En Movimiento

Raúl Zibechi

Los riesgos de insistir en el camino electoral

El parlamento de Brasil presenta este panorama: 313 de los 503 diputados están acusados o condenados por corrupción; en la misma situación están 49 senadores de los 81 con que cuenta el Congreso. ¿Es una excepción en las democracias electorales o tiende a ser la norma? Si a los cargos electos les aplicaran las mismas reglas que a los ciudadanos comunes, ¿una parte considerable de ellos no estarían purgando cárcel? ¿Porqué los representantes del pueblo tienen un nivel de vida muy por encima de la media de sus representados?

Si concluimos que la corrupción de los representantes y cargos electos no es casual sino un rasgo sistémico, se imponen otras preguntas. ¿Qué relación tiene la corrupción con el modelo extractivo, acumulación por despojo o, mejor, cuarta guerra mundial? En un modelo que destruye la humanidad y la naturaleza, ¿no es, acaso, comprensible que los encargados de gestionarlo se apropien de unas cuantas monedas?

Entre la política electoral/institucional y la guerra hay mucho en común. Ambas están en manos de mercenarios. Aquellos ejércitos reclutados entre las poblaciones dieron paso a cuerpos de combatientes que luchan apenas por un salario, muy elevado por cierto. No defienden países sino empresas. No se guían por la lógica de la defensa del Estado-nación, sino de la corporación multinacional que los contrata. La ética de la guerra, que la hubo, dejó su lugar al frío cálculo de beneficios. Los soldados que antes retrocedían ante el robo o la violación, ahora las utilizan como tácticas para ablandar enemigos.

Por eso, es absurdo sorprenderse que los políticos, y los generales, roben o se hagan los distraídos ante la violación o el genocidio. Dirán que hay políticos honestos. Les decimos que tantos como generales humanitarios. La política electoral/institucional, como la guerra, forma parte del mecanismo del despojo/cuarta guerra mundial. Quienes la promueven, es probable que aspiren a ocupar un lugar allá arriba.

No se trata de que la llamada clase política sea intrínsecamente corrupta. El nudo del problema es que las instituciones estatales son las encargadas de gestionar la guerra contra los pueblos, que no otra cosa es el extractivismo. Es desde esa función como deben ser comprendidas la corrupción, las traiciones, la vulneración de los derechos de los pueblos y todas las fechorías que a diario padecemos.

Los políticos en las instituciones no pueden hacer otra cosa que gestionar el modelo existente. En esa tarea son acompañados por los grandes medios de comunicación y el sistema de justicia, por una camada importante de académicos que se hacen llamar intelectuales, por sindicalistas y empresarios. Por eso, se hace necesario comprender que dedicar el grueso del tiempo y los recursos a esa política es, como mínimo, errar el camino. ¿No hemos aprendido nada de la crisis brasileña como para creer que si elegimos a los buenos, o sea a los nuestros, las cosas pueden cambiar?

Hay otros caminos que ya están siendo transitados por varios movimientos en diferentes partes del mundo: desde el Kurdistán sirio hasta Chiapas, desde las comunidades autónomas mapuche hasta la Organización Popular Francisco Villa de la Izquierda Independiente, en una decena de barrios/comunidades en el DF; pasando por la red de cooperativas Cecosesola en el venezolano estado de Lara, entre muchas otras iniciativas que aparecen en estas páginas.

Es evidente que la alternativa al camino electoral que lleva a gestionar el modelo, no puede ser la lucha armada de vanguardias. Los ejemplos mencionados hablan de la construcción de poderes no estatales, poderes de los movimientos y de los pueblos. No se trata de un camino “alternativo”, mucho menos complementario a la estrategia centrada en lo electoral. Es una cultura política diferente, anclada en la ética y el trabajo.

Mientras la vieja cultura política consiste en administrar lo existente, ésta se propone crear lo nuevo, es el mundo nuevo realmente existente. En el lugar de la representación coloca la presencia directa de las comunidades y pueblos en la resolución de todos y cada uno de sus problemas. Los trabajos colectivos ocupan el lugar del trabajo alienado; la comunidad y el espíritu comunitario suplantan la organización homogénea y jerárquica.

Se dirá que esto no es nuevo, que lo vienen haciendo los zapatistas desde hace más de dos décadas. Cierto. No negaré la inspiración zapatista. Pero es lo que se hace, también, en la Comunidad Acapatzingo en Iztapalapa; en los barrios de Rojava, en el Kurdistán; en las cincuenta cooperativas que integran la red de la Central de Cooperativas Servicios del Estado de Lara (Cecosesola), en Venezuela. Por mencionar apenas iniciativas que incluyen miles de personas.

Tenemos además decenas, cientos de iniciativas de pequeña escala, desde las huertas comunitarias y las escuelas autogestionadas en barrios y pueblos, hasta cientos de fábricas recuperadas en los más diversos países. Las grandes y las pequeñas tienen dos cosas en común: no hay espacio para la corrupción, ya que los que se corrompen son controlados a tiempo por los demás; son el modo de resistir el modelo extractivo, pero de resistir creando y haciendo.

Hemos dicho al principio que el extractivismo es guerra contra los pueblos, porque esos pueblos sobran en el modelo de despojo. Por eso, necesitamos espacios e iniciativas que nos garanticen la vida en un mundo de muerte.

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