Esa mañana en Santiago todo era muy extraño. Lo único que yo sabía era que tenía que estar en el otro lado del río Mapocho, que divide a la ciudad, para llegar al trabajo, donde era profesora de niños chiquitos. Cuando cruzabas desde algún lugar era muy claro ver el barrio alto, de lana, y el barrio de los de abajo. Yo venía, por supuesto, del barrio de los de abajo.
Empezó todo el jaleo en la radio desde muy temprano; nos decían que todos los trabajadores teníamos que estar en nuestro puesto de trabajo. Había que caminarle y salir lo más temprano posible.
Al cruzar el Mapocho tenía que atravesar el Parque Forestal. Eran como las 11 de la mañana y el cielo estaba lleno de helicópteros y aviones. Casi llegaba a La Alameda y ya habían bombardeado el Palacio de La Moneda. Era el 11 de septiembre de 1973.
Yo seguía caminando cuando pasó una bala volando junto a mí; sólo escuché su silbido. Poco a poco, la calle de La Alameda se empezó a llenar de tanques. Empecé a tener un miedo y una impresión… No alcancé a llegar al trabajo. No sé por qué, pero había que esconderse. Afortunadamente encontré a una amiga que vivía por ahí; nos metimos en su departamento, sacamos los colchones y los pusimos en la ventana. No sabíamos por qué hacíamos esto, pero sabíamos del bombardeo: estábamos a dos cuadras de La Moneda.
Todo era oscuro después del bombardeo. El miedo inundó Santiago y muchas otras ciudades; digo de Santiago porque ahí estaba yo. Se escuchaban los helicópteros, los aviones, los militares. Pusimos la radio y había sólo marchas militares; era un ambiente caótico, de mucho miedo.
Veía a la gente de los edificios, esos lindos del barrio alto; destapaban las champañas y enarbolaban unas banderas que no eran las de la izquierda.
Después de tres días, regresé a casa y tuve que presentarme al trabajo. Al director que estaba lo habían sacado y pusieron a otra gente. En esos días tenías que cantar el himno nacional con una estrofa dedicada a los militares; todos los maestros la cantaban, menos yo. A lo mejor era una pelotudez, pero era un acto de decir “no” y mostraba que no.
Pasó el tiempo y un día, en algún momento, me habla el director, que era un momio (a los de derecha les decíamos así). No sé si él era gentil o yo era trabajadora, por lo que no había muchas cosas por las que pudiera estar en mi contra. Me dijo: “María Angélica, se tiene que ir porque la están buscando”. Lo encontré bastante amable por el aviso y me salí. A los dos días, estaba en Buenos Aires.
Antes de irme estaba en el patio de la casa de una prima. Tenía un helicóptero arriba, volando; metí en una bolsa libros de Marx, de Engels, no recuerdo bien de quién más; hice un hoyo como pude, y siento que en ese momento enterré la democracia. Fue un acto muy triste, y en ese momento mi palabra fue regresar a buscarlos.
Fue tan triste como ir al Estadio Nacional; era como sentir culpa por no estar ahí adentro. Después te daba tristeza ver a los familiares, y después decías que afuera podías hacer más cosas, que podíamos organizarnos.
El golpe de Estado fue brutal, terrible, salvaje. Barrieron a la gente en la calle, la mataron. Cerraron tres días La Alameda para limpiarla: estaba llena de cadáveres, más todos los que llevaron al Estadio Nacional. Yo todavía no puedo mirar las botas de los militares; hay una historia muy compleja de haber vivido cosas bastante feas y estar mirando las botas de los militares.
Fueron días de convivir con helicópteros y tanques, con frases como: “no salgas en la noche porque necesitamos un salvoconducto, si no, te matamos”. Era caminar y ver las embajadas llenas de gente. Era un ambiente de miedo.
Por ejemplo, si veían a alguien que tenía en su biblioteca La Revolución de las Matemáticas, decían: “éste es rojo”, y lo mataban. Por azares del destino también viví la dictadura en Argentina. Ahí la gente tenía una agenda con datos de sus amigos; los militares veían a alguien que pareciera izquierdoso y se buscaban a todos los contactos que tenían en esas agendas, pero esa es otra historia.
En una dictadura aparece lo más siniestro del humano y algo que marca a todos: el miedo. Hay una canción, que canta una argentina llamada Liliana Felipe, que dice: “Nos tienen miedo porque no tenemos miedo”. Pero eso empiezas a cantarlo muchos años después, primero sientes un miedo enorme y muchas veces eso te hace pelear y salir a la calle, y en otros momentos te hace esconderte y esperas que ni te conozcan ni te vean. Te deja una marca enorme.
Dejar a mi país y ser exiliado es dejar, de un día para otro, olores, gente, amigos y familia. Estuve en el golpe de Estado, viví los momentos previos de Unidad Popular y estuve un año después del golpe. Abandoné Chile cuando tenía 23 años, dejando atrás a mi papá, un militar retirado, y a una mamá campesina.
Pertenecía a Unidad Popular y recuerdo que no voté por Allende porque no tenía edad, pero era allendista. Por cierto, a Allende lo matan en el Golpe de Estado, aunque dicen que se suicidó. ¡Por Dios! Imagínense, está el bombardeo, vienen aquellos monos y aparte me tengo que suicidar por la espalda: eso no es posible. Aparte, no lo iban a dejar hacer eso, tenían que matarlo. Salvador Allende fue consecuente hasta el final. Da un señor discurso cuando ya sabía que lo iban a matar, y quería decir: “a mí me sacan con los pies pa’ delante”.
A 39 años
Hoy en día soy una chilena chilanga, de Mixcoac. Me llamo María Angélica Núñez Chávez, soy terapeuta familiar y tengo 62 años. Alguna vez estuve casada con un argentino. Creo que ya resolví bien la vida. Tardé 23 años en regresar a Chile; ahora voy cada dos años.
Hoy en día les pediría perdón a los jóvenes chilenos porque cuando llegué a Buenos Aires hice mi vida, así, como encerradita, y no hice más nada. ¿Por qué creo que la palabra es disculpa? Porque no allanamos un buen camino y ahora hay un gobierno de derecha, lo que quiere decir que los que estamos afuera o adentro todavía estamos con miedo. Lamento no haber podido mantener una coherencia de ideales solidarios, porque los jóvenes tienen que pagar para educarse, digo, me toque o no pedir perdón.
Hoy en día intento dar mi apoyo o crítica política, y eso me hace feliz; política en el sentido de la cotidianidad ética y moral, pero moral no en el sentido del buen humano, sino de salud mental. Para mí, la salud mental es la izquierda; no puede ser jamás la derecha.
Tengo que confesar que nunca desenterré los libros aquellos que enterré con la democracia. A lo lejos, creo que fue un acto de desesperación.
Hoy en día puedo decir que fue una experiencia que me ha acompañado toda la vida y que seguirá. Mi hija mayor se llama Liliana por una compañera que tuve en la Normal y que la mataron por no denunciar a uno de sus compañeros. Hoy en día, sin duda digo: no hay perdón ni olvido.
Publicado el 17 de septiembre 2012