Marruecos. Atravesando la cadena montañosa del Alto Atlante marroquí, el color del adobe y el ocre de las casas hechas de tierra, piedra y paja es lo que domina. Esta antiquísima técnica de construcción ha permitido que algunos escenarios permanezcan exactamente iguales a través de los siglos, inundados por la intensa luz del sol que se refleja en la roca clara. La mirada se posa en la centenaria arquitectura de los kasbah, pero después divaga y se pierde detrás de los callejones, los niños y los rincones ocultos.
En los puntos panorámicos del valle de miles de kasbah, se mira una calle tortuosa que atraviesa los siglos y las montañas marroquís, donde jóvenes berberi venden a los turistas productos de artesanía local. Están allí todo el día, esperando a que se detenga un autobús. No hay trabajo en aquellos valles y por ello se las arreglan como pueden. Han estado en Europa y a menudo fueron expulsados, y cada uno de ellos tiene por lo menos un pariente que vive en Francia, en Italia o en España. Todos hablan al menos tres idiomas: berberi, árabe y francés, pero también conocen algunas palabras en italiano, español y alemán. Muchos tienen títulos universitarios. Marruecos es un país joven, hecho de jóvenes. El 61 por ciento de la población tiene entre cero y 24 años, cifra muy similar a la de Túnez, donde, en algunas zonas, la desocupación juvenil alcanza hasta el 34 por ciento. Miles de jóvenes de estos países del Maghreb ven cerrarse delante de sus ojos casi cualquier perspectiva del futuro, a menos que tengan dinero en abundancia.