De la mala educación a la revuelta social en Chile

Marcelo Zamora

Santiago y Valparaíso, Chile. Este ha sido un duro invierno para los chilenos: frío, húmedo y sobre todo vertiginoso, como no se veía desde los legendarios tiempos del régimen militar. No puede ser de otra forma, ya que tarde o temprano la historia pasa la cuenta y la caja de pandora acaba por soltar sus cerrojos.

En este 2011 el alma profunda se nos ha tensionado, esputando lo más noble y lo más decadente de nuestra humanidad. Es la falla geológica de la placa continental desde donde se nos escapan con fuego las vísceras profundas hace rato contenidas.

Como dice un viejo amigo, medio en broma, medio en serio, son los muchachos nacidos en la última gran refriega social y política contra la dictadura, en la segunda mitad de los ochenta, quienes han reencarnado los grandes temas para Chile: son aquellos últimos muertos, torturados, apaleados y decepcionados (moribundos vivientes) que nos devolvieron la democracia, los que al parecer se posesionan históricamente en estos preciosos y preciosas que a sus más o menos 20 años de edad, le pierden el respeto a la represión y dan la partida para una larga y fundamental lucha por la democracia política, social y económica: de entrada “la educación”, ya que ellos y ellas saben que sin bencina no hay movimiento en la ruta del futuro y la tensión entre conocimiento y sabiduría los hizo estallar, pues no bastan las migajas de matemática y geografía. Hoy es todo o nada.

En efecto, entre el retorno a la democracia en 1990 y el bicentenario (2010), la mentada “transición política” dio para todo: excusas, acomodos y reiteradas “razones de Estado”. Epítetos y eufemismos que han servido para pasar por altos inmoralidades, componendas diversas y sometimiento: esto fue la llamada “democracia de los consensos”, en la cual se desmanteló relativamente el proyecto pinochetista de “democracia protegida o tutelada” (por la derecha y los militares) transformándolo en un hibrido, donde lo fundamental para las fuerzas progresistas era avanzar “en la medida de lo posible”, y donde al decir de un conocido sociólogo chileno, se funcionó con fuertes “enclaves autoritarios”, pero sin grandes sobresaltos. De la noche obscura de la dictadura al crepúsculo gris del tutelaje solapado de los militares y el capital (nacional e internacional).

Los 20 años de gobierno de la coalición llamada Concertación de Partidos por la Democracia se desarrollaron en el marco legal de un sistema de partidos conocido como “binominal”, el cual privilegia fuertemente la existencia de dos grandes bloques o coaliciones, potenciando exageradamente las segundas fuerzas políticas, sobre representándolas, tanto en el ámbito global de actuación, así como en la elección específica en el Congreso Nacional: las dos principales listas parlamentarias eligen a sus postulantes más votados, es decir las dos primeras mayorías, aunque los segundos votados de una y otra tengan más votos que el ganador de la otra lista (sólo pueden ser electos los dos candidatos de una misma lista, rompiendo el status quo, si estos “doblan” la cantidad de votos de la otra lista, situación muy difícil y excepcional). De esta forma el régimen militar y sus aliados (la derecha que lo sustentó y en buena parte lo compuso) se han asegurado prácticamente la mitad del parlamento en ambas cámaras (Senado y Cámara de Diputados). Esta es una de las fundamentales “Leyes de Amarre” que han sustentado el modelo actual.

El binominalismo llevó a la Concertación a disminuir de los más de diez partidos originales que derrotaron (débilmente) a Pinochet en 1988, a tan sólo cuatro gatos flacos que en hartas ocasiones se han mantenido juntos ya que saben que fuera del oasis de la coalición, el sistema de partidos prácticamente no les permitiría existir en las actuales condiciones de poder.

La Alianza por Chile, segunda mayoría, privilegiada por el “binominal”, ha estado compuesta por la derecha tradicional, la que antes del golpe militar de 1973 se había desangrado electoralmente (desde los años cincuenta) de forma sistemática, al perder sus bastiones electorales en el mundo campesino, donde antaño los “patrones de fundo” tenían un endiosado poder sobre las personas (una de las varias causas del “golpe” ); los militares, con Augusto Pinochet como su máxima y más fina expresión; y las nuevas generaciones de economistas, muchos de ellos formados en las aulas de la Escuela de Economía de la Universidad de Chicago (Chicagos Boys), desde donde se impulsó el modelo neoliberal, muy bien implementado en este país desde la última fase del régimen pinochetista en la segunda mitad de los ochenta.

En este marco de participación restringida, con algunas grotescas amenazas por parte de las Fuerzas Armadas y de Orden (con teatrales ejercicios armados de amedrentamiento como el episodio donde al hijo de Pinochet le fueron comprobados ilícitos con cheques de dineros fiscales) los grandes temas de Chile se estancaron o avanzaron lentamente sin la coherencia que sólo les puede dar la participación ciudadana, opinante, cuestionadora, informada y con capacidad de decidir sobre su propio futuro: en definitiva, las decisiones respecto a cómo se quiere producir, educarse, salvaguardar la salud y participar en la vida cívica. El resultado ha sido un sistema hibrido que concentra el capital en unas pocas familias (de los más desigualmente extremos del planeta), los medios de comunicación en otras tantas, ligadas a las anteriores (o derechamente las mismas), y una élite política cada vez más estrecha y de escasa representación (producto del binominal y el oportunismo personal de tantos). En una economía abierta de par en par al mercado internacional.

Hemos llegado a este 2011 en esta revuelta que nos apareció de debajo de la cama, con actores ninguneados, ridiculizados y amenazados (“manga de inútiles subversivos” los llamó el presidente del partido de Piñera), quienes tomaron la vanguardia movilizando a buena parte de la sociedad chilena en una situación que estalla por todos lados, que nos tiene mirando a todas partes y nuevamente soñando más allá de “lo posible”. El tema eje es la educación y tiene características muy singulares que acabaron por saturar a sus protagonistas: los estudiantes de enseñanza media (secundaria) y los universitarios, con una poderosa aprobación y apoyo del resto de la sociedad, fundamentalmente sus padres y los millones de frustrados que no pudieron “gastar” para educarse. Los chilenos sabemos que la gran oportunidad de movilidad social en un país subdesarrollado está en los estudios de calidad.

Luego de observar como ajeno el movimiento estudiantil y sus avances (que se convirtió en una avalancha), la ciudadanía terminó mirando sus propias deudas financieras y frustraciones, proporcionales las unas con las otras. Entonces el sistema de vigencia y justificaciones de “lo posible” comenzó a desmoronarse, embestido duramente por los jóvenes que han desacreditado por un lado a la élite política (funcional al modelo binominal, que no ha podido o querido cambiarlo y que es la responsable de la mala calidad de la educación pública en manos de los municipios), y al mediano y gran capital por otro, que tiene a sus padres enormemente endeudados con carreras caras y de mala calidad, junto a un sin número de colegios mediocres, particulares y subvencionados por el estado en su “rol subsidiario”, que no les entregan las herramientas para afrontar la vida y que han lucrado para su propio beneficio en la enseñanza primaria y secundaria.

En el desborde de la movilización social, como realidad humana inevitable, sin horizontes posibles, nos aparece el vandalismo y la rabia irracional que arrasa con todo a cada momento en las calles, sin miramiento.

La presión ejercida por los estudiantes estos últimos tres meses de invierno se ha multiplicado, retrotrayendo el tema de educación hábilmente a un plano harto más profundo que las recurrentes negociaciones por reivindicaciones para parchar el sistema: esta vez el clamor de lo justo y el aburrimiento de “lo posible” ponen en cuestionamiento el modelo neoliberal y su lógica interna.

Los militares tras el golpe de 1973 se esmeraron por sustentar su refundación republicana en un marco normativo que concluyó con la Constitución de 1980. Su aprobación plebiscitaria fue por decir lo menos un mal chiste (recuerdo a mi padre una mañana preocupado y colocando cinta scotch en sus dedos para votar “no” ya que se rumoreaba que les iban a identificar las huellas digitales), así como hicieron marcar la papeleta casi transparente a la gente campesina sobre las mesas, sin cámaras secretas o bien a los militares “eligiendo” dentro de los cuarteles.

Esta Constitución (que ha tenido reformas “de lo posible”) fue un trabajo ideológico de la derecha política, aprobada por la intuición política de los militares y refrendada por una ciudadanía temerosa, en un ambiente donde no existían ni siquiera registros electorales (votaron incluso los muertos), imponiéndose un itinerario de conducción del régimen, junto a una serie de definiciones estructurales: educación, salud, derechos laborales, rol de las fuerzas armadas, etcétera.

La educación dejó de ser un derecho preferente de los ciudadanos y una obligación del Estado, es decir este último perdió su rol como “garante”, restándole sólo un “rol subsidiario”: el mercado resuelve y el estado corrige levemente. Un día antes de asumir el primer presidente de la democracia, el 10 de marzo de 1990, se promulgó desde la Junta Militar la LOCE (Ley Orgánica Constitucional de Enseñanza) que organiza la educación y hace la bajada de la Constitución de 1980.

La educación pública, heredada del “estado de bienestar” de los años cuarenta (“Estado Docente”), protagonista en la promoción de sus ciudadanos y generador de una serie de establecimientos educacionales básicos, secundarios y superiores, de su propiedad, se convirtió en un ente desligado de dicha responsabilidad (constitucionalmente), asignando al mercado la confianza en una arriesgada y manipulada hipótesis: en la competencia de los establecimientos privados, entre sí, y frente a los cada vez más debilitados públicos (colegios, liceos, universidades) aumentaría la calidad de la educación desde la oferta en constante perfección para captar el mercado. El resultado: el más brutal fracaso y el lucro más descarado con los dineros, públicos por un lado, y provenientes de las familias (que han debido invertir para educar a sus hijos e hijas) por otro.

Desde la década de los ochenta, con un Chile amenazado por las armas de la dictadura en su fase estable, se entregaron las escuelas y liceos públicos a la administración de los municipios (un mínimo de ellos, de modalidad técnico-profesionales fueron entregados a los gremios de la producción, manejados por el capital mediano a través del Decreto Supremo -facultad “legislativa” de la Junta Militar- Nº 3166/80), permitiéndose luego ya en democracia que todos los partidos pudieran tirar manos, indirectamente, a los recursos de la educación a través de sus representaciones electorales en los gobiernos comunales, esto a falta de una buena ley de financiamiento de partidos políticos.

A su vez se permitió crear establecimientos de enseñanza primaria, secundaria y universitaria, de carácter privados, con un mínimo de exigencias, siempre en la lógica de la demanda/oferta y en relación a la preferencia de los consumidores que harían desaparecer a unos y elevar la calidad en otros (cosa que nunca sucedió, en un país donde el cinco por ciento más rico gana más de 800 veces lo que tiene el cinco por ciento más pobre en la escala socioeconómica).

En 1981 el 78 por ciento de los alumnos de la enseñanza básica y secundaria se encontraban en manos de la educación pública, un 15 por ciento en la de particulares, subvencionados por el estado, y un siete por ciento en el ámbito enteramente privado (educación de las élites socioeconómicas y/o religiosas). A mitad de la década del 2000 la educación pública, en manos de los municipios, había bajado la barrera histórica del 50 por ciento y los particulares, subvencionados por el estado, con dineros frescos y escaso control, se les equiparaban en cantidad. Acá es relevante destacar que cuando el Ministerio de Educación deposita los dineros en las cuentas bancarias de los “sostenedores” (propietarios de los colegios particular-subvencionados), no tiene facultades para hacer seguimiento en sus inversiones y muchos de esos dineros se “enjuagan” antes en los más diversos y variopintos tipos de negocios, es decir derechamente “lucro” a costas de la ciudadanía.

Se crearon un sinnúmero de universidades particulares, de alto costo/demanda y baja calidad/oferta, saturando el mercado con carreras de tiza y pizarrón (de baja inversión) y sin futuro laboral, endeudando a las familias como si fueran burdas casas comerciales y con su mismo brutal régimen de cobranza. Por su parte las antiguas universidades estatales y aquellas de grande corporaciones privadas, ligadas a la iglesia por ejemplo (todas ellas pertenecientes al Consejo de Rectores o educación universitaria tradicional), comenzaron a cobrar tarifas de mercado y nos endeudaron con créditos facilitados por el estado, o con su “aval”, cobrando intereses usureros que nos persiguen hasta por más de 20 años, multiplicando millonariamente nuestras morosidades y sometiéndonos en muchos casos a situaciones sin salida. Luego vinieron las ventas o concesiones de carteras de deudas de los créditos estatales a las empresas privadas de cobranzas.

La élite política frente a esto, tanto de la Concertación como de la Alianza derechista, ha justificado en su mayoría este modelo, más allá de sus bravatas, con la inmoral salvedad que la mayoría de ellos y ellas (parlamentarios y ex parlamentarios, ministros y ex ministros) estudiaron en la educación secundaria y/o universitaria “gratuita”, de antes de los ochenta, pero esgrimen que “por una razón de Estado desde ahora los chilenos deben pagar por educarse”.

Nuestro país es uno de las naciones que mayores recursos, en relación a su Producto Interno Bruto, PIB, aporta a la educación de sus habitantes (alrededor del 8 por ciento), versus la pésima calidad de la enseñanza regular, medida en las pruebas internacionales. Sin embargo, al descomponer esta cifra más del 45 por ciento proviene de fuentes privadas, es decir el bolsillo de las familias, una de las más altas del mundo (OCDE).

Comenzamos septiembre (mes trágico por los recuerdos y las cicatrices aún abiertas por el golpe militar de 1973) en una relativa tregua que prepara nuevas e inciertas luchas. Los estudiantes de un sinnúmero de liceos públicos-municipales, particulares subvencionados y universidades, aún están en “tomas”, es decir tienen el control absoluto de los recintos donde no hay clases y se preparan nuevas movilizaciones (pese a las amenazas del gobierno de hacerles perder el año escolar a los secundarios y no validarles los semestres en sus carreras a los universitarios). El gobierno ha logrado sentar a la mesa recién hace unos pocos días a los dirigentes estudiantiles y hace lo imposible por “farandulizar” la tragedia del avión caído al mar en la Isla Juan Fernández para distraer la atención: hay videntes hablando con los muertos, especulaciones sobre las responsabilidades, sensacionalismo morboso apelando a las figuras fallecidas, pautas comunes en los medios de comunicación.

Se parece tanto esta historia al tiempo de dictadura y su recurrente fiesta televisiva que transformó ideológicamente al chileno societal de los años setenta en el sujeto consumista de los noventa. Esta vez quizá los y las jóvenes que reencarnan las viejas luchas contra la dictadura no les crean el cuento y sigan adelante, desconfiando y desmantelando de una vez por todas “el Chile de lo posible”.

Publicado el 01 de Octubre de 2011

 

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