La marcha desde las putas en Nicaragua

Fernanda Siles, María Martha Escobar, Andrea Luque y Mercedes Figueroa

Pancartas de la Marcha de las putas en Nicaragua

Managua, Nicaragua. Eran ya un poco más de las diez de la noche y me había quedado sin saldo para llamar al taxista que suelo llamar cuando salgo sola, pero como una amiga se animó a salir conmigo, entonces me relajé y pensé: “bueno, acompañada da menos miedo”. Salimos las dos a la calle principal a buscar taxi y, desde que cruzamos el portón de la casa, empezamos a escuchar: “Adiós bárbaras”, “Qué buenas que están” y demás “piropos” (acoso) que sólo me causan rabia.

Sin embargo, me hice la sorda porque no quería amargarme la noche. Seguimos ahí y no llegaba ningún taxi. Entonces pasó una camionetona que al vernos decidió retroceder hasta acercarse y detenerse enfrente. Uno de los pasajeros bajó el vidrio de la ventana y nos dijo: “¡Buenas noches!”. Indignada y con mala cara le dije: “Seguí tu camino”. Los dos hombres se miraron entre sí y nos miraron nuevamente, entonces les volví a exigir que se fueran, pero no me hicieron caso y me respondieron en tono burlesco: “Vos no sos policía de tránsito”. Una vez más volví a gritarles que se fueran, pero su reacción fue sólo subir el vidrio y empezar a carcajearse de nosotras. Aún nerviosas decidimos no movernos del sitio: “Son ellos los que deben dejarnos en paz”. Tan sólo cuando me incliné a recoger una piedra y amenazarles con dañarles la camioneta logré que se fueran. Me quedé alterada, con la piedra en la mano, empuñando un arma que desafortunadamente (porque no estoy a favor de la violencia) me hacía sentir segura.

¿Por qué no podemos caminar tranquilas, vivir en paz? ¿Desde cuándo la noche, las calles y el mundo le pertenecen a alguien? Más que como interrogantes, como exclamaciones llenas de rabia flotaban estas inquietudes en las distintas discusiones que se sostuvieron en Matagalpa y en Managua para organizarnos y manifestarnos por situaciones que diariamente en todos los ámbitos de nuestra vida tenemos que enfrentar cada una de nosotras, mujeres, desde nuestras particularidades.

La “Marcha de las Putas” ha sido un pretexto para visibilizar las relaciones de poder, desiguales e injustas, que se dan entre hombres y mujeres; para denunciar las situaciones de violencia y acoso que seguimos sufriendo a diario las mujeres en diferentes espacios (calle, casa, cama, escuela, fábrica, oficina, etcétera), lugares del mundo y en diferentes -o todos- los momentos de la vida. También ha sido una oportunidad para entrever qué realidades tan diversas y complejas se esconden detrás de la palabra puta.

Puta fue la palabra que utilizó un policía canadiense el pasado mes de enero para justificar la violencia que ejercen los hombres contra las mujeres. En una conferencia sobre seguridad civil en la Universidad de York, esta autoridad que debe velar por el orden público, afirmo que: “las mujeres deben evitar vestirse como putas para no ser víctimas de la violencia sexual”; expresión que refleja la visión social predominante de que las mujeres somos responsables de la violencia verbal, física y sexual que a diario se ejerce en nuestra contra. Bajo esta lógica el alcalde de Navolato (México) decidió tomar como medida “oportuna” prohibir el uso de minifaldas y regular la vestimenta de las mujeres para evitar embarazos adolescentes, en lugar de apostar por la educación sexual en las escuelas, la prevención con anticonceptivos o la promoción de una sexualidad informada y responsable.

Así también por siglos las iglesias han alimentado mitos que sirven para distinguir entre las buenas y las malas mujeres, siendo las últimas merecedoras de castigos y del estigma social, que ayudan a evitar que las Marías se conviertan en Evas. Es decir, existen numerosos ejemplos de tabúes e imposiciones sociales y culturales alimentadas por siglos, que nos tachan a las mujeres de “malas-mujeres” cuando ejercemos nuestra autonomía o verbalizamos nuestros deseos; en relación a otras “buenas-mujeres” que cumplimos con las normas establecidas y los binomios patriarcales de “mujer-madre”, “mujer-monógama”, “mujer-cuidadora”, “mujer-trabajadora”, “mujer-esposa”, entre otros.

Estos son sólo un par de ejemplos puntuales sobre la articulación de la cultura patriarcal dentro de las instituciones sociales, reproducidas y fuertemente afirmadas de manera irresponsable por la educación y por los medios de comunicación.

Esta marcha permitió la confluencia de mujeres que, desde nuestras distintas experiencias del control y de la dominación, compartimos la reivindicación de poder nombrarnos a nosotras mismas y posicionarnos fuera de los rincones sumisos donde no estorbamos. Rincones que, por ejemplo, nos limitan al espacio de lo privado (el hogar), a la falacia de la paridad (cuotas de asistencia, pero no de participación), a la invisibilidad de nuestras voces en los espacios de toma de decisiones, a la liviandad de la perspectiva de género y no feminista, o al trabajo informal y la economía del cuidado. Y esto, válgase la corrección, incluye también a las trabajadoras sexuales. Ha habido un esfuerzo por parte de los medios masivos de información en aclarar que la Marcha de las Putas no es una marcha de prostitutas. ¿Y qué si lo fuera? Las trabajadoras sexuales también, como mujeres, han sido en muchos casos empujadas a la sumisión y al servicio, pero también entrañan la fuerza de la ruptura, asumiendo abiertamente que el ejercicio de la sexualidad es, en muchas ocasiones, la única alternativa económica para muchas mujeres del mundo.

Puta ha sido la palabra por años utilizada para igualarnos a todas las mujeres en una condición de marginación signada por la violencia. Por eso, porque así nos nombran, la palabra fue adoptada por feministas en múltiples ciudades del mundo como una oportunidad de encuentro y reconocimiento entre los distintos significados concretos que este insulto ha tenido en las vidas de las mujeres, y las particularidades de nuestras vivencias de una agresión que se resume en un intento de “devolvernos” al “lugar que nos corresponde”, al silencio, la violencia y la marginalidad que la sociedad patriarcal, clasista y racista nos ha asignado.

Es por eso que cientos de mujeres de distintos departamentos del país decidimos nombrarnos putas, lo que para nosotras significó decir: sabemos que nos llaman putas cuando no saben cómo reaccionar frente a nuestra fuerza. Nos sumamos a la “Marcha de las Putas” del sábado 11 de junio en Matagalpa, Nicaragua, para “salir a caminar y retomar el derecho a ocupar las calles y espacios públicos que también son nuestros, con el único propósito de dejar claro que cuando las mujeres decimos “NO, es NO”, tal y como explicaba en su convocatoria la Red de Mujeres de Matagalpa, organizadora del evento.

Sin miedo, sin censura y con el compromiso de responder ante cualquier tipo de justificación o argumento que apruebe la violencia protestamos, porque la realidad que vivimos a diario millones de mujeres en todos los continentes y de cualquier edad, clase y condición es sumamente agresiva. Exigimos no más violencia en la cama, en la casa, en la calle, en la escuela, en la fábrica, la oficina, ni en el país.

Las mujeres no sólo somos víctimas de los agresores, somos víctimas de sistemas que no nos respetan ni nos representan, no nos ofrecen los mecanismos para defendernos y no responden a nuestras necesidades. Por eso marchamos, contra eso protestamos y esta vez quisimos re-significar el término puta para reapropiarnos de las calles, de nuestros cuerpos y de nuestras vidas para ser más libres y para vivir en paz.

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