En Movimiento

Raúl Zibechi

El lastre improductivo

El psiquiatra y militante argentino Alfredo Grande, escribe un artículo en el portal Pelota de Trapo (https://pelotadetrapo.org.ar/) titulado “Las generaciones diezmadas”, en el que describe el saqueo ideológico y político que sufrieron varias generaciones de rebeldes para concluir: “La revolución fue saqueada y su lastre improductivo se llama gestión”.

Sostiene que hay generaciones saqueadas “de la alegría, de la salud, de la educación, de la vivienda, de la alimentación” y otras fueron diezmadas por luchar “contra todo lo que hoy pretende y seguramente logre seguir en el gobierno y gerenciar el poder”. En apretada síntesis, sangre derramada y población “sobrante” marginalizada son una lectura posible, desde abajo y a la izqueirda, del último medio siglo en nuestro Cono Sur.

De su brillante pluma me interesa rescatar esa visión luminosa con la que encabezo esta columna: de la derrota, del saqueo como la bautiza Alfredo, quedó apenas la gestión del modelo sin más ambición que permanecer en el gobierno para –sencillamente- seguir gerenciándolo desde arriba, con todas las ventajas materiales y simbólicas que conlleva para los gerentes.

Ese aspecto que denuncia me conmueve, me provoca rabia e impotencia ver cómo muchos de mis compañeros de generación (también algunas compañeras) no tienen más ambición que seguir escalando posiciones en las instituciones del sistema, del capitalismo digamos, utilizando los discursos de las generaciones “masacradas” para cooptar a las “diezmadas”.

Aparece aquí una de las peores características del modo actual de acumulación de capital por despojo de pueblos y sectores sociales: el empeño en neutralizar a los que deberían ser los sepultureros del capitalismo, que siempre fueron los que no tienen nada que perder, salvo sus cadenas. Los obreros industriales antes; los marginalizados ahora, los que se quedaron sin futuro y ya no tienen lugar ni siquiera como explotados.

El papel de los gestores progres consiste precisamente en esto: domesticar, neutralizar, cooptar todo aquello que sea capaz de recuperar el espíritu de lucha de quienes necesitan enfrentar el capitalismo porque en ello les va la vida. Y la dignidad.

De ahí el empeño en remodelar las organizaciones que con tanta dificultad han puesto en pie las y los de abajo, para convertirlas en soportes del modelo. De eso se tratan las políticas sociales que apenas distraen el hambre pero consiguen convertir a los dirigentes y referentes en gestores locales de la distribución de canastas de alimentos, acercándolos al poder pero sin darles más que tareas superfluas.

Son ya tres décadas –desde el aterrizaje del neoliberalismo desindustrializador- en las cuales los gestores se han entrenado en repetir los mismos discursos de los sectores populares (sobre derechos humanos del pasado, sobre combatir el hambre y, por supuesto, promover el desarrollo), actuando como el célebre flautista de Hamelin[1], pero ahora llevando a sus seguidores hacia la contemplación del consumismo y la aceptación pasiva del sistema.

Vaya si es un lastre este modo de hacer política, que se aprovecha de los saberes aprendidos abajo por los antiguos militantes revolucionarios, para lubricar la dominación con nuevos modos y discursos. Introducen enormes dosis de confusión en el campo popular. Al principio estos modos consiguen sus objetivos, pero cuando va quedando claro de qué se trata, el daño ya está hecho y termina por imponerse la lógica del mal menor, que siempre favorece a los que dominan.

Así el mapa político del neoliberalismo queda polarizado entre una izquierda que no es izquierda y una derecha que sí lo es. Pero en el camino queda nada menos que la tensión rebelde de trascender el capitalismo, por el que dieron su vida las generaciones que fueron masacradas, desaparecidas y asesinadas. Por eso este lastre que representan los gestores de nuevo tipo, los progres, es absolutamente improductivo. Salvo para los demás gestores, los de las grandes empresas, con los que más temprano que tarde terminan mezclándose.


[1] Se dice que en 1284 en la ciudad alemana de Hamelin, un flautista atrajo con su música a cientos de niños y niñas que lo siguieron, pero luego desaparecieron.

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