistema de herencia de la tierra, hizo ver surgir en Tierras Altas el minifundio e incluso el “surcofundio”, en Tierras Bajas, y con el fin de no afectar el desarrollo de las empresas agropecuarias, la Ley declaró “inafectable” al latifundio, tanto en su extensión como en su régimen laboral (léase servidumbre). Así, especialmente durante los regímenes de Jaime Paz Zamora y del dictador Hugo Bánzer, la estructura agraria en el Oriente fue transformándose en cada vez más favorable a la gran propiedad, afianzándose a su vez un poder terrateniente de carácter racista y esclavista.

Tras las fuertes movilizaciones de esa década en demanda del reconocimiento de los derechos territoriales de indígenas y campesinos, en 1996 se aprueba la Ley 1715 del Instituto Nacional de Reforma Agraria (INRA). La Ley tenía como objetivo reconducir el proceso de reforma desde la perspectiva de los pueblos indígenas para lo cual, por ejemplo, reconoció la figura de las Tierras Comunitarias de Origen (TCO), prohibiendo su venta, división o embargo. Introdujo además la exigencia de cumplimiento de la Función Económico Social (FES) de las tierras y la reversión sin indemnización de las mismas al Estado en caso de no ser observada.

La burocratización, la lentitud y los elevados costos del proceso hicieron que en 2006 apenas se hubiera avanzado en la entrega de tierras. Una década después de aprobada la Ley, menos de 200.000 hectáreas habían sido entregadas a comunidades indígenas  y campesinas.

Un indígena en la presidencia

Con la llegada de Evo Morales a la presidencia de Bolivia se inicia una nueva etapa en el proceso de lucha por la tierra y de liberación de los indígenas cautivos.

Si bien la falta de recursos, la coyuntura política –con una derecha ultraconservadora que desde el oriente trata de mantener sus privilegios, si es necesario a través de la violencia separatista– y el talante pactista del gobierno de Morales han impedido que el proceso se desarrolle tal y como algunos esperaban, el saneamiento de tierras a favor de las comunidades indígenas ha vivido un auge considerable en toda Bolivia.

La nueva Constitución Política del Estado –aprobada por referéndum el pasado 25 de enero– prohíbe el latifundio entendiendo éste como “la tenencia improductiva de la tierra; la tierra que no cumpla la función económica social; la explotación de la tierra que aplica un sistema de servidumbre, semiesclavitud o esclavitud en la relación laboral o la propiedad que sobrepasa la superficie máxima zonificada establecida en la ley” (Art. 398). En el mismo referéndum, el pueblo boliviano decidió, con un 80% de los sufragios, que esa extensión máxima fuera de 5.000 has. y no de 10.000. Una disposición que, sin embargo, no tiene carácter retroactivo tras las negociaciones que llevó a cabo el Gobierno con la oposición derechista y que modificaron buena parte de los artículos del texto aprobados en la Asamblea Constituyente. Aún así, los latifundios deberán mostrar que cumplen la FES para no ser revertidos al Estado.

Para, Adalid Montaño, responsable del programa “Territorio y Territorialidad” del Centro de Estudios Jurídicos e Investigación Social (CEJIS), –institución que está asesorando a las comunidades en el proceso de titulación de sus tierras– la LRC “da un giro de 180 grados en la línea que protegía la Ley Agraria y en la concepción que se tenía en los últimos años de la tierra como un recurso natural sujeto a la especulación”. Este giro tiene varios pilares pero, según Montaño, la “clave” está en la constatación de la Función Económico Social (FES): “La LRC ha añadido que el cumplimiento de la FES deberá ser contemplada de manera integral –lo que impide el fraude procesal– verificando si existen cabezas de ganado, infraestructura, mercados a los que llevan el producto, obreros y la constatación en terreno y bajo la supervisión del control social de que esas propiedades están cumpliendo la FES. Además, recuperadas las tierras que no cumplen la FES, deben ser redistribuidas en la modalidad del derecho comunal y no individual”.

Publicado el 01 de Octubre  de 2009

Este material periodístico es de libre acceso y reproducción. No está financiado por Nestlé ni por Monsanto. Desinformémonos no depende de ellas ni de otras como ellas, pero si de ti. Apoya el periodismo independiente. Es tuyo.

Otras noticias de  Num. Anterior   Reportajes  

Dejar una Respuesta