Palestina, las cosas por su nombre

María Landi

La Nakba: memoria y resistencia del pueblo palestino

El 15 de mayo se conmemoró el 68º aniversario de la Nakba (“catástrofe” en árabe), el proceso de limpieza étnica de la población árabe indígena de Palestina iniciado por el proyecto sionista que culminó (pero no concluyó) en la autoproclamación del Estado de Israel.

Entre 1947 y 1949, las milicias sionistas (antecesoras del ejército de Israel) comandadas por quienes serían posteriormente primeros ministros o presidentes del flamante Estado (Ben Gurion, Isaac Rabin, Moshe Dayan, Menahem Begin, entre otros), arrasaron, destruyeron y saquearon más de 500 ciudades, aldeas y pueblos palestinos, asesinaron a unas 13.000 personas, hirieron a más de 30.000, y expulsaron por la fuerza y el terror a 800.000 (la mitad de la población nativa de Palestina), convirtiéndolas en refugiadas a quienes hasta el día de hoy se les prohíbe regresar a sus hogares y tierras.

La investigación histórica –sobre todo a partir del trabajo de los llamados ‘nuevos historiadores’ israelíes– contribuyó a que hoy en el mundo académico sea imposible negar lo que intelectuales e historiadores palestinos venían afirmando por décadas sin ser escuchados por Occidente: el holocausto palestino. Así, en las últimas décadas la verdad se abrió paso a pesar de la maquinaria negacionista montada por los sionistas, y su falsa versión oficial trasmitida por instituciones educativas y medios de comunicación: que los palestinos abandonaron ‘voluntariamente’ sus casas y tierras. Así, lo que se conocía como “la guerra árabe-israelí” ha empezado a ser comprendido como la limpieza étnica de Palestina[1].

Durante 1500 años la “Tierra Santa” para las tres religiones monoteístas había sido compartida sin enemistades por la mayoría musulmana con las minorías cristiana y judía. El sionismo, que surge a fines del siglo XIX en Europa como una ideología colonialista y nacionalista, se propuso la creación de “un hogar nacional para el pueblo judío” en el territorio de la Palestina histórica, basándose en la falsa premisa que prometía “una tierra sin gente para un pueblo sin tierra”, negando –como todo proyecto colonial, racista y excluyente– la existencia de la población nativa árabe.

Si seguimos el discurso de los distintos líderes sionistas a lo largo de más de un siglo, se puede ver con claridad que el objetivo fue desde un principio colonizar todo el territorio deshaciéndose (ni siquiera sometiéndola) de toda la población árabe. Así, una vez que la colonización se materializó en la primera mitad del siglo XX –con apoyo y complicidad de las potencias coloniales europeas, principalmente Gran Bretaña–, y sobre todo a partir de la creación del Estado de Israel en 1948, los sionistas se propusieron el objetivo hasta hoy vigente de judaizar por la fuerza el territorio que va desde el Mediterráneo hasta el río Jordán. Y para forzar una mayoría demográfica y construir un “Estado judío” (que con razón ha sido definido como ‘etnocracia’), no sólo recurrieron a la inmigración judía masiva, sino también a la limpieza étnica de la población no judía. Hoy en día, Israel se define no sólo como un Estado para su población judía, sino para todas las personas judías del mundo; mientras que las no judías expulsadas no tienen permitido regresar a su tierra, o viven sometidas a un régimen de apartheid colonial y ocupación militar, sin absolutamente ningún derecho humano.

………….

Una de las primeras cosas que se aprende en los campos de refugiados palestinos –tanto en los territorios ocupados de Gaza y Cisjordania como en los muchos que hay en los países vecinos– es que allí las personas de todas las edades tienen un fuerte sentido de identidad y de pertenencia al lugar de donde fueron expulsadas –ellas o sus antepasados– por las tropas sionistas hace siete o cinco décadas (ya sea en 1948 o 1967).

En el campo de refugiados de Aida, en Belén –donde suelo pasar temporadas–, la memoria y la identidad están presentes por doquier; incluso antes de entrar, los muros linderos hablan por sí mismos: a lo largo de unos 200 metros se puede ver murales con paisajes sencillos y motivos campesinos; cada ‘cuadro’ lleva el nombre de la aldea o pueblo que fueron limpiados étnicamente y cuyos habitantes terminaron en Aida. La entrada al campo está coronada por una inmensa llave de hierro en la cual están grabados los nombres de esos mismos lugares de origen. La llave representa a todas las llaves individuales de las casas que las familias se vieron forzadas a abandonar y a las que esperaban poder regresar en pocos días. Hasta hoy no pudieron, porque sus aldeas fueron borradas del mapa y tapadas con bosques o parques, y sus casas fueron destruidas o están en manos de familias judías, e Israel no les permite regresar ni siquiera a verlas. Pero las familias guardan esas llaves y las van pasando de generación en generación, como símbolo de su voluntad inquebrantable de regresar a su tierra.

Es muy común encontrar en esos campos de refugiados –que hoy tienen el aspecto de barriadas pobres y populosas similares a las de nuestras periferias urbanas latinoamericanas– a ancianas y ancianos sobrevivientes de la Nakba, que fueron expulsadas hace siete décadas, siendo niñas o adolescentes. Les gusta contar sus memorias y lo hacen con una amarga nostalgia. En el dolor de lo que perdieron y nunca pudieron recuperar está también palpable el amor por su tierra, su casa, su jardín, sus árboles frutales… “Nunca más probé naranjas o limones como los de mi huerto”, son expresiones que escuchamos a menudo. Si le preguntas a cualquiera de estas personas de dónde son, así como a sus hijas o nietos, todas responderán sin dudarlo diciendo el nombre de la aldea de donde fueron expulsadas; incluso las niñas y niños pequeños que nacieron en el campo de refugiados, o que nunca pisaron Palestina. En el campo de Aida, las callejuelas o callejones tiene escritos los nombres de esas aldeas o pueblos de donde provienen sus habitantes. Y un muro con el mapa de la Palestina histórica muestra la lista de todos esos pueblos, aldeas y ciudades.

Cada uno de los muchos niños o niñas refugiadas que pueblan esos campos es un desmentido viviente a la falsa profecía del líder sionista y fundador de Israel, Ben Gurion: “Los viejos morirán y los jóvenes olvidarán”. Sí, es verdad que las viejas y viejos están muriendo después de esperar durante siete décadas que se les permita regresar a su tierra. Pero las y los jóvenes, lejos de olvidar, dentro y fuera de Palestina son custodios de las llaves y la memoria de sus mayores, y en cada nuevo aniversario de la Nakba se congregan en todo el mundo –así como en los territorios ocupados, incluido lo que hoy es Israel– en torno a la consigna: ¡Sanaúd! (“Volveremos”).

A pesar de la impunidad de que goza Israel en el concierto internacional, y de su éxito indudable en imponer su narrativa oficial que lo presenta como la ‘víctima’ con derecho a defenderse (cuando es todo lo contrario), el gran fracaso del proyecto sionista es que después de siete décadas de intentar deshacerse de la población palestina, ésta persiste y resiste en su tierra, como los viejos olivos que son su fuente de vida –y que los colonos destruyen, arrancan e incendian. “Sumud” es la expresión árabe que indica esa tenacidad porfiada y resiliente que les hace permanecer en su tierra a pesar de todos los pesares, invencibles como sus olivos milenarios[2].

Como lo expresó Ramzy Baroud,  nacido en un campo de refugiados de Gaza: “Las viejas llaves y los títulos de propiedad de las tierras robadas dan testimonio de la experiencia intergeneracional que es la Nakba. Hoy en día, a las y los palestinos se les sigue tratando como ganado en los controles militares. Se les niega el derecho a una atención médica adecuada, se arrancan despiadadamente sus viejos olivos. Sin embargo, lo que Israel no ha podido controlar es la determinación del pueblo palestino. La cárcel, los controles, las armas, siguen de tal forma presentes en nuestra memoria colectiva que ésta no puede capturarse ni controlarse ni bombardearse.”

De eso hablaba el poeta y político palestino Tawfiq Zayyad en su poema  “No nos iremos”:

Aquí
encima de vuestros pechos
persistimos.
Como una muralla
en vuestras gargantas
como un trozo de vidrio
imperturbables
como una tempestad de fuego
en vuestros ojos.

Aquí
sobre vuestros pechos
persistimos
como una muralla (…)
hambrientos
desnudos
desafiantes
cantando versos
llenando las irritadas calles
de manifestaciones
y de orgullo las cárceles.
(…)
Bebeos el mar,
que aquí permanecemos.
Somos los guardianes de la sombra
de los naranjos y de los olivos.
Sembramos las ideas como la levadura en la masa.
Nuestros nervios son de hielo
pero nuestros corazones despiden fuego.
Cuando tengamos sed
exprimiremos las piedras
y comeremos tierra
si tuviéramos hambre.
Pero no nos iremos
ni seremos avaros con nuestra sangre.

Aquí
tenemos un pasado
y un presente.
Aquí está nuestro futuro.

[1] La limpieza étnica puede definirse como la expulsión forzosa y violenta de un grupo étnico, nacional o religioso de un territorio dado, con motivaciones políticas o ideológicas, para repoblar el territorio con colonos pertenecientes al pueblo agresor. Es considerada un crimen de lesa humanidad según el Estatuto de Roma de la Corte Penal Internacional. El genocidio es una forma particular y extrema de limpieza étnica.

[2] Actualmente hay prácticamente la misma cantidad de población árabe y judía entre el Mediterráneo y el río Jordán. De ahí la pretensión absurda de Israel de ser un “Estado judío” y gobernar un territorio donde la mitad de su población no lo es.

Una Respuesta a “Sobre helados, espionaje y otros escándalos”

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