Cifras y crisis, discursos y vacíos: los laberintos de la desaparición en Guanajuato
Ausencias y cifras en Guanajuato
En Guanajuato son 3,245 las personas desaparecidas. La Fiscalía General del Estado (FGE) al corte del 15 de mayo de 2022 tenía registro de 3,086 personas que estaban desaparecidas desde el 1 de enero de 2012 a esa fecha (folio 112093900058022 2/6/2022). Los casos de larga data, anteriores al 2012, registrados oficialmente por la Comisión Nacional de Búsqueda (CNB) en el RNPDNO (Registro Nacional de Personas Desaparecidas y No Localizadas) son 159. La suma de los casos anteriores al 2012 y de los posteriores da la cifra total de 3,245 personas.
En el mismo periodo la FGE abrió un total de 23,751 “indagatorias” o “investigaciones” por desaparición de personas, y señala que el 88.2% de éstas fueron localizadas, aunque no es posible conocer de qué manera lo fueron: por un lado, desconocemos cuántas personas fueron encontradas como consecuencia de un proceso de búsqueda activa e investigación de las instituciones competentes y, por otro, cuántas pudieron ser localizadas por sus familias, por colectivos de búsqueda, por la ciudadanía en general, por otras autoridades o después de retornos más o menos espontáneos.
Esta es una carencia importante dentro de los datos que podemos obtener de las autoridades sobre personas desaparecidas y, particularmente, sobre personas que fueron localizadas. Tampoco existe una versión pública del registro de personas desaparecidas a nivel estatal, que bien podría llenar estos vacíos, y no conocemos el número, las circunstancias o la naturaleza de los casos en que las personas regresan y, sucesivamente, vuelven a ser reportadas como desaparecidas.
Asimismo, desconocemos el tamaño de la llamada “cifra negra”, formada por aquellas personas que no han denunciado a través de los mecanismos disponibles, ya sea por miedo, amenazas, desconocimiento, imposibilidad de desplazarse, rechazo de la denuncia por el M.P. o colusión de autoridades locales con el crimen organizado, entre otros posibles motivos.
Otro aspecto dudoso, que demuestra cierto desfase en los datos entre distintas fuentes y registros, es que los datos de FGE sobre personas desaparecidas están generalmente por encima de cien, dos cientos o tres cientos personas, aproximadamente, respecto de los que carga periódicamente la CNB en el portal de su Registro nacional: esto puede deberse a la diferencia temporal entre la carga masiva periódica de la información por parte del Registro Nacional de la CNB y los datos que, más seguido, actualiza la fiscalía a nivel local y que aparecen en las respuestas su Unidad de Transparencia. Estos probablemente estén más actualizados, pero, a la vez, pueden sufrir cambios más repentinos, debido a las dinámicas constantes de desaparición y localización de personas, así como por los desfases temporales o los posibles errores burocráticos entre las denuncias recibidas y el registro digital de estos hechos.
Por otro lado, cabe señalar que en ocasiones la FGE señala el porcentaje de localización de personas sobre el total de casos registrados (“indagatorias aperturadas”), pero no indica el número total de personas desaparecidas a una fecha-corte determinada en la entidad, aunque así se les haya preguntado de forma explícita. Además, este porcentaje de localización histórico, que se calcula desde 2012 a la fecha sobre todos los casos registrados, va variando bastante: a veces es de 88%, a veces de 92%, a veces más, dejando entender que casi todos los desaparecidos son localizados, lo cual contrasta con la realidad y otras fuentes.
Al 15 de mayo de 2022 (folio 112093900058022 2/6/2022), menciona que había abierto “23,751 investigaciones” en total desde el 1 de enero de 2012 y ya no habla, en esta ocasión, de “indagatorias”, pero sí lo hacía en respuestas obtenidas vía transparencia en 2020 y 2021. Tampoco hay cifras anteriores al 2012 al respecto (sobre número total de personas desaparecidas, no localizadas y localizadas).
En Guanajuato, desde mayo de 2020, tras la promulgación de la Ley de Búsqueda estatal, ha sido eliminada la categoría de “persona no localizada”, así que sólo queda la de “persona desaparecida”, justamente para que haya menos demoras e incertezas de parte de los Ministerios Públicos a la hora de clasificar los casos y abrir carpetas de investigación: en efecto, el violento contexto guanajuatense de los años recientes debe de permitir inferir la probable comisión de delitos cuando desaparecen las personas, así que se espera que, razonablemente, haya cada vez más “carpetas”, con sus implicaciones reforzadas para la búsqueda y la investigación, y menos “actas circunstanciadas”, “indagatorias” o equivalentes.
Además, al 15 de mayo, FGE señala que el 88.2% de estas investigaciones totales culminaron con una localización. Esto quiere decir que el 11.8%, o sea las restantes, deben coincidir con las personas que aún son buscadas, es decir, que no han sido localizadas, y el número se calcularía como porcentaje del total, o sea, el 11.8% de 23,751. La operación arroja como resultado 2,802.618 personas (sic). Parece realmente complicado pensar y tratar un dato o resultado como éste que sale con decimales (.618), ya que estamos hablando de personas, así como lo es saber si es correcto redondearlo por exceso a 2,803, como sugerirían las reglas matemáticas. Pero lo más relevante aquí es que la cifra no corresponde con la otra, la de 3,086 personas desaparecidas que la FGE comunica en el mismo folio como respuesta a la pregunta sobre cuántas son las personas desaparecidas.
Entre muchas dudas y pocas certezas, hasta aquí, se vale comentar que al cierre del hoy extinto RNPED (Registro Nacional de Personas Extraviadas y Desaparecidas), el 30 de abril de 2018, en Guanajuato se tenían registradas 621 personas desaparecidas, 615 del fuero común y 6 del fuero federal.
“Guanajuato: aquí, decían, no hay desaparecidos”: así se titula el reportaje de cuatro periodistas de investigación que han recorrido toda la historia de estos registros y han levantado cuestionamientos fuertes y muy razonables acerca de las cifras, sobre sus repentinas y poco explicables variaciones en Guanajuato, y sobre el propio registro como tal.
Aun así, siguiendo esos datos, que lamentablemente son los únicos (o casi) que tenemos, visualizamos hoy una realidad alarmante: en los últimos cuatro años, se han quintuplicado las personas desaparecidas en el estado, de la mano de la escalada de los homicidios dolosos y del hallazgo de centenares de fosas clandestinas.
En todo el país, al corte del 30 de abril de 2018, había 36,743 personas desaparecidas según datos oficiales del extinto RNPED, mientras que justo el 16 de mayo de 2022 se contaron 100,000 personas desaparecidas, es decir 2.7 veces más. Dicho de otra forma, si a nivel nacional las cifras casi se han triplicado en cuatro años las personas desaparecidas, en Guanajuato han crecido cinco veces, mostrando la profundidad de la crisis de las desapariciones.
Paréntesis narco-céntrica
La realidad contradice tajantemente el discurso reduccionista y normalizador de la violencia de calderoniana (o calderonista) memoria al que somos sometidos y sometidas un día sí, y el otro también. Ante el aumento en mayo de los homicidios en León y en el estado, que sigue siendo el más violento a nivel nacional, la Secretaria Ejecutiva del Sistema Estatal de Seguridad Pública de Guanajuato, Sophia Huett López, repitió la letanía de que éste es un reflejo de la batalla contra la delincuencia organizada, o sea, como decía el ex presidente Felipe Calderón, la violencia se explica por el combate al crimen organizado, porque estamos ganando la guerra, se matan entre ellos y los muertos son daños colaterales.
Textualmente la funcionaria: “Estos homicidios forman parte de la batalla que como país estamos librando contra el crimen organizado, contra intereses económicos mezquinos, en donde desafortunadamente el negocio es el narcomenudeo y en donde no se da una rivalidad competitiva, sino en una que provoca muerte, es importante comprender que no se da por temas de inseguridad, no es por un robo o por una agresión en contra de un ciudadano limpio de antecedentes”.
Parafraseando un poco: un ciudadano “limpio” no tiene nada que temer, así que cada quien siga su vida “de bien” que no te van a robar ni agredir. En fin, lo malo sólo le va a pasar a los demás. Al mismo tiempo, la violencia y la muerte no se deben a la inseguridad, que de esta forma es minimizada en el mismo discurso, sino a que sólo hay riñas armadas entre “malos”.
Cada año se cuentan en la entidad decenas de masacres y atrocidades, desapariciones masivas y ataques armados contra la población, como el del 6 de junio en la comunidad de Barrón, Salamanca, qué dejó seis víctimas mortales, tres de las cuales menores de edad. Esto se suma a los miles de homicidios y feminicidios acumulados que, desde 2018, hacen de Guanajuato el estado más violento del país. Para que esta tragedia parezca, al menos temporalmente, soportable, el poder debe inventarse narraciones tóxicas que ocultan la raíz histórica, política, estructural de la violencia y su propia corresponsabilidad en su generación y aumento.
A 16 años de la “declaración de guerra al narco” y con todo lo que han enseñado a México y al mundo el Movimiento por la Paz con Justicia y Dignidad o el de los papás y las mamás de los 43 normalistas de Ayotzinapa, por mencionar dos ejemplos conocidos, seguir explicando esto con el clásico lema de que “se matan entre ellos” es una grosería insultante para las víctimas y la sociedad. Es el equivalente de “en algo andaba” o “se fue con el novio” para explicar y simplificar la complejidad de las desapariciones hoy en día.
Además, en el entrecomillado se afirma que “el negocio” ahora es el narcomenudeo, no más, y lamentablemente este (ya) no funciona según las reglas de una competencia sana, normal, o como rivalidad “competitiva” (sic) sino mediante formas violentas y mortíferas (contra las cuales, pues, poco podemos hacer, salvo decir que no reflejan inseguridad). Se dice que la batalla la libramos “como país”, así que la responsabilidad también es federal, compartida, no sólo estatal por lo que estamos más a mano. Y finalmente, la lucha es contra el crimen organizado e intereses económicos mezquinos (que si somos buenos y honestos no nos van a afectar demasiado).
Nota final de este paréntesis. La alcaldesa de León, Alejandra Gutiérrez Campos, por su lado, dio como una suerte de cierre lógico conceptual al discurso de Huett, al declarar que “es importante destacar que se han incrementado las detenciones, los actos positivos, el poder recuperar motocicletas, vehículos, se está haciendo el trabajo, no es tarea sencilla”.
Aunque deseo que sí haya habido esa mejora en la ciudad, no hay que olvidar un problema persistente con el tema de las detenciones: muchos funcionarios de policía son premiados, consiguen beneficios o legitimación si registran más detenciones, así que adoptan la estrategia, violatoria de los derechos humanos, de arrestar más y más veces a la misma persona o de acosar a las personas en los barrios y las comunidades más vulnerables para marcar territorio, extorsionar, acosar y mostrar “resultados”. Una especie de “falsos positivos”. En cambio, resultados efectivos serían los relacionados con vinculaciones a proceso y sentencias definitivas, reducción de la impunidad, difusión de cultura de paz, de prevención eficaz y seguridad ciudadana y humana real, entre otros.
La narrativa “narcocéntrica”, que sigue hegemónica y aceptada en Guanajuato, es muy simple: siempre trata de explicar la violencia de forma inmediata, clara, límpida, sin explicar nada en realidad, pues esta sería el producto de “una disputa por la plaza” o de la “invasión de territorios” por parte de algún presunto cártel nuevo o de alguno que viene de fuera del estado.
Paréntesis bélica
Es así como se llegan a justificar y a normalizar, como parte de un proceso fisiológico y de daños necesarios, los homicidios, las matanzas y la inseguridad que siguen y siguen. Aquí sí, lo narco-céntrico se conjuga con lo belicista y el lenguaje de la guerra: ejecutar y abatir son verbos muy en boga en la jerga de medios y autoridades.
“Ejecutar” deja entrever que si un grupo armado o un “sicario”, otro término que no dice nada pero que nos han enseñado a aplicar a cualquier presunto miembro de una banda, cometen un asesinado, o bien, si un militar o un policía matan legal o ilegalmente a alguien, pues se trata de todas formas de una ejecución, algo casi debido, que era de esperarse como acto de justicia, como si fuera la ejecución de una sentencia o de una orden, que finalmente tiene su legitimidad o justificación. “Ejecutar” normaliza la violencia y las graves violaciones a derechos humanos que puede implicar. Todo esto lo explica a la perfección Fernando Escalante en el libro El crimen como realidad y representación, que salió a la venta ya hace 10 años, pero probablemente todavía le falta distribución y lectura en Guanajuato.
Lo mismo vale para “abatir”. En este caso, más que a sentencias derivadas del destino ineluctable del “delincuente”, que se lo buscó, o de alguna forma de justicia “normal” (normalizada) entre mafiosos o desde “la ley” y su brazo armado, el verbo se refiere directamente al mundo semántico de la caza, en donde se abaten animales, o de la guerra, donde se abaten enemigos, por ejemplo.
Al respecto el defensor de Derechos Humanos Raymundo Sandoval comentaba el año pasado:
Hace 15 años se impuso un discurso bélico de combate al narcotráfico durante el gobierno del panista Felipe Calderón. Esta narrativa comienza replicarse en el discurso oficial en Guanajuato, ya que, desde su segundo informe, el Gobernador Diego Sinhue comenzó a utilizar frases como: “Cero trato con los criminales”, “Cero tolerancia a la impunidad”. Recientemente, en la entrega de equipamiento de seguridad en Celaya señaló: “Hemos ido desarticulando bandas criminales completas, hemos tenido resultados favorables de abatimiento de criminales en enfrentamientos de Guardia Nacional, Policía Estatal, Ejercito y ahora de Policías Municipales”, “Hoy ves policías municipales que ya se enfrentan a los grupos criminales”, “Un mensaje que al final va a dar resultados”.
Es así como una grave violación a derechos humanos, una ejecución arbitraria o extrajudicial, peligrosamente se convierte en el lenguaje y se asume en la realidad como una sentencia aplicada con justicia, un “resultado favorable” o como un acto de guerra legítimo, hasta merecedor de premios y honores. Son los famosos “enfrentamientos”, término con los cuales las autoridades tratan de explicar casi todos los homicidios del país.
Me permito parafrasear nuevamente lo dicho por el gobernador y reportado por Sandoval: la prevención del delito y la seguridad se consiguen porque son abatidos presuntos criminales, y se espera que las policías locales y los cuerpos federales tengan den ese tipo de resultado. En este clima, el pasado 27 de abril en Irapuato elementos de la Guardia Nacional dispararon sin motivo contra un vehículo ocupado por estudiantes de la Universidad de Guanajuato, matando a uno de 19 años, Ángel Yael Ignacio Rangel, e hiriendo gravemente a una compañera de él, Alejandra, de 22 años.
Como para no quedarse atrás, a manera de ejemplo, conviene mencionar lo difundido por el Secretario de Seguridad Pública estatal, Alvar cabeza de Vaca, cuando en enero de 2021 twitteó un video acompañado de un textito con los “Resultados del grupo táctico operativo” que, con mucha táctica propagandística y poca estrategia real, presumía la detención de 11 personas, aseguramientos de armas y drogas, cartuchos y vehículos y sí, “1 abatido”. No se habla nunca de presunción de inocencia, de debido proceso, de sentencias, de anti-mafia o, eso sí sonaría mejor, de abatimiento de la impunidad estructural.
Es el eterno retorno de la guerra en la palabra que nos hace morir una y otra vez, por culpa del verbo favorito de Calderón y García Luna. En un estado que detiene firmemente el triste récord nacional de homicidios dolosos y de asesinatos de policías, este lenguaje bélico ya suena inquietante y necrópsico, pues nos hunde y tunde dentro de un bucle fatal, condenados a repetir la historia sin aprender nada de ella.
Crisis forense
Sobre el tema de la crisis forense, que en el país se resume en la cifra de más de 52,000 cuerpos sin identificar en manos de distintas autoridades e incluso de universidades, según datos de la misma fiscalía guanajuatense, al 5 de mayo había 892 cuerpos de personas fallecidas no identificadas en el panteón forense de la capital y 825 en fosas comunes municipales, siendo el total de 1,717 cuerpos sin identificar.
Unos veinte días después, al 26 de mayo de 2022, se señala que la cifra de 848 cuerpos en el panteón forense y 825 en fosas comunes, por un total de 1,673 cuerpos sin identificar. Se declara también que los que están en el panteón forense cuentan con archivo básico completo y perfil genético, pero los demás no tienen perfil genético y, por lo tanto, no van a poder ser identificados con el método de la confronta del ADN mediante bases de datos digitales, un proceso que los Ministerios Públicos deben de realizar periódicamente para seguir buscando a las personas.
En este sentido, hay que prestar atención a los casos de larga data: por una parte, los anteriores al 2012 no aparecen en las estadísticas y, por otra parte, la gran mayoría de los cuerpos no identificados con fechas anteriores al mes de octubre de 2020, cuando se inauguró el panteón forense, están dispersos en varios municipios y fosas comunes sin contar con perfil genético.
El tamaño de la crisis de las desapariciones no tiene en cuenta la ya mencionada cifra negra que debe de ser bastante elevada, pues tenemos conocimiento directo, gracias a la labor de 17 colectivos de búsqueda en la entidad, de que sí hay muchas personas en cada municipio que no se acercan al Ministerio Público o a otros mecanismos, como los reportes digitales implementados por la CNB, para denunciar o reportar.
En noviembre de 2020, durante la larga búsqueda de Salvatierra, que duró más de cinco semanas y terminó con el hallazgo de 81 cuerpos en 65 fosas clandestinas, en un predio que sirvió como sitio de exterminio, en total impunidad y muy cerca del casco urbano, durante varios años, la FGE trajo unas 150 pruebas de ADN gratuitas para la gente que quisiera realizarla por tener a un familiar desaparecido, pues se estimaba que aproximadamente ese sería el “universo” de gente que pudiera estar en esa condición en la zona. Sin embargo, llegaron más del doble de las personas, muchas más que las contabilizadas por los registros oficiales, y tuvieron que ser trasladadas a la capital del estado en los siguientes días.
En Acámbaro, en donde en diciembre de 2020 fueron encontradas decenas de fosas clandestinas y 105 bolsas con restos humanos en un predio en las faldas del Cerro del Toro, el colectivo local, ¿Dónde están? Acámbaro, señalaba ya en ese entonces cómo la mayoría de las familias presentes en sus listas e interesadas en los hallazgos de esas búsquedas, que tenían a uno o más familiares desaparecidos, no estaban registradas por las autoridades ni tenían denuncia.
Es razonable considerar que estas situaciones se den de manera sistemática y generalizada, por lo menos en los más de 30 municipios en que se han encontrado fosas clandestinas y sitios de exterminio, en donde reina un terror difuso y paralizante. Asimismo, estos mecanismos de silenciamiento, miedo, connivencia institucional y cifras negras, podrían detectarse en varios de los demás municipios que experimentan altas tasas de homicidios y padecen el desborde de la violencia en la entidad.
Entonces, ya vemos cómo la dimensión de la impunidad, que bien ha contextualizado Raymundo Sandoval, se junta con la profundidad de los vacíos y de las capturas del Estado, y don el dominio macrocriminal (es decir, de redes político-criminales-empresariales) en entramados mayores de lo que pensábamos e imaginábamos. Lo mismo sucede con el número de personas que antes estaban invisibilizadas socialmente y en las cifras y que, ahora, están presentes desde su ausencia, son llevadas al espacio público por sus familiares y los colectivos, y deben ser buscadas.
Gracias al trabajo desarrollado por Quinto Elemento Lab y A dónde van los desaparecidos con la investigación “Fragmentos de la desaparición” y su relativa base de datos, fundamental para “explorar la información sobre cómo México llegó a las 100 mil personas desaparecidas, quiénes faltan, desde cuándo y en qué territorios se resiente su ausencia”, como lo detalla su página web, podemos comparar los datos de los registros históricos, aun con sus limitaciones, tanto a nivel estatal como municipal, y relacionarlos con las tendencias más recientes para comprender un poco más el fenómeno de la desaparición en el tiempo, por lo menos desde el punto de vista estadístico y geográfico.
Esta tarea de análisis es más apremiante que nunca sobre todo para aquellos estados, como Guanajuato, en donde los dispositivos de la negación y de la minimización hacia la problemática y las propias víctimas han perdurado durante muchos años y, sólo recientemente, han sido compensados y, en parte, desplazados por procesos de reconocimiento, de formulación de demandas sociales y reivindicación de derechos gracias a la acción de los colectivos de búsqueda, de la sociedad civil organizada e, inclusive, de instancias internacionales.