La maternidad tras las rejas

Luis Jorge De la Peña Rodríguez

Una de los problemáticas más grandes que rodean a las mujeres privadas de la libertad es la que se refieren al ejercicio de sus derechos sexuales y reproductivos, de manera especial, aquellos que se refieren al ejercicio de la maternidad.

En primer lugar, existe una grave problemática en relación a la posibilidad de que estas mujeres puedan elegir libremente sobre la posibilidad de tener hijos o hijas. La estigmatización que rodea a las mujeres privadas de libertad y que trasciende al ámbito institucional penitenciario, ha provocado que las autoridades carcelarias consideren pertinente evitar el embarazo de las mujeres en prisión, guarecidos principalmente en el discurso de la protección a las niñas y niños. Sn embargo, a todas luces estos actos demuestran la adopción de una postura misógina en donde la criminalización de la mujeres en conflicto con la ley, por el hecho de ser mujer cancela de inmediato sus derechos.

Este hecho se hace evidente en casos como el del estado de Puebla, donde la práctica de la anticoncepción forzada es cosa común. En las prisiones de esta entidad a las mujeres se les condiciona el acceso a beneficios tales como la visita íntima, a cambio de aplicarse un anticonceptivo hormonal para evitar embarazos[1].

Por otra parte, la posibilidad de elegir sobre el embarazo al interior de los centros de reclusión, se obstruye a partir de las difíciles condiciones de vida que en general las mujeres privadas de libertad deben atravesar durante su encierro. Esto implica la existencia de condiciones de tipo estructural que impiden la maternidad en torno a la posibilidad de que las mujeres puedan proveerles condicione de vida dignas y seguras a sus hijos e hijas. Los centros penitenciarios que albergan a población femenil, no cuentan con espacios específicos para las hijas e hijos de las internas ni atención de salud o servicios educativos destinados a ellas y ellos.

En un estudio se muestra que el 45 por ciento de las mujeres privadas de libertad que habrían expresado el deseo de quedar embarazadas, se encuentran renuentes a hacerlo debido a las pocas garantías de bienestar que ofrecerles a sus hijas e hijos al interior de la prisión. De esta manera, del total de las mujeres entrevistadas, el 65 por ciento consideran que no hay posibilidades de llevar una maternidad segura en prisión[2].

Las mujeres que se han enfrentado estas condiciones y han logrado quedar embarazadas durante su reclusión, deben atraviesa un sinnúmero de dificultades en relación a la salud materna durante la preñez y al momento del parto.

En el informe ya referido al menos el 50 por ciento de las mujeres que hablaron de su experiencia de embarazo en reclusión dijeron haber contado con una deficiencia en los servicios de salud. Esto alude principalmente a la falta de revisiones médicas periódicas a lo largo de la preñez, así como la dosificación de complementos alimenticios necesarios para el correcto desarrollo del producto y fortaleza de la madre. Esto derivo en que al menos el 40 por ciento de las mujeres que han estado embarazadas en prisión hayan presentado algún problema de salud[3].

Esta situación se deriva principalmente de dos fenómenos. Por un lado, la ausencia de una atención médica integral para las mujeres al interior de las cárceles. Los servicios de salud disponibles en los centros de internamiento, brindan atención primaria a padecimientos comunes sin tomar en cuenta la necesidad de ofrecer a las mujeres servicios de ginecología y obstetricia.

Por otro lado, el traslado de las mujeres hacia los centros de salud representa la implementación de medidas de seguridad excesivas por parte de las autoridades penitenciarias. Aun al momento del parto, las mujeres son esposadas y trasladadas en unidades móviles sin el equipamiento médico necesario. Incluso, en algunos casos, las mujeres han sido víctimas de tratos crueles e inhumanos durante estos traslados.

Finalmente, uno de los momentos más complicados para las mujeres que son madres durante su reclusión, es el momento en que sus hijas e hijos deben abandonar el centro penitenciario donde cohabitan con ellas.

En algunos sistemas penitenciarios, las y los hijos de las mujeres pueden permanecer hasta la edad de seis años en compañía de sus madres. Al superar este lapso de tiempo, los menores de edad deben ser entregados en custodia a los familiares más cercanos de las mujeres o, en su defecto, enviados a albergues del DIF en donde permanecerán hasta cumplir la mayoría de edad. Esta separación representa para las mujeres privadas de la libertad un duro shock emocional que tiene consecuencias directas sobre su salud mental.

De esta manera, la cancelación de los derechos que rodea el ejercicio de la maternidad en el caso de las mujeres privadas de la libertad, representa una forma específica de ejercer el poder sobre el cuerpo. Al ser la reproducción uno de los factores neurálgicos de la vida de las mujeres, el control y la represión de la misma representan la imposición de la voluntad de la sociedad patriarcal a través del Estado.

El encierro femenino y los castigos que devienen de él, es decir, la imposición de condiciones de vida denigrante, el ejercicio de la violencia sexual y la criminalización por motivos de género; son el ritual de la imposición de este poder, el cual pretende reestablecer el “orden” ausente después de la transgresión de las mujeres, no sólo la ley penal, si no el estatus quo del poder masculino, presente tanto en los ordenamientos legales como en el actuar de las instituciones y operadores de justica.

Pero aún más, la criminalización de las mujeres se reviste de un discurso público que dicta un deber ser de la mujer en donde prive este tipo de poder. Un ejemplo que refleja este discurso es la paradoja que representa el festejo del día de las madres en los centros penitenciarios con población femenil del país. Estas celebraciones presentan un modelo ideal de madres, cuyo discurso se fundamenta en la sobreexposición de las “virtudes inherentes a la mujer” y que se exaltan por medio de un discurso sustentado en la culpa de la mujer transgresora que se ha “regenerado”.

Sin embargo, queda exenta la presencia de los derechos relacionados con la reproducción. La doble cara del Estado se hace evidente en estas expresiones y se afianza, aún más los esquemas propios que permiten el ejercicio del poder patriarcal.

De esta manera, el 10 de mayo, más que un festejo, debería observarse como la oportunidad para hacer una reflexión en torno a la maternidad como un derecho. Más aún es un momento en el que es necesario hacer una revisión sobre el efectivo ejercicio de la voluntad de las mujeres sobre su cuerpo. En este sentido, el respeto y la defensa de los derechos de la mujer implica el ejercicio del poder de las mujeres sobre su cuerpo y el combate a los intereses externos que pretendan someterlo a su voluntad.

El poder sobre el cuerpo

A lo largo de la historia de las sociedades occidentales, han surgido dos formas de responder a lo que se consideran transgresiones del orden social. Por un lado, existe el control formal, protagonizado por las instituciones propias del sistema jurídico de cada orden social. Por otro lado, se encentra el control informal, que depende de la organización social de cada grupo y que depende de las relaciones sociales y culturales que se desarrollan, generalmente, en el ámbito privado.

Desde esta perspectiva, históricamente las conductas “anómalas” protagonizadas por mujeres han sido del conocimiento de las “instancias” del control informal. La concepción de los comportamientos considerados como anormales o inadecuados por parte de las mujeres ha sido objeto del castigo por parte de los sujetos que ejercen el poder en los espacios privados, casi siempre, la figura masculina.

De la misma manera, la naturaleza de las conductas susceptibles de ser castigadas, hacen referencia a la transgresión de los estereotipos atribuidos a la figura femenina. Los comportamientos relacionados con la libertad sexual y de pensamiento, la rebelión en contra de la figura masculina y otro tipo de acciones que contravengan “principios” como la abnegación, la humildad, la ternura, etcétera, son sujetos de la persecución del control informal.

Sin embargo, la mayor participación de las mujeres en la vida pública, propició la participación de mujeres en acciones consideradas por la ley penal como delitos. Esto generó un importante conflicto entre las instituciones pues, por un lado, debían asumir la responsabilidad de realizar funciones tradicionalmente realizadas en el ámbito doméstico por la figura patriarcal, y por el otro se mantenía la convención de que las mujeres (incluso por naturaleza) no eran capaces de cometer dichas conductas.

Este fenómeno propició que al menos a lo largo de los últimos 100 años se haya generado una forma particular de ejercer la acción penal sobre las mujeres, que mezcla elementos propios de los controles formales e informales.

Por un lado, las instituciones encargadas de administrar la legislación penal han recurrido a elementos de tipo moral propios de los prejuicios y estereotipos de género pertenecientes a los controles informales, cuya naturaleza es evidentemente patriarcal.

De esta manera, en países como México existe una doble criminalización de las mujeres, en donde los criterios para aplicar la ley no se limitan a las acciones consideradas como transgresoras de la ley penal, si no que incluyen elementos que aluden al rompimiento de los roles y estereotipos  de género. Se pueden observar sentencias emitidas por jueces penales en donde se señala puntualmente, como parte del criterio de las y los jueces la comisión de conductas “impropias” del sexo femenino.

Por otra parte, en el ámbito penitenciario, las instituciones de ejecución de sanciones penales se encuentran diseñadas y gestionadas a partir de esquemas destinados específicamente para hombres. Esto implica que a lo largo de su internamiento, las mujeres carezcan de un sinnúmero de elementos necesarios para llevar una vida con dignidad y que forman parte de las necesidades particulares de las mujeres. La posibilidad de contar con una adecuada salud sexual y reproductiva, así como las condiciones para disfrutar de una vida social y familiar en libertad, se encuentran generalmente ausentes de los centros penitenciarios y de los programas y políticas que de manera incipiente, se ofrecen en estos espacios.

Actualmente, en el sistema penitenciario mexicano, se encuentran internas alrededor de 300 mil personas, de las cuales cerca de 12 mil (5 por ciento) son mujeres.

Aun cuando la cifra pareciera insignificante, las condiciones materiales y jurídicas en que estas mujeres viven son alarmantes. En total, de los 420 centros penitenciarios con los que cuentan los gobiernos estatales y federal en le país, apenas 12 son exclusivos para la población femenil. Esto implica que un porcentaje menor de mujeres privadas de libertad cuenta con servicios básicos destinados específicamente para ellas. En la mayoría de los casos, las mujeres en internamiento penitenciario deben compartir los servicios de salud, alimentación, educación, entre otros; con la población masculina. Esto implica que además de que estos recursos sean más escasos para ellas, el contacto con la población de hombres las ponga en una situación de vulnerabilidad en relación a su integridad física.

Por otra parte, la población femenil en reclusión es víctima de los constantes abusos por parte de autoridades penitenciarias que en muchos casos conlleva a situaciones de violencia sexual.  En un estudio realizado por organizaciones de la sociedad civil con mujeres privadas de la libertad en cuatro estados de la republica, se pudo evidenciar que alrededor del 35 por ciento de las mujeres entrevistadas recibieron algún tipo de acoso sexual por parte de las personas con las que coexiste en lo centros de internamiento. De este porcentaje, al menos el 17 por ciento fueron víctimas de abuso sexual directo[4].



[1] Op Cit P.93

[2]Op Cit P. 90

[3] Op Cit, P. 103

[4] Asistencia Legal por los Derechos Humanos, Mujeres privadas de libertad, ¿Mujeres sin derechos, ASILEGAL, Centro de Derechos Humanos Ignacio Ellacuria SI, México D.F, 2010, P. 112

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