Profesores en el punto de mira (Periodismo Humano, 28/08/14)

Laura Villadiego

Unos días antes de morir, Non Chaisuwan descubrió en una extraña página de internet una lista de nombres. El suyo estaba el primero. La mayoría eran profesores o directores de escuela, como él, de distritos cercanos al suyo, en la provincia de Pattani, al sur de Tailandia. Chaisuwan se negó a ser trasladado a una escuela más segura, como hicieron muchos otros de sus colegas, a pesar de que sabía que esa lista era una sentencia de muerte que procedía de la insurgencia. Días después, dos hombres lo esperaron a la salida del colegio armados con AK47. Le dispararon pero no lo mataron. Cuando los insurgentes lo rociaron con gasolina y lo prendieron, su cuerpo aún gemía.

Los profesores se han convertido en uno de los principales blancos de la insurgencia que renació hace 10 años en el sur de Tailandia, en un conflicto que se ha cobrado más de 6.000 vidas – de los que 172 eran profesores – en las provincias de Pattani, Yala y Narathiwat – y en menor medida Songkhla – situadas cerca de la frontera con Malasia. La región coincide con el antiguo sultanato de Patani, un reino independiente que Tailandia anexionó a principios del siglo XX y cuya población es mayoritariamente musulmana y de etnia malaya. Los movimientos independentistas, que nacieron en los años 50, pero que se apagaron en los 80, resurgieron con fuerza en 2004 como respuesta a las políticas centralizadoras del gobierno de Bangkok, que ha intentado imponer en todo el territorio la religión budista y el tailandés como idioma único. Los cambios implementados por Thaksin Shinawatra, quien tras llegar al poder en 2001 eliminó el gobierno semi-autónomo de la región y puso al frente a la policía que abusó de la población, hicieron resurgir los deseos de independencia.

La insurgencia retomó las armas en enero de 2004 con toda una declaración de intenciones hacia la educación pública: prendiendo fuego a 18 escuelas, en un ataque conjunto en el que también se saqueó un polvorín del ejército del que obtuvieron cientos de armas. Desde entonces los ataques a profesores de centros públicos se han sucedido, sobre todo a los maestros budistas, como el propio Non Chaisuwan. “Los profesores son el segundo objetivo de los insurgentes. Primero son los soldados y luego los profesores”, asegura Boonsom Thongsriprai, presidente de la Confederación de Profesores de las Tres Provincia del Sur. En los últim0s meses, otras cuatro profesoras han sido asesinadas, la última de ellas el pasado 28 de agosto, también mientras se dirigía al colegio.

La mujer de Chaisuwan, Saawalak, era también profesora en una escuela cercana. “Al principio me sentí perdida. Ya habíamos planeado nuestra jubilación allí mismo, no queríamos irnos a ninguna parte”, asegura. Al duelo del luto se unió la sensación de ser también ella un objetivo, en un pequeño distrito, Saiburi, donde la insurgencia estaba muy activa. Saawalak pidió finalmente el traslado a la capital de provincia más cercana, Pattani, a una escuela donde la mayoría de los profesores son también budistas. Ahora vive con menos miedo, a pesar de que las puertas de la escuela son vigiladas continuamente por voluntarios civiles que van armados. “Nadie puede garantizar que vaya a ser seguro, pero es mejor que en Saiburi”, afirma la mujer, quien sigue tomando precauciones para evitar un ataque. “Ahora cojo diferentes caminos cada día. Eso me hace sentir más segura”, explica.

El conflicto en el sur de Tailandia es una especie de rompecabezas en el que nadie parece saber con certeza quién pertenece o no a la insurgencia. “Mi marido conocía a sus asesinos. Solía hablar con ellos porque solían andar cerca del colegio. Es por eso que nadie sospechó de ellos”, asegura Saawalak. Los ataques no suelen ser reivindicados y aunque existen varias organizaciones reconocidas – la más importante es el Frente Revolucionario Nacional Coordinado (BRN-C en sus siglas en malayo) – la mayoría de los especialistas coincide en que no controlan a buena parte de los rebeldes. El conflicto es además fundamentalente identitario y, aunque la religión tiene un rol importante, no es el principal elemento de las ideas insurgentes.

Aunque los profesores budistas son las principales víctimas, los musulmanes que trabajan en centros públicos también viven con miedo. “Esto no es sobre budistas o musulmanes. Si quieren matar a alguien, sea budista o musulmán, lo hacen cuando tienen la oportunidad”, dice Watthana Iso, la subdirectora de la escuela de Pakaharang, un centro que acoge a 380 estudiantes y que suele ser custodiado por militares a la entrada y salida del colegio. La escuela, situada en un ‘distrito rojo’, como llama el gobierno a las zonas con alta presencia de insurgentes, tiene un negro balance de ataques, el más grave, el asesinato de uno de sus profesores en 2007 en un puente cercano al centro. Otros maestros han recibido amenazas, por lo que todos extreman la precaución. “Es muy duro ser profesor en los distritos rojos. Tengo que ser cuidadosa con cada paso que doy cuando vengo a la escuela o cuando estoy trabajando”, explica Watthana rodeada de los dibujos que han hecho sus alumnos.

Las escuelas públicas conviven con los pondohs, escuelas islámicas tradicionales que el gobierno ha intentado erradicar sin mucho éxito. Muchas de ellas se centran sólo en enseñanzas religiosas aunque otras se han registrado oficialmente en el gobierno para poder recibir ayudas, a cambio de dar un mínimo de materias comunes, como lengua tailandesa o matemáticas. Es el caso de la Escuela Islámica de Pho Ming, una de las más respetadas del sur, en el que 1800 estudiantes comienzan su jornada con los rezos de las cinco de la mañana y estudian el Corán durante la mayor parte del día. Sus profesores no suelen estar en el punto de mira de la insurgencia, pero sí de las autoridades, ya que se les considera un foco de ideas insurgentes. Uno de los profesores de la escuela de Pho Ming, Ahmad Abdulhalim, ha sido arrestado en dos ocasiones acusado de insuflar ideas separatistas a sus alumnos entre las líneas de sus lecciones de gramática del árabe. “No tenían ninguna prueba, porque es mentira, así que tuvieron que soltarme”, afirma el maestro. “Pero todos los ustazs (profesores) son vistos como aliados [de la insurgencia] e instigadores para levantar a los estudiantes contra el gobierno”, continúa con un tono relajado, con el que también asegura que se siente “apenado” por la situación tanto de los maestros públicos como los islámicos.

Las negociaciones de paz que emprendieron el año pasado el Gobierno y el BRN-C dieron un respiro a los llamados “objetivos blandos”, principalmente profesores y monjes budistas, pero las conversaciones están ahora atascadas y la violencia ha aumentado rápidamente durante las últimas semanas en el sur de Tailandia. La crisis política que se vive en el país, tras meses de protestas antigubernamentales y un golpe de Estado perpetrado por los militares el pasado 22 de mayo, ha desviado la atención de los problemas en el sur y los ataques se multiplican buscando un impacto mediático. “[El asesinato] de profesores está dirigido a enviar un fuerte mensaje a la sociedad, a los medios: tenéis que ocuparos de lo que pasa en el sur”, Srisompop Jitpiromsri, director de Deep South Watch, uno de los principales centros de estudio del conflicto tailandés. “Si se asesinara a profesores musulmanes de etnia malaya el impacto no sería tan fuerte como con los profesores budistas de etnia thai”, explica. “Buscan un efecto diferente”.

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