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Valle de San Benito, California. Cada año, cuando llega la primavera, las familias toman su camioneta en el Valle de Río Grande, Texas, o en el Valle de Río Salado, Arizona, y se dirigen a Hollister. Por generaciones, familias han migrado anualmente para conseguir trabajo en la enlatadora San Benito Foods; o para trabajar con las máquinas que enlatan ahí mismo en los campos locales de jitomate.
Este año, dicen Harley y Emilio Delgado, el trabajo fue muy lento.
“La semana pasada pizcamos duraznos. Es el clima, ha llovido mucho y no hace calor”, dice Harley. Ambos viven en el campo de trabajadores migrantes, instalado al sur del pueblo en los años 40, para albergar la mano de obra que necesitaban los rancheros locales. Actualmente, una parte del campamento consiste en tráileres, y otra parte son edificios construidos después de la guerra.
Cada sábado, Israel Bañuelos saca su camioneta del estacionamiento ubicado al otro lado de Hollister, detrás de la bodega que alberga al banco de comida del condado. La camioneta va llena de comida, y el campamento es su primera parada. Los hermanos Delgado están entre toda la gente que se forma.
Una de las grandes contradicciones de la pobreza en Estados Unidos es que la gente que pasa su vida produciendo la comida que consumen millones en las ciudades de todo el país, es la gente que normalmente no tiene para comer.
En el campo de los migrantes, los jornaleros agrícolas y de las enlatadoras necesitan la camioneta de la comida en parte porque su trabajo es lento. “Incluso cuando ya no hay trabajo, quedan muchas familias que esperan las bolsas de la comida”, dice Bañuelos, “a veces hay más personas de las que hay hoy. La gente realmente lo necesita. No sé qué harían si no vinieran cada semana. Siento que hago algo importante, que les ayudo a sobrevivir”.
El condado de San Benito está justo al sur del Valle del Silicon. Conforme se va hacia el sur, las grandes plantas de electrónicos y los complejos en desarrollo de sus empleados van desapareciendo gradualmente. En su lugar aparecen campos de lechuga y tomate, así como árboles de durazno y nueces.
Algo más también cambia
Conforme las comunidades se vuelven más rurales, y los jornaleros se multiplican, la gente empobrece. En el 2009, el promedio de ingreso anual en el condado de Santa Clara –donde está el Valle del Silicon– fue de 94 mil 715 dólares. El Valle del Silicon tiene su propia pobreza-no-tan-escondida, sin embargo, el nivel de vida urbana, especialmente en el centro de la industria hi-tech, es mucho más alto que el del condado San Benito. En éste último, el ingreso promedio en el 2009 era de una tercera parte de lo que se gana en el Valle del Silicón, es decir, 37 mil 623 dólares. En abril del 2010, cuando la recesión llevó el desempleo estatal hasta el 12 por ciento, el índice en Santa Clara fue del 10 punto tres por ciento, mientras que el de San Benito fue exactamente el doble: 20 punto seis por ciento.
Cuando el banco comunal de comida del condado de San Benito abrió hace 20 años, como despensa comunitaria, daba servicio a 35 familias. El año pasado entregó semanalmente mil 750 bolsas a cinco mil personas. La mitad eran niños, muchos provenientes de familias que trabajan en los campos.
Cuando la camioneta sale del campo de migrantes se dirige de vuelta al pueblo, a los apartamentos Rancho. Estas casas subsidiadas fueron construidas tras los cambios políticos que causó el movimiento de jornaleros entre 1960-1970.
Durante esos años, en las alturas del sindicato de trabajadores agrícolas unidos, Hollister era un punto clave del sindicato. José Luna (conocido en inglés como Joe Moon), era un trabajador agrícola bajito y modesto, que se convirtió en el mejor organizador del sindicato. Llegó a Hollister a finales de 1960, y organizó a miles de recolectores de uvas en lo que llegó a ser la más grande compañía vinícola del mundo: Viñedos Almaden. Cuando Luna se fue, su legado no era sólo un contrato, sino un sindicato gestionado por sus propios integrantes.
Cada septiembre, cuando comienza la vendimia de la uva en los campos de Paicines, a media hora hacia el sur, cientos de hombres y mujeres se dirigen a la pequeña oficina del sindicato, ubicada en la Segunda calle de Hollister. Ahí, el comité del rancho, normalmente encabezado por Roberto San Román, envía a los trabajadores a los campos. La oficina era administrada por trabajadores. El contrato del sindicato impulsó tarifas a destajo. Así, una familia trabajando en la temporada de nueve semanas en Almaden podría ganar lo suficiente como para volver a Texas y Arizona y salir adelante durante el tiempo muerto del invierno, mientras llegaba la primavera.
Actualmente los viñedos en Paicines son tan grandes como siempre, pero los viñedos Almaden son apenas un recuerdo. La compañía despareció en 1980. En el lugar de trabajo del sindicato, contratistas contratan a trabajadores para la vendimia. Las tarifas a destajo cayeron. La mayoría de los trabajadores de hoy día eran niños cuando cerró la oficina del sindicato. Sólo algunos hombres mayores que recogen bolsas de comida en el campo de migrantes, como Julio Cervantes o José Manzo, son los suficientemente viejos como para recordar. La mayoría no lo son. Aun cuando el resurgimiento del poder latino, el cual inició el sindicato, es responsable por las casas en lugares como los apartamentos Rancho, la gente joven que recoge las bolsas de comida no tiene forma de recordarlo.
El banco de comida se preocupa por esos niños
“Cuando los jóvenes sólo tienen fideos, pan o galletas para cenar, como muchos acá, no van bien en la escuela”, dice el sitio de internet. “Así es como muchas familias en pobreza viven ahora, confiando en una dieta basada en carbohidratos, que llena pero es pobre nutricionalmente.” Las bolsas de comida contienen pan, incluso panqués, pero también llevan lechuga, naranjas y alimentos que no provocan la obesidad infantil. Cuando la camioneta de Bañuelos está vacía, regresa a la bodega.
Una parte distinta de historia
En la tarde, cuando la camioneta sale de nuevo, esta vez para encontrar a la gente sin casa, quienes viven bajo los árboles, cerca de las vías o en alguna colina que mira hacia el centro. Los hombres viejos que toman las bolsas no provienen de familias de jornaleros agrícolas. La conversación que tiene mientras esperan la comida devela una parte distinta de la historia de la clase trabajadora del condado de San Benito.
Peewee Rabello es uno de los primeros en la fila. “Mi hijo Manuel”, declara, “maneja un gran camión, y su hijo, también llamado Manuel, ha comenzado a manejar. Llevamos diez generaciones de Manueles en nuestra familia, y todos han sido conductores de camiones. Tengo una foto de mi tatarabuelo, ya olvidé cuántos “tátara” hay, y está a un lado del primer modelo de camones T, con plataforma detrás”. Además de choferes, la familia Rabello también ha trabajado en la principal empresa del condado por muchos años, la mina. Lo mismo la familia de Gene Castro, amigo de Rabello, quien permanece detrás de él en la fila. La Nueva compañía minera Idria Qulcksilver operó durante un siglo la segunda mina más grande de mercurio en el país en Nueva Idria, y cerró definitivamente en 1972. En su época más fuerte contrató a cientos de mineros.
“Mi tatarabuela era ciega”, recuerda Rabello, “pero comenzó a trabajar en la mina como cocinera y lavaba las ropas de los mineros. Me asombra cómo podía hacer todo eso, pero en aquellos tiempos era lo único que podía haber hecho para ayudarse. Cuando era pequeño me tomaba de la mano y me ayudaba a cruzar la calle. Nunca tuve miedo. Ella sabía cuándo venían carros, supongo que los escuchaba”.
Actualmente la mina es un fantasma en las colinas del sur de los Paicines, entre los valles de Salinas y San Joaquín. La mitad de sus edificios abandonados se incendiaron hace algunos años. Está en la lista del súper fondo EPA porque las aguas contaminadas con mercurio provenientes de los pozos cerrados se filtraron al arroyo San Carlos, de ahí se fueron al río San Joaquín y luego a la Bahía de San Francisco. Además de esto, piedras de Nueva Idria contienen muchos restos de fibras cortas de asbesto.
Las familias Rabello y Castro, como la de otros mineros, deben haber padecido muchas enfermedades en esos cien años. El mercurio es un veneno, y provoca daños al sistema nervioso. Trabajadores que han tenido contacto con el asbesto contraen el mesotelioma, un cáncer de pulmón, doloroso y mortal.
Los descendientes de esas familias de mineros, como Peewee y Gene, no tienen casa ni trabajo, y muchas veces no tienen qué comer. Cuando la camioneta viene cada sábado, dependen de lo que contenga la bolsa para sobrellevar la situación por los próximos siete días.
Rabello no recibe la bolsa de forma pasiva. Abre su cartera y saca una por una cartas cuidadosamente dobladas. En pequeños y concisos textos demanda que los congresistas y otros oficiales locales voten un programa nacional de salud.
“Necesitamos algún tipo de medicina social” dice Rabello, “para que la gente pobre pueda acceder a ella”.
Él sabe que estos son días de cortes presupuestales, pero eso no lo perturba. “Voy a seguir escribiendo”, dice, “no importa lo que me tome.”
De la misma cartera saca la tarjeta de los ministerios de camioneros, “rezo también por ello”, dice él.
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