Peripecias del Sur y Autonomía

Salvador Schavelzon

Progresista del orden y progresista anti sistema plurinacional, el juego latinoamericano de la renovación sin cambios

Para la izquierda latinoamericana, la formación del gabinete de Gabriel Boric en enero de 2022 dejó la foto de la nueva ministra de defensa, Maya Fernández Allende cuando era bebé, en brazos de su abuelo Salvador Allende. Estará a cargo del ejército de Pinochet, que derrocó a su abuelo. Para los mercados chilenos, lo que se transmitía era el nombramiento de Mario Marcel como ministro de economía, ex presidente del Banco Central y “de credo Neoliberal”, según definió Daniel Jadue del Partido Comunista, participante de la coalición de gobierno junto al Frente Amplio.

Dos simbolismos diferentes. Los nombramientos del gabinete que asumirá en marzo traían confianza para los mercados, ilusión para la izquierda progresista. “Si no es posible cambiar el mundo, al menos que se permita soñar”, parece ser lo que se tiene como posible en este tiempo. No extraña que una izquierda que destina su sentido crítico sobre el mundo realmente existente a una esfera onírica, utópica, artística, del afecto privado, quede aislada del descontento social, de movilización y conflicto frente al orden reinante.

Lo simbólico siempre nutre a lo político. Cuando la organización desde abajo es substituida por el juego institucional, el vínculo de las fuerzas políticas con sus bases, sean de la clase trabajadora, media o “el pueblo” en general, se reduce un simbolismo propagandístico, vacío. El juego electoral se compone de señales que el elector, los mercados, los militares, la izquierda latinoamericana, va decodificando.

En esta selva de símbolos un vínculo filial transmite continuidad, como si fuera una monarquía hereditaria como linaje que moviliza afectos y valores asociados a apellidos, con familias que actúan como habitués del poder, desde pueblos chicos al más alto nivel gubernamental, en el poder judicial, partidario y de funcionarios “técnicos” en círculos de poder cerrados. La nieta de Allende, el hijo de los Kirchner, la vuelta de los que nunca se fueron de la Concertación, jóvenes tecnócratas que estudiaron afuera y actúan en cualquier gobierno, independientemente del signo político a partir de redes de contactos y elites propias de sectores socioeconómicos elevados. No por nada prende tan fácil la denuncia de una “casta”, de Pablo Iglesias a Milei.

El mismo movimiento es común a varios gobiernos progresistas o de izquierda: a la hora de gobernar el centro avanza, los mercados determinan el rumbo, voces útiles para el tiempo electoral quedan atrás. En Chile, el Partido Comunista veía escaparse de sus manos los espacios que esperaba en el nuevo gobierno siendo estos ocupados por cuadros de la ex Concertación.

En Perú, Pedro Castillo recientemente dejaba de lado los ministros provenientes de Nueva Mayoría, fuerza que llevó a Verónika Mendoza como candidata a presidente, para estrechar vínculos con el congreso y la “vieja política”. En Economía y Finanzas, el economista Pedro Francke que había contribuido con Nueva Mayoría ya era definido como “investor friendly” (Bloomberg) pero fue reemplazado por Oscar Graham, en un cambio que Verónika Mendoza calificó en su cuenta de Instagram como resultado de que “se impusieron el chantaje neoliberal, la presión del conservadurismo, el oportunismo, la informalidad y los intereses corporativos”.

La política contemporánea se apoya en una exageración de gestos y signos que están en lugar de algo, de aquello que simbolizan: el cambio; la diferencia; el bienestar de todos; la oposición frente a lo existente; los valores por los cuales la gente vota que puede ser seguridad y orden; familia y comunidad; inclusión y respeto a minorías. El problema es que para los electores se promete aquello que se quisiera, para los mercados el registro es el de garantías para un inversor, las palabras no son suficientes. Se necesitan seguros y por eso cuando se trata de gobiernos de izquierda los mensajes para los mercados deben ser más que gestos y expresión de voluntad.

Eso intentaba hacer la “Carta al Pueblo Brasileño” de Lula da Silva en la elección que ganaría, de 2002. La carta llama a una “auténtica alianza por el país, un nuevo contrato social, capaz de asegurar el crecimiento con estabilidad […] premisa de esta transición será naturalmente el respeto a los contratos y obligaciones del país […] El Banco Central acumuló un conjunto de equivocaciones que trajeron pérdidas a las inversiones financieras de innúmeras familias. Los inversores no especulativos necesitan horizontes claros”. En las “delaciones premiadas” impulsadas en los juicios anticorrupción de 2017, el patriarca de la empresa Odebrecht, beneficiada ampliamente por contratos durante los gobiernos del PT relató vínculos con Lula desde los años 80 y declaró que contribuyó en la redacción de esa carta y ayudó a organizar reuniones del candidato petista con empresarios.

El exceso de signos a los que lleva la disputa comunicacional que domina hoy la política pasteuriza y elimina cualquier elemento de ruptura. Para gobernar y ser “confiable”, la izquierda debe ser mansa. La rebeldía de derecha, que trae reminiscencias fascistas, se construye cuando se consolida un progresismo liberal sistémico. Nadie llega prometiendo para los mercados y se descubre revolucionario, el sentido es siempre al contrario y la historia reciente muestra que no hay vuelta después de una amistad íntima de grupos políticos con grandes empresarios. Sí hay amagues y simbolismo o retórica que mantiene esperanzas y público electoral.

Antes de caer, el PT de Brasil tuvo su gesto hacia los mercados convocando a Joaquim Levy, que venía de trabajar en el Banco Bradesco, y de contribuir en la campaña electoral de Aécio Neves, del PSDB, rival de Dilma Rousseff. La presidenta del gobierno PT-PMDB, en su segundo mandato, había prometido en elecciones un gobierno “social” siendo depositaria de un elevado número de votos “críticos”, pero avanzaba ahora con medidas de austeridad erosionando todo el apoyo y preparando el terreno para ser destituida.

Cinco años después del impeachment de Dilma, el PT se prepara para volver al poder con Lula como favorito en las encuestas. Ante el fracaso de Bolsonaro, no es un gobierno de izquierda el que se prepara, como deja clara la elección del candidato a vicepresidente, Geraldo Alckimin, conservador ex gobernador de São Paulo, histórico rival del PT, alejado del PSDB por disputas internas, asociado al opus dei, a partir de una negociación que busca fortalecer las candidaturas del partido y que también garantiza para el tucano el ministerio de agricultura.

Símbolos que reflejan la organización de un poder real, lleva al candidato de izquierda al encuentro de pastores conservadores, empresarios y banqueros, retomando conversaciones con quien administró tan bien sus negocios unos años atrás. Según datos de la secretaria del tesoro, del ministerio de hacienda, durante el gobierno Lula se transfirieron a los bancos 4,2 trillones de reales, siendo el sector más favorecido. El gasto social en programas de transferencia de renta o políticas públicas inclusivas es a su lado, insignificante. No es sorpresa para un candidato de que defiende públicamente buscar sus objetivos sin afectar intereses empresarios.

Como Temer en la destitución de Dilma, o Cobos votando contra Cristina en la gran batalla contra los sectores del gran capital agrícola, la vicepresidencia muestra límites e intenciones. En estos casos, no sólo está en juego el voto del consumidor electoral, sino los armados negociados entre partidos donde los puestos de gobierno son loteados como si fuera propiedad privada de los grupos y élites políticas que acceden a ellos. Son simbolismos actuantes, en la conformación de cuadros de gobierno que garantizan oídos a lobbies, intereses y grupos de poder.

El progresismo entra en ese juego como si fuera necesario pagar un derecho de piso para gobernar siendo de izquierda, y parece no aprender de qué lado están sus aliados. Lo cierto es que incluso en el sistema electoral de la democracia burguesa el electorado se inclina contra los mercados. Es por tanto fundamental que las fuerzas políticas equilibren a favor del orden y la disciplina financiera, excluyente y creadora de desigualdad por naturaleza. Gobernar en contra de lo que fue votado, así, se compensa con gestos, cargos secundarios y discurso progresista.

“Que Se Vayan Todos” se gritaba en Argentina del 2001, “Que No Quede Ni Uno Solo”, como un llamado que más que al recambio a muchos nos parecía que era necesario cuestionar las formas del poder. El estallido se disparó contra las medidas de retención de depósitos bancarios impulsada por Domingo Cavallo, símbolo del menemismo en los 90, pero convocado como ministro de economía del gobierno de La Alianza (UCR-FREPASO), que había derrotado en las urnas a Menem en 1999, con discurso anti neoliberal y progresista.

Por detrás de la continuidad neoliberal hay una especie de chantaje “realista” donde la permanencia de lo existente, garantía y confianza para el orden, se presenta como inexorable. Un sistema político que se apoya en personalidades que asumen una centralidad mística, da lugar a gobiernos en manos de burocracias partidarias que equilibran siempre para los mercados, incluso cuando hablamos de movimientos surgidos desde abajo, en procesos de movilización. Lula, Cristina, Evo son líderes progresistas que remiten y se alinean muchas veces con el pueblo movilizado. Cuando gobiernan, el papel es más bien de obstáculo y freno para una movilización que pierda el control y avance contra el orden establecido.

En el caso del MAS de Bolivia quizás sea más radical el cambio desde un “partido movimiento” a un gobierno con decisiones hiper centralizadas, con decisiones “a dedo” del líder y falta de mecanismos de renovación, donde nuevos líderes apoyados por las bases a menudo deben candidatearse desde partidos de la oposición. La crisis del progresismo sobrevino ya hace una década, derivando en la llegada de gobiernos de derecha en varios países, del deterioro de los proyectos de poder sin recambio y enfrentando en todos los casos movilizaciones populares en su contra. Un ejemplo son las protestas indígenas y populares contra Evo y Correa, pero también de las clases medias y ciudades (contra la reelección anticonstitucional de Morales) o los levantamientos de 2013 en Brasil que en 2015 fue seguido por movimientos anticorrupción con otro direccionamiento.

En Argentina de Cristina y Brasil de Dilma Rousseff, pero también en Chile de Piñera en 2019, con apoyo parlamentario del Frente Amplio y Boric se aprobaron leyes represivas de la protesta social. En pocos meses, si los pronósticos se cumplen, la región podrá volver a tener mayoría progresista o de izquierda, con Perú, Bolivia, México, Argentina, Honduras, Brasil, Colombia y Chile. Esta segunda ola, no obstante, no parece presentarse como renovación, sin hablar siquiera de los casos de Venezuela y Nicaragua. En el caso de Nicaragua, con críticas de Boric y Mujica se llegó a romper el cerco de tolerancia excesiva operante ante abusos de poder en otros progresismos.

Una nueva generación de líderes sudamericanos post progresistas como Boric, Grabois, Boulos, Eva Copa, Verónika Mendoza, dan cuenta de un agotamiento mucho más que de la existencia de proyectos superadores desde lo institucional. Esta generación llega ahora por primera vez al gobierno en Chile, con el antecedente español de PODEMOS, reproduciendo formas, apellidos y modos políticos propios del progresismo anterior. El estallido social fue fundamental para operar el cambio que encontró límites en Perú, pese al triunfo de izquierda, o en Brasil, donde la izquierda crítica, que ya fuera disidente del PT, hoy apoya a Lula.

La oscilación creada por una falta de estabilidad política generalizada, donde opera el surgimiento de gobiernos de derecha, la crisis de la pandemia, y las movilizaciones populares, crea un fenómeno algo artificial, donde líderes y partidos que llegaron a ser muy cuestionados, como Evo y el PT, recobran energía y son nuevamente alternativa, sin ser renovación y sin haber obtenido condiciones favorables para realizar transformaciones. Es en ese escenario que el simbolismo se inflaciona.

Hay otro camino, que no parece pasar por la elección de un nuevo nombre, ni de la juventud accediendo a altos cargos de gobierno (como fue La Cámpora o es el grupo de Boric), ni de la virtud para no traicionar, como si todo dependiera de la integridad moral de los políticos. Tampoco de postular una impugnación abstracta o ácrata de cualquier institucionalidad. Vemos margen para pensar una política desde un campo que podemos continuar llamando “autónomo”, no solo por la distancia con los poderes fácticos, partidos y sindicatos, sino especialmente como búsqueda de organización autodeterminada desde abajo, sin delegación de representación en qué todos vuelven para casa para que los de siempre y los que no se fueron vuelvan a gobernar.

En ese sentido avanzan sendas luchas socioambientales actuales en toda Latinoamérica, contra proyectos extractivos y obras o yacimientos en territorios específicos pero también de movilización de la población más amplia en provincias o regiones amplias como Chubut, Mendoza (Argentina) como fuera en Cajamarca (Perú). También la movilización de poblaciones indígenas como el pueblo mapuche, o el pueblo nasa del valle de cauca. En los levantamientos populares de fines de 2019, el Consejo Regional Indígena del Cauca, en Colombia, y la CONAIE, en Ecuador, tuvieron participación crucial.

Hay otra política, donde también hay simbolismo, pero contra los símbolos del poder. Contra la cooptación neoliberal de los símbolos de abajo usados por el poder, atento a los riesgos de gobernar para o junto aquello que hoy se identifica como “mercados”. Como para el zapatismo, la distancia con el camino institucional, del juego electoral y gubernamental de señales que por naturaleza se orienta hacia los mercados y la clase media, no nace como principio ajeno a la experiencia sino por constatar los límites de las vías institucionales para construir un mundo mejor. El problema del progresismo, en ese sentido, no es su apuesta por lo institucional, sino en hacer ese recorrido de una forma en que sólo cabe mantener el status quo en relación a los consensos del poder, sin espacio más allá de los dictámenes del gran capital financiero, “los mercados”.

En Bolivia la sucesión de Evo Morales buscó aprovechar la imagen de estabilidad económica asociada al ministro de economía, Luis Arce Catacora, proveniente del sector bancario. En este caso el simbolismo de los mercados estaba garantizado para el votante liberal y el simbolismo asociado al “alma” del proceso fue dejado para David Choquehuanca, destinado a la vicepresidencia a pesar de haber sido elegido por las bases del MAS para ser candidato presidencial, y vetado por el ex mandatario. El juego electoral le exige al MAS retórica indígena, anti imperialista y de apelo popular. Lo que define el gobierno, sin embargo, es la búsqueda de neutralizar el repudio a la reelección de Evo en las clases medias urbanas, la estabilidad económica y el desarrollismo, no la Pachamama y el Vivir Bien.

En la política del progresismo, sin embargo, la discusión entre los mercados y la descolonización o la Pachamama es un debate superficial, discursivo. Los consensos del desarrollo pueden convivir con simbología indianista tanto como Luis Arce o García Linera con Choquehuanca porque la lucha por una política de indianización, de ruptura con las formas liberales del poder, desde la autodeterminación indígena anticolonial e incluso cosmopolítica, de construcción de un mundo donde quepan muchos mundos, cuestionando la noción antropocéntrica y moderna de la naturaleza, no ocurre en el ámbito institucional ni en el estrecho margen abierto desde una política territorial capitalista y extractivista donde el propio progresismo latinoamericano milita.

Con algo de su imagen recuperada con ayuda de Jeanine Áñez, Evo Morales encontraba en Luis Arce lo que había sido Alberto Fernández para el kirchnerismo. En el juego de las fórmulas presidenciales, Cristina Kirchner ocupó la vicepresidencia para tranquilizar al votante, como lugar que permitía a las bases de apoyo kirchnerista votar por un nuevo candidato que no sería de su agrado. Alberto neutralizaba algo del antikirchnerismo, en una elección en qué era necesario ganarle a Macri, presentado como responsable de un acuerdo inaceptable con el FMI. Cristina tenía varias causas abiertas por corrupción y miraba también como en Brasil el juez Moro había llevado a Lula da Silva a la cárcel, y Alan García como otros ex mandatarios también eran condenados en el Perú. La solución fue encontrar un moderado, liberal, que incluso era frecuente invitado a la televisión para hablar mal de Cristina. La estrategia había fracasado en 2015, cuando Daniel Scioli (ex gobernador y vicepresidente) figura también conservadora, introducido a la política por Menem, perdía las elecciones aún cuando buscó alejarse y esconder en la campaña a la líder del kirchnerismo.

La fórmula presidencial muestra el arte de enfrentar polarizando, pero también asimilando y emulando el discurso del rival. Después del tiempo electoral, vemos que la lógica del gobierno debe contemplar medidas impopulares. Una vez posicionado, el nuevo gobierno kirchnerista nombró a la abogada feminista Elisabeth Gómez Alcorta en el ministerio de Mujeres, Géneros y Diversidad; pero una tríade de ministros extractivistas que bien podrían estar en un gobierno macrista o cualquier otro, en Minería; Energia; y Agrigultura, Ganadería y Pesca. De este último ministerio, Julián Domínguez recientemente justificó el nombramiento de un secretario cercano a la Sociedad Rural y la mesa de Enlace, que desde 2008 enfrentaron al kirchnerismo con intereses corporativos de los grandes estancieros. El nuevo secretario “otorgará previsibilidad y confianza al Plan Ganadero (GanAR) 2022-2023” (lapoliticaonline).

Alberto Fernández tendría éxito en su gestión si pudiera al mismo tiempo mantener el apoyo de Cristina y neutralizar la crítica macrista. Eso se quebró a fin de enero de 2022, cuando el gobierno firmó un nuevo acuerdo con el FMI, comprometiéndose a reducir el déficit. Las Madres de Plaza de Mayo (Asociación), apoyadoras del kirchnerismo, publicaron una carta donde dicen “el gobierno acordó pagarla [la deuda] a pesar de todo, con el mazazo al corazón de todos los que menos tenemos”. El economista Claudio Lozano, que también apoya al gobierno, criticó que así no será posible cuestionar la legalidad del acuerdo firmado por Macri, justificativa discursiva de la crisis económica durante los dos primeros años de gobierno.

Máximo Kirchner dio un portazo, dejando la conducción de la bancada parlamentaria, mostrando desacuerdo con la negociación. Es difícil no ver algo de repetición y performatividad simbólica en este juego, cuando la retórica anti FMI, bien instaurada en el kirchnerismo, y durante esta reciente crisis que estuvo presente en el discurso de Cristina Kirchner en la asunción de Xiomara Castro en Honduras, nunca dejó de ser acompañada de la continuidad de las negociaciones y en última instancia, a pesar de los discursos, disciplina ante los acreedores y el Fondo Monetario, u otros prestamistas, como el Club de París, etc. Distintas disputas discursivas para la platea fueron de hecho llevadas adelante por los Kirchner a la hora de negociar nuevos créditos, sin romper la cuerda ni huir de la lógica perversa del poder financiero. El peronismo, y no sólo el kirchnerismo, siempre fue atravesado por ese tensionamiento y lo activa religiosamente siempre que es hora de volver a la fuente para enfrentar un nuevo pleito electoral, como el que se avecina con un debilitado Alberto Fernández.

El juego parece ser el de dar poder de negociación a figuras pro mercado pero mantener la mística en espacios alejados del poder. El kirchnerismo alterna entre pagar y sugerir que podría no pagar; entre la amenaza del default y la busca de entendimiento, en una dinámica que exige reflexiones y estudio de un tema importante para cualquier gobierno soberano. Si el gobierno financiero se impone con igual fuerza a Alberto Fernández, Tsipras en Grecia, con un referendo para romper con los acreedores a su favor, o Domingo Cavallo… ¿no es necesario preguntarnos el sentido mismo de depositar toda la fuerza colectiva y organizativa en llegar al gobierno para confirmar allí cada vez que a pesar de estar en contra, debemos obedecer?

¿Podría esperarse algo diferente de Boric y una izquierda crítica que busca suceder al progresismo de la primera ola? Después de un ciclo de movilización sin precedentes y la postura del Frente Amplio a favor de las protestas y en contra de la Concertación, fue construido el camino para que líderes estudiantiles de las protestas de 2011 lleguen al primer escalón del poder. Aunque hay nuevos temas en agenda, incluso al respecto del extractivismo desarrollista, como también es el caso de Petro en Colombia, el juego de gestos y simbolismo progresista con disciplinamiento hacia mercados y consensos del poder no parece haber roto la lógica anterior.

El mandato de Boric coincide con la finalización del proceso constituyente en curso, que tiene una mayoría antineoliberal, pero aún deberá aprobar el texto en un referéndum con campaña sucia de la derecha. El Frente Amplio perdió en la disputa por la presidencia de la convención y también se encuentra en minoría en el congreso. En el proceso constituyente boliviano (2006-2009) en condiciones más difíciles de falta de mayoría (la bancada mayoritaria no obtuvo dos tercios), quedó claro que el gobierno del MAS evaluaba la situación de forma diferente a los movimientos sociales que buscaban cambios constitucionales. El gobierno quería aprobar el texto y cerrar un conflicto regional contra la Constituyente. Lo logró cediendo en buena parte del texto constitucional. Ya no eran la sociedad movilizada y si un gobierno buscando estabilidad y confianza para los mercados. El espacio que quedó para la nueva Constitución, fue especialmente el del simbolismo.

Lo que llega de las discusiones de la Convención Constituyente chilena son especialmente medidas simbólicas. El texto final deberá también agradar a las clases medias y no asustar a los mercados. El gobierno apostará a una rápida aprobación que no convulsione el país nuevamente. No sabemos aún para dónde avanzará un proceso que tiene desafíos por delante como desestructurar el Estado subsidiario implantado por Pinochet. El Frente Amplio y sus aliados parecen tener una función que tampoco es la misma de los millones en las calles de 2019 y que tiene más del acuerdo en el que Boric se sentó con la ex Concertación, la derecha y otros partidos para acordar una vía constituyente mientras millones estaban en las calles pidiendo la cabeza del presidente.

En un nivel están los grandes acuerdos políticos con el poder, en otro, los horizontes de las personas. Entre una imposible disputa con los dueños del poder, los clanes familiares y los empresarios, se impone el ser casta, ocupar un espacio al que la izquierda latinoamericana demostró varias veces poder aspirar: la presidencia, el gobierno pero de forma muy condicionada. Aunque con actitudes “de afuera”, como no usar corbata, los grandes acuerdos no llegan a estar en cuestión porque desde el lugar que ocupan sólo hay espacio para gestos. El historiador Segio Grez Toso lo veía así en su cuenta de twitter, compartiendo una entrevista con Fernando Atria, del Frente Amplio: “FIN DE LA ILUSIÓN CONSTITUCIONAL. El sentido profundo del Acuerdo del 15 N, la ‘Paz Social’, confesado por uno de sus principales ideólogos: Atria sobre nueva Constitución: No será ‘la ideal’ para Chile, pero le dará estabilidad al país”.

La ilusión, la esperanza para la izquierda, para los mercados estabilidad, garantías bien aseguradas. El derecho estatal cerca del derecho empresarial y consagrado en la formación de un gobierno o en una reforma constitucional. Como ya tratamos en otros lugares, a la izquierda y el progresismo le queda espacio para dejar de lado el término república, aunque no se altere el modelo republicano y declarar la plurinacionalidad, aunque la lógica colonial siga organizando la sociedad. Fue el espacio del simbolismo el que le dio a Elisa Loncón la presidencia de la Convención Chilena como la cocalera Silvia Lazarte presidió la Asamblea en Bolivia.

Aunque aún encontremos resistencia a la aceptación de una plurinacionalidad declarada que no habilite realmente un régimen de autogobierno y autonomía para las naciones indígenas, el ejemplo boliviano y ecuatoriano parece mostrar un camino para Chile, donde el estallido de 2019 mostró una fuerte presencia de banderas mapuches, dando cuenta del apelo que el tema tiene para la juventud urbana protagonista de las movilizaciones, que permitió una mayoría constituyente anti neoliberal y un gobierno de izquierda.

En manos del progresismo, tradicional o renovado, vemos que una reivindicación de organizaciones indígenas perseguidas por el Estado, con territorios amenazados por el agronegocio y el extractivismo se transforma en un símbolo adoptado por naciones coloniales manejadas por elites que les siguen dando la espalda y no van más allá del multiculturalismo que incluye siempre y cuando lo estructural no sea modificado. La plurinacionalidad se ubica justamente en ese lugar donde ante una economía entregada a los poderes de siempre, resta para una izquierda progresista el simbolismo.

El equilibrio en la repartición de ministerios es entonces siempre desequilibrado. En 2020 Luis Arce creó el Ministerio de Culturas, Descolonización y Despatriarcalización, supera una vieja concepción de cultura por términos que hasta hace poco circulaban en el movimiento indígena y colectivos feministas. Tiene importancia simbólica, pero debe analizarse junto al hecho de que la política económica, el modelo de desarrollo y las decisiones que interesan al poder el progresismo gobierna para el mercado

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