“Hay que darle una interpretación novedosa a los Acuerdos de San Andrés”

ENTREVISTA DE LUIS HERNÁNDEZ NAVARRO (LA JORNADA) PARA ROMPEVIENTO TV

Como parte de la “torre de Babel” que participó en los diálogos que llevaron a construir los incumplidos Acuerdos de San Andrés hace 18 años, el abogado mixteco Francisco López Bárcenas expone que la rebelión zapatista se dio en un contexto se surgimiento de los indígenas como sujetos políticos destacados.

López Bárcenas resalta el valor de los rebeldes al poner el escenario para un verdadero diálogo nacional sobre derechos de los pueblos, sin soluciones preconcebidas, y explica que el Estado sólo simuló cumplir lo pactado para no entrar en contradicción con el capital. “Ése es el sonido del mundo derrumbándose al que hacen referencia los zapatistas”, explica.

Finalmente, apunta a la batalla capitalista ubicada ahora dentro de los territorios de los pueblos para apoderarse de sus bienes, lo que obliga a reivindicar lo pactado en San Andrés Sakamch’en pero interpretado de forma novedosa a la luz de este nuevo contexto.

Contexto internacional: decadencia de los Estados nacionales

Los Acuerdos de San Andrés tienen su origen en una rebelión indígena que estalló el primero de enero de 1994, y que fue una respuesta a la entrada en vigor del Tratado de Libre Comercio (TLC). La firma del Tratado entre México, Estados Unidos y Canadá, lo mismo que las reformas constitucionales para que entrara en vigencia –como fue la del artículo 27 constitucional- implicó para México desmantelar un pacto social surgido de la revolución de 1910 y plasmado en la Constitución Política de 1917. Esta Constitución estuvo vigente por décadas y la firma del TLC  representó su desmantelamiento, es decir, una ruptura en términos políticos y sociales.

Naturalmente no fue un fenómeno privativo de México, sucedió en casi todos los países y en términos prácticos representó el desmantelamiento de los Estados Nacionales, suprimir los derechos sociales conquistados tras décadas de luchas, y cambiar las políticas sociales por unas muy individualistas, fortaleciendo el capital. Uno de los compañeros que participó en los diálogos de San Andrés lo ejemplificó diciendo: “teníamos una cobija con la cual nos tapábamos todos y de repente nos la jalan, nos dejan descobijados y entonces la gente protesta”. Eso estaba pasando en América Latina y en varios Estados.

Un año después del levantamiento zapatista, por ejemplo, el gobierno guatemalteco y la Unión Nacional Revolucionaria Guatemalteca (UNRG) firmaron los Acuerdos de Chapultepec en México como condición para arribar a la paz; esos acuerdos incluyeron derechos indígenas. Un poco antes, cuando se dio la transición en Chile y la dictadura de Augusto Pinochet cedió el poder a la Concertación Democrática, el primer presidente firmó los acuerdos de Nueva Imperial. Años atrás, en Colombia, enarbolando las demandas que Quintín Lame lanzó durante su rebelión en la región del Cauca, los colombianos llegaron a un acuerdo para modificar su Constitución Política. Con todos estos ejemplos lo que vemos es que los Estados nacionales, tal como fueron concebidos en el siglo XIX, entraron en una fase terminal porque había un nuevo actor, un nuevo sujeto político que reivindicaba derechos y espacios para ejercerlos. Este sujeto son los pueblos indígenas.

El Estado Nacional monoétnico entró en crisis y tuvo que sentarse a discutir con un nuevo actor la constitución de un Estado pluriétnico  y multicultural. Esto se dio de diferentes maneras: a través de pactos, como en Guatemala, Chile y México; otros reformaron sus constituciones, como en los casos de Colombia y Ecuador; otros, como Brasil, dejaron que fuera la iniciativa privada quien se arreglara con ellos, como si se tratara de un asunto privado y no público, lo que provocó reacciones también violentas. Lo cierto es que en casi todos los países de América Latina se buscó recomponer el Estado nacional porque el Estado monoétnico y decimonónico ya no funcionaba. Ese es parte del contexto internacional en que se firmaron los Acuerdos de San Andrés en México.

Organización indígena mexicana, corporativizada

En México la organización indígena comenzó de forma muy corporativa. Básicamente comenzó en la década de los setenta con la Asociación Nacional de Profesores Indígenas A. C. (ANPIBAC), formada por la Secretaría de Educación Pública (SEP). Otra organización fue el Concejo Nacional de Pueblos Indígenas (CNPI), al que también formó el Estado. Fueron organizaciones verticales, controladas desde el poder público, pero al paso del tiempo muchos de sus integrantes se abrieron y terminaron como verdaderos representantes de sus pueblos, mientras otros terminaron subidos al cargo institucional.

Para la década de los ochentas el panorama cambió, sobre todo porque hubo influencia de los debates que se dieron en Nicaragua en torno a la creación de las Regiones Autónomas Pluriétnicas y el discurso que se fomentó en organismos internacionales como la Organización de Naciones Unidas (ONU) y la Organización de Estados Americanos (OEA), que analizaron la pertinencia de aprobar declaraciones sobre derechos de los pueblos indígenas. En 1989 se aprobó el Convenio 169 de de la Organización Internacional del Trabajo (OIT) sobre pueblos indígenas y tribales. Algunas organizaciones recogieron todos estos debates y los incorporaron a sus demandas políticas. Si embargo, la acción de las organizaciones indígenas era muy marginal, tanto a nivel de movimientos como a nivel de propuesta porque casi nadie entendía lo étnico.

Una de las organizaciones que mas impulsó el debate, recuperando el modelo nicaragüense, fue la Central Independiente de Obreros Agrícolas y Campesinos (CIOAC) sobre todo en Chiapas. Después formaron el Frente independiente de Pueblos Indios (FIPI), que sigue impulsando estos derechos, y al final constituyeron la Asamblea Nacional Indígena por la Autonomía (ANIPA). Impulsaron muchos debates por diversos estados del país pero finalmente su propuesta no prosperó porque viniendo de una experiencia externa, no respondió a la realidad concreta de México.

Hubo otros movimientos que trajeron otro tipo de propuestas, más de base, como los de Oaxaca, algunos de Michoacán y una parte de los de Guerrero. Reivindicaron más la comunidad porque buscaban respuestas a la realidad que vivían diariamente. Este debate se dio en San Andrés Larrainzar durante el proceso de diálogo.

A nivel de reconocimiento de derechos indígenas, estaba la reforma al artículo 4 de la Constitución Federal, que en 1992 impulsó el gobierno federal para festejar los quinientos años de la llegada de los españoles al continente -que el movimiento indígena denunció como una invasión. Esa reforma, aunque reconoció la existencia de los pueblos indígenas, lo hizo sólo como parte de la composición pluricultural de la nación, no como sujetos de derecho. Existían otras disposiciones legales, sobre todo en cuanto a acceso a la justicia ante tribunales estatales, permitiendo la participación de traductores y que se tomaran en cuenta los usos y costumbres. No había más.

El zapatismo cambió el horizonte a los pueblos indígenas

Si recordamos la Primera Declaración de la Selva lacandona, nos damos cuenta de que los zapatistas rebeldes reivindicaron a los indígenas pero no era su demanda central: “Somos producto de 500 años de resistencia”, comenzaba la declaración. Era evidente que se refería al comienzo del colonialismo español y los colonialismos subsecuentes. Después no había más desarrollo de esta situación.  En el inter, los movimientos indígenas dijeron: “nosotros como indios tenemos estas reivindicaciones”. Entonces sucedió un fenómeno interesante, donde unos y otros, rebeldes y movimientos, aprendieron unos de otros hasta poner en el centro del debate nacional los derechos de los pueblos indígenas.

El zapatismo cambió los horizontes del movimiento indígena. Sólo hay que recordar que en muchos municipios constitucionales de Oaxaca los cabildos hicieron declaraciones públicas apoyando el levantamiento zapatista, una cosa inaudita en ese momento. En el estado de Guerrero se iniciaron marchas hacía la ciudad de México apoyando a la rebelión zapatista.

La rebelión despertó expectativas entre los pueblos indígenas, igual que entre el resto de la sociedad: todos vimos que sus demandas eran justas, que era lo que se necesitaba, que era lo que queríamos, pero sólo ellos se atrevieron a levantarse en armas para lograrlo.

Los zapatistas pusieron el espacio para la discusión

Después de doce días de choque armado con el ejército federal, se dio una gran movilización popular para detener la guerra y el gobierno federal se vio obligado a decretar un cese al fuego, al que siguió una Ley de Amnistía para todos aquellos que depusieran las armas -que nadie atendió. En ese periodo se dieron los primeros acercamientos para un primer diálogo entre las partes. Manuel Camacho Solís fue nombrado representante del gobierno federal y como tal, lo representó frente a la delegación zapatista en los diálogos de Catedral. De esos diálogos surgieron unos acuerdos preliminares que los zapatistas llevaron a consulta con sus bases. Éstas los rechazaron porque no les satisfizo lo acordado, ya que no atendía lo central de los derechos de los pueblos indígenas.

Para esa etapa, el zapatismo ya comenzaba a tener influencias externas. Hubo un documento público de los mapuche, en Chile, donde observaron que en las demandas zapatistas estaban ausentes los territorios, demanda fundamental dentro de los derechos indígenas. Hubo también una carta de Oaxaca que se llamaba “No todo lo que brilla es oro”, que cuestionó mucho de lo acordado. Eso pesó en ellos y  dijeron, por ahí no es la cosa.

Como los pueblos rechazaron los acuerdos preliminares el diálogo se rompió. Eso fue en junio de 1994; después los zapatistas convocaron a la Convención Nacional Democrática y posteriormente comenzó una efervescencia social. Así llegamos hasta febrero de 1995; ya no estaba Salinas en el gobierno, sino Ernesto Zedillo, quien decidió traicionar a los zapatistas. Envió a Chiapas al secretario de gobernación, Esteban Moctezuma, para reunirse con los zapatistas, pero estos se enteraron de que era una celada para detener a la dirigencia de la rebelión y se retiraron a tiempo; cuando llegó el ejército y ya no estaban.

Después vino la incursión del ejército en el territorio zapatista. El Congreso de la Unión emitió la Ley de Concordia y Pacificación, que obliga a las partes a dialogar para llegar a acuerdos que resuelvan el conflicto y arribar a una paz digna. En esta nueva situación, los rebeldes y el ejército acordaron establecer mesas de diálogo. Se pactaron reglas de procedimiento y una agenda de temas, donde el primero fueron los derechos y la cultura indígena. El gobierno reconoció a la Comisión de Concordia y Pacificación (COCOPA) como mediadora y a la Comisión Nacional de Intermediación (CONAI) como coadyuvante.

Los diálogos comenzaron en octubre de 1995. La primera mesa fue la de derechos y cultura indígena y tuvo tres fases: una donde todas las partes podían hacer las aportaciones que consideraran pertinentes. Las partes, es decir, el Ejército Zapatista de Liberación Nacional y el Gobierno Federal, acordaron la participación de asesores e invitados. Los asesores e invitados fuimos personas que los zapatistas y el gobierno propusieron para que formulásemos temas que alimentaran el diálogo sobre derechos y cultura indígena. Pero los zapatistas buscaban más que eso.

La primera vez que fuimos a la comunidad de La Realidad, que una persona dijo: “me invitaron como asesor y ya estoy aquí, dígame qué tengo que hacer”. Y la Comandancia le respondió: “pues no sabemos qué pueda hacer, la verdad, porque ni nosotros lo conocemos ni usted nos conoce. Mejor júntense con sus compañeros y pónganse de acuerdo sobre lo que hay que proponerle al gobierno”. Ese era el asunto. Los zapatistas querían que armáramos la propuesta que ellos defenderían en la mesa de negociaciones y su actitud tenía lógica, en el sentido de que se habían dado esas críticas a los acuerdos que surgieron de los diálogos de Catedral.

Los zapatistas pusieron el espacio para la discusión y para armar el debate. Esa es una actitud que hay que valorar mucho. Se trató de un proceso inédito, no sé si en América Latina, pero por lo menos en México, desde que los españoles llegaron a este lugar. Es un valor de los diálogos que hay que reconocer, porque lo que nos dijeron fue que los asuntos nacionales se deben discutir de frente a la nación y sin que nadie diga de antemano “ya traemos pactado lo que se debe hacer”.

Los zapatistas invitaron a dirigentes, indígenas, antropólogos y comunicadores, pero sobre todo a muchas autoridades municipales, comunales y líderes de organizaciones.

La mesa de negociaciones se organizó en tres fases. En la primera hubo participación de todos los invitados y asesores, que eran miembros de organizaciones y autoridades, igual que del lado de los zapatistas, con lo cual sucedió una cosa muy interesante: que los invitados y asesores de ambas partes nos entendimos muy bien.

En la segunda etapa, donde ya se analizaron las propuestas, organizadas en coincidencias o divergencias -y entre éstas, las que se podían discutir y las que eran insalvables-, el gobierno retiró a sus primeros asesores e invitados y llevó a ganaderos y comerciantes de Chiapas, incluso sacó al Instituto Nacional Indigenista, la institución oficial del gobierno para atender a los pueblos indígenas, porque sus delegados coincidían en gran parte con las propuestas de los asesores e invitados del zapatismo.

El tema central a discutir fue  la autonomía, que a la luz de los años quedó muy claro que es la posibilidad de que los pueblos recuperen la capacidad que tienen para decidir su vida presente y futura. La otra mesa fue derecho y justicia (fue en la que yo participé, una mesa que compartí con el compañero Ricardo Robles Ronco, con el compañero Yaotzin Domínguez y con el comandante Zebedeo; estuvimos ahí soportando las provocaciones del gobierno). Hubo otra mesa sobre comunicación, otra sobre cultura y una final  sobre representación política. Eran los temas centrales y los zapatistas no se los inventaron, seguramente se informaron antes de pactarlos.

Una preocupación que hubo en todos fue cómo evitar que con tanta gente –hubo como seiscientas personas, entre asesores e invitados- se convirtiera en una torre de babel donde nadie se entendiera. La preocupación aumentaba cuando porque había gente que durante años no se habló porque sostenía posturas distintas sobre los mismos temas. Pero fue muy interesante ver la manera en que se armó la discusión, porque hubo un gran espacio en donde podían ir todos y exponer libremente lo que pensaban; estas propuestas pasaban a una comisión encargada de sistematizarla y esos productos llegaban a la mesa con los compañeros que negociaban con la delegación gubernamental. Hubo algunos inconformes que hacían llegar sus propuestas particulares, pero fueron pocos. En general hubo bastante cordura y tolerancia entre todos. Fue un debate muy rico.

Lo central está en los acuerdos firmados entre las partes: necesitamos un nuevo Estado, una nueva relación con los pueblos, el Estado y la sociedad, reconocer nuevos derechos colectivos a los pueblos indígenas y nuevas políticas para su ejercicio. Estos compromisos se encuentran en el primer documento de los tres que componen los Acuerdos sobre Derechos y Cultura Indígenas, que se conocen como Acuerdos de San Andrés. El primero de esos documentos es un pronunciamiento sobre la situación de los pueblos indígenas, el segundo los compromisos para cambiar la situación y el tercero compromisos sobre Chiapas.

Las razones verdaderas para no cumplir los Acuerdos

El gobierno no cumplió con los Acuerdos. En el 2001 hubo una reforma constitucional que buscaba cumplirlos pero al final de apartó de ellos. Los pueblos indígenas se inconformaron, fueron a la Suprema Corte de Justicia de la Nación a pedir su intervención para que se respetaran derechos ya reconocidos, como los que regula el Convenio 169 de la OIT, pero la Corte dijo que como se trataba de una reforma constitucional, no podía hacer nada. Todos los poderes del Estado dieron la espalda a los pueblos indígenas, y entonces estos, a través del Congreso Nacional Indígena, acordaron construir autonomías de hecho. Lo mismo hicieron los zapatistas.

En la movilización silenciosa de los zapatistas de 2012, después años de silencio, cuando dijeron -refiriéndose  a todos los problemas que enfrenta el Estado nacional-: “es el sonido de su mundo derrumbándose, es el del nuestro resurgiendo”, se refieren a que el Estado, al no cumplir los Acuerdos, no sólo violó la ley que lo obligaba a llegar a acuerdos para resolver las causas que dieron origen a la rebelión, sino que desperdició su oportunidad de atender los problemas nacionales y evitarse muchos conflictos.

La pregunta que hay que hacerse es ¿por qué el Estado no cumplió? Eso es lo importante de entender, porque es el “ruido de su mundo derrumbándose” al que hacen referencia los zapatistas. Desde mi punto de vista, el gobierno no respetó los acuerdos porque modificar el Estado implicaba que la clase política entrara en conflicto con el capital; en otras palabras, existe una fuerte contradicción entre los derechos de los pueblos indígenas y las políticas del capital neoliberal. En este momento el mundo se enfrenta a estas dos posturas, por un lado la voracidad de las empresas transnacionales y por otro la necesidad de los pueblos indígenas de seguir queriendo ser pueblos.

El trasfondo es que el capital entró en una etapa terminal, que no quiere decir que  se va a terminar mañana, sino que ya no tiene reversa. Esto sucedió porque el capitalismo produjo tanto que ya no hay quién consuma, pero su razón de ser es la producción. Ese es su dilema: dejar de producir o generar formas para que se consuma lo que se produce. Y no puede hacer ninguna de las dos cosas porque su razón de ser es producir y pagar lo menos posible por la fuerza de trabajo. Entonces, la salida que encontraron es cosificar bienes que ni siquiera la burguesía del siglo XIX,  cuando se establecieron las bases de los actuales Estados, se atrevió a hacer.

En los códigos civiles actuales todavía hay bienes que no se pueden privatizar porque son necesarios para la supervivencia, como el agua y el aire, pero las nuevas leyes neoliberales ya permiten convertirlas en cosas. Ahí es donde entran los pueblos indígenas, porque estos bienes están en sus territorios. Cuando los pueblos demandan derechos territoriales se refieren a eso, y cuando el capital dice que no los reconoce, se refiere a que se los va a llevar a cualquier costo. Ése es el gran dilema que tenemos ahorita, y es el gran ruido al que se refieren los zapatistas.

En las luchas de los pueblos indígenas en México y América latina, su eje central es la defensa del territorio, la defensa del agua, de los bosques y de sus espacios de reproducción porque el capital quiere acabar con ellos.

La clase política dice que en el 2001 se legislaron los derechos de los pueblos indios y cumplieron los Acuerdos de San Andrés, pero el gran problema es que toda esa legislación es una simulación porque no atiende a lo pactado. Los Acuerdos de San Andrés dicen “reformar el Estado”, refundar el Estado, reconocer a los indígenas como sujetos de derecho, reconocer su autonomía, y señala una serie de elementos que constituyen su autonomía: derechos sociales, pluralidad, sustentabilidad. Eso se olvidó en la reforma del 2001 y las que le siguieron, porque se han hecho muchísimas más en las leyes federales y las de los estados de la República. Son leyes hechas para simular que se cumple, pero que en el fondo no se puede cumplir por una razón: su diseño no corresponde a la naturaleza de los derechos que busca regular, además de que no se reformaron las instituciones para darles facultades que les permitan cumplirlas.

Para muestra, un ejemplo. La legislación dice que los pueblos indígenas tienen derecho a revitalizar su lengua, lo cual nadie duda. Pero no es una declaración de ese tipo lo que se necesita, sino decir cómo se va a transformar el Estado para que sea posible, qué garantías hay de que se podrá hacer uso público de ellas, qué van a hacer las instituciones estatales para que esto sea posible, qué participación van a tener los indígenas en ella. Y lo mismo sucede con la Comisión Nacional para el Desarrollo de los Pueblos Indígenas, que opera programas sin tener facultades para ello, lo que le permite usarlos como forma de control y tener una clientela cautiva con la cual justificar que atiende a los indígenas.

Al no cumplirse los Acuerdos de San Andrés, no se reformó el Estado, no se ha reconocido a los pueblos indígenas como sujetos de derecho y lo que tenemos es un problema entre los pueblos indígenas que quieren seguir siendo pueblos y un Estado permisivo que ha hecho todo lo posible para que el capital transnacional tenga los condiciones que le permitan apropiarse de los bienes que los pueblos quieren cuidar.

En estas condiciones, la demanda de que los Acuerdos de San Andrés se cumplan sigue viva. Lo que hay que ver también es el nuevo contexto, porque muchas cosas han cambiado en el mundo y en México. Las nuevas circunstancias obligan a dar una interpretación novedosa a dichos acuerdos.

Publicado el 17 de febrero de 2014

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