Movimiento por la Paz: terco como la memoria

Donovan Hernández Castellanos Fotos: Graciela Martínez

 

México, Distrito Federal. La tarima está llena de recuerdos y poblada de pañuelos blancos que semejan palomitas al vuelo. Las texturas narran historias y de pronto los tejidos hacen literal el sentido de la palabra texto: imagen hilvanada de sueños, textil que deja indeleble la frágil duración de una vida y las circunstancias que la han arrebatado.

Un pueblo de mensajes nos mira desde el tinglado. Sobrecogidos, anudados entre sí, bien amarrados uno juntito al otro con fuerza y solidaridad, decenas de pañuelos cuentan su propia historia. Los que no están se abrazan. Blancos, refulgentes –seguro por el sol que cae fuerte esta tarde-, los pañitos hacen desfilar nombres bordados con hilo rojo (como la sangre de las víctimas en una guerra sin fin). Alegorías de una vida, relatan historias que ya han dejado de figurar en los monopolios informativos (verbigracia: “Rogelio Zamora/ Líder agrario en Guamuchil Sinaloa/ asesinado a balazos mientras/ Trabajaba en el campo/ Bordó Marisol”). Son tercos como la memoria.

Es el tercer aniversario del Movimiento por la Paz con Justicia y Dignidad (MPJD), y su presencia frente a la Avenida Chapultepec es representativa: asambleas populares de familiares de migrantes centroamericanos, familiares convertidos en activistas y difusores de la memoria de sus víctimas, activistas convertidos en familiares transitorios de amas de casa que bordan tejidos por la paz, artistas que dan una mano, observadores de derechos humanos que miran conmovidos a los de abajo, redes –en fin- de solidarios que acompañan a los deudos y sus víctimas voceando su nombre a los cuatro vientos, sin mencionar a los monumentos a la suavicrema (la Estela de Luz) y a las autoridades que callan con un silencio de piedra.

Todos, o casi, reunidos en un acto reivindicativo en el que la sensibilidad y la energía que manan de la dignidad no reposan. El maestro de ceremonia convoca.

Ceremonia Maya

“¡Compañeros! Los que han perdido a un familiar hagan una rueda en el centro”. Los cuerpos comienzan a moverse, una coreografía que parece ensayada se despliega. Cuando las voluntades se suman, la coordinación no falta. Mujeres, hombres, niños, los que vienen de lejos y de cerca comienzan a distribuirse en una rueda formidable. Las sillas se mueven.

“Los solidarios formen una rueda alrededor del listón y tomen de la mano al de su derecha, sujeten el listón entre ambos pues representa la solidaridad entre la sociedad y las víctimas”. En silencio las manos se buscan, los rostros se miran: “comprendo tu dolor”, dicen sin decir unos; “estoy aquí para que no estés solo”, sugieren los otros. Una voz en el centro de la rueda nos hace saber que comienza un ceremonial macroecuménico, en honor a las cosmovisiones indígenas y principalmente mayas. Y así la solidaridad viaja años luz a través de la Colonia, siempre presente, y los ciclos de dominación (mestiza también) sobre los pueblos originarios levantan el peso del olvido.

“La mirada al Oriente”, se convoca. Los cuerpos solidarios giran ubicándose ante la Torre Mayor y aquel edificio con grúas que se levanta frente a la Estela de Luz. Las manos también levantadas participan de la celebración que promete arrojar memoria a los cuatro puntos cardinales. Pues es Oriente, de donde viene el sol y la vida, luz, color y crecimiento. Y la lista que enumera los símbolos de la identidad mexicana es verdaderamente ecuménica: la Virgen de Guadalupe, Miguel Hidalgo, la Biblia, el Popol Vuh y Ometéotl se dan cita en los labios que realizan un acto aletúrgico, una ceremonia donde acontece la verdad y el recuerdo indómito.

Giro a la izquierda: el Poniente. Lugar de la Muerte del Sol, entrega de la noche, silencio; de donde proviene el sueño que, se dice, es anticipo de la muerte. “Tenemos que combatir el proyecto de muerte” que da movimiento a esta guerra que produce “daños colaterales”, según la jerga burocrático-castrense del régimen de ayer (que el de hoy no desmiente). Y en efecto: tenemos.

En el centro las víctimas y sus familiares, entrelazadas, irradian una comunidad naciente amarrada por un lazo más allá de lo visible que cobijan y protegen los solidarios.

Giro al Norte. Corrientes frías, causa de las heladas que destruyen las cosechas, de donde provienen las “calaveras conquistadoras” (y no sé si se habla del Mictlán o de Estados Unidos). Suena la lengua maya, tan dulce –es una lástima que no la pueda reproducir aquí. Las figuras de la Madre, la energía universal, surgen y no son consoladoras: madre que calla ante el sufrimiento y deja a la humanidad en su responsabilidad, sola ante el crimen. Se le pide la voz de la Denuncia, la cual concede.

Giro al Sur. Viento del Sur. Solidaridad universal que habrá de renovar a hombres y mujeres, hacerlos de nuevo llenos de dignidad.

En cada punto ecuménico y translocal, la oradora cambia. Las voces del movimiento son tan plurales como la lengua del discurso que profieren: su voz es polifonía del rito, y el rito un acontecimiento que produce una verdad y memoria en medio del duelo de un país que calla y olvida.

Mirada al centro. El aroma del copal es intenso a ratos. Se convoca a los reunidos, que parecen la asamblea de todos los sobrevivientes del mundo (¿pero qué serían la solidaridad y la dignidad de no ser el centro del mundo cada vez que acontecen?), a un Abrazo de Unión. “Unión para nuestros caídos”. La mirada hacia adentro de los que se congregan devuelve la conciencia, y a los hermanos que no están les devuelve la solidaridad.

El colibrí

Finaliza el primer ceremonial. Comienza otra etapa de la jornada. La oradora, que acusa un ligero acento español, lee una bella historia sobre un colibrí: símbolo de la esperanza en la concepción indígena (sin precisar), que representa la esperanza de todos los familiares reunidos en busca de justicia y dignidad para los suyos (desaparecidos o asesinados impunemente como efecto de la estrategia de seguridad del expresidente Felipe Calderón).

Su aleteo incansable es como la voluntad firme del MPJD; su condición migrante es la de los deseos que se desplazan en Caravana de un rincón a otro de esta República lastimada, que van de norte a sur y de este a oeste buscando pistas de paraderos o alguna mención de aquellos cuyos rostros ocupan los carteles amplios que madres y padres, hijos y esposas llevan colgando en el pecho.

“Ayúdalo a regresar a casa”, dicen casi todos debajo de la foto de algún joven que sonríe como si el tiempo no existiera: ellos son eternamente jóvenes y su imagen, que debería adornar las paredes orgullosas de miles de hogares, sale a las calles –nómada, trashumante- buscando a su modelo original. Como el colibrí, los familiares buscan la esencia de las flores de las que ahora sólo queda un vestigio, perfume que se evapora en la dispendia de esta Muerte sin fin en que se ha convertido México…

Memoriales

El Movimiento escogió la horrida Estela de Luz, acaso como un esfuerzo por redimir un monumento a la corrupción de igual forma que trata de redimir un país de muertos, como emplazamiento para el memorial de unas víctimas que el régimen a duras penas quiere reconocer. Es notable, por lo demás, el hecho de que un monumento tan controvertido haya servido a esta finalidad. De hecho, su vitalidad –siempre inconsciente, nunca decidida del todo- no ha hecho sino crecer.

Desde las reuniones del naciente #YoSoy132 (actualmente replegado en pequeñas células operativas, como suele ocurrirle al movimiento estudiantil en México), pasando por la convocatoria del MPJD, este memorial de agravios ha visto festejarse en sus alrededores los aniversarios de dos de las movilizaciones civiles que más han galvanizado a la ciudad y quizá a la nación en tiempos recientes: la de los jóvenes en demanda de la democratización del sistema político y de comunicaciones, y la de los deudos y víctimas de la estrategia fallida de seguridad de un Estado sordo ante las demandas de su ciudadanía.

Pero la vida pública de los monumentos y plazas cívicas no tiene una sola gramática, su sentido y horizonte proviene de las acciones que, solidarias, la re-significan o, indiferentes, consuman la involución del duelo púbico en nota roja. Todo régimen trata de estabilizar un relato sobre el pasado, articulando su hegemonía sobre los gobernados; algunos gobernados disputan la sedimentación del pasado en ese cuento fantástico que se llama “historia oficial”. Hoy y siempre, las voces plurales de los gobernados impiden que las narrativas oficiales se hagan piedra y se superpongan a la digna inconformidad con la terrible marcha de las cosas.

Actualmente el MPJD libra un debate fundamental en torno a la implementación de la Ley General de Víctimas, y trata de que la cuestión no quede en el mero resarcimiento (importante, a no dudarlo) y se abra paso a una recomposición del tejido social dañado; el reconocimiento oficial de las víctimas por parte del Estado es vital en esta tarea, pues la estrategia panista durante toda su gestión no fue sino la de criminalizar a las víctimas del fuego cruzado entre ejército y crimen organizado y ello, señores, es un daño moral que ha quedado indemne.

Tenemos que convenir: no hay agravio sin memorial y no hay memorial que no agravie. La Estela de Luz está ahí para demostrarlo: emblema de gastos onerosos, agresión al sentido de la estética y el buen juicio, escalinata con pretensiones de museo, las narrativas alrededor de este monumento (que debía seguir el porfiriano rastro de la arquitectura emblemática de los festejos del bicentenario) son tan lapidarias como las acciones de denuncia que lo habitan: el #YoSoy132 lo usó como contraste para exigir que la luz pública invada el sistema electoral del país.

¿El MPJD? realiza también un contraste excepcional: para que el silencio de roca del régimen mexicano -¿panista o priista? Da igual- no aplaste la memoria de las víctimas con su peso de mausoleo funesto, con su muda presencia de estela fúnebre o con la aprobación cercenada de la Ley General de Víctimas, los familiares y solidarios taladran el suelo frente a la avenida para colocar una placa conmemorativa que recuerda a nombres y grupos, a corporaciones afectadas y ciudadanos de a pie que sin deberla ni temerla fueron alcanzados antes por las balas que por la justicia en este país de nadie, en este país de todos.

Uno y otro: familiar y solidario se plantan firmemente sobre unos centímetros que habrán de dar resguardo al nombre de una víctima impreso en acero; los dos unidos por un breve lazo.

Rápidamente, junto al agua lechosa que brota del suelo y no es maná, las placas de metal realizan una rápida dialéctica, una fuerte disputa con la presencia obelística de la suavicrema: los nombres y las placas cuentan los trabajos y los días de las víctimas de una estrategia onerosa que ni brinda seguridad ni reconoce sus errores tácticos y estratégicos. A la placa de don Nepomuceno le acompañan las de los familiares de Veracruz y otras partes de la República, incluso la de policías y militares caídos en el enfrentamiento con las fuerzas del crimen organizado. La desgracia se reparte igual entre todos los gobernados, y la muerte parece ser lo único que se democratiza aceleradamente en México.

Las placas, acompañadas de flores y los listones que cada familiar escoltado por un solidario colocó en el suelo, son una alegoría del cementerio imposible de la República: los desaparecidos, con la terrible fuerza de esa palabra, no están ni vivos ni muertos, ocupan ese lugar entre el duelo y la melancolía, entre la esperanza y el afán de justicia -que no se contraponen.

El MPJD se ha provisto, retando la gramática autoritaria de la dispendia de espacios oficiales del duelo -¿hasta el dolor nos quieren fiscalizar?-, de un nicho pequeño, autónomo si acaso la palabra vale, para recordar a los suyos. Todo proceso de duelo requiere que los restos reposen en un lugar estable; el memorial, al no ser cementerio, muestra que la administración de justicia ante la impunidad tiene todo por hacer.

A su manera, el MPJD hace que las políticas de la memoria provean de fuerza la búsqueda de justicia, que debe ser la búsqueda de todos.

 Publicado el 31 de marzo de 2014

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