Las armas forman parte del paisaje y del lenguaje peruanos. Formas de vida cinceladas por instrumentos para la guerra y la destrucción durante cinco siglos; tantos, que su uso se volvió sentido común, en todos los escalones del campo social. Arriba, violencia genocida desde el mismo momento en que el conquistador pisó estas tierras. Abajo, armas para defender la vida y los enseres de las más diversas crueldades, de esas que sobran en la castigada región andina, de la mano de curas y obispos, de gamonales y hacendados que forman sus guardias privadas para mantener a raya a la indiada.
Detrás de cada arma hay seres humanos. Niños y niñas, incluso. Que sonríen, juegan, vuelven a sonreír… y desfilan marcando torpemente los pasos porque en realidad están retozando entre pares. Sin detenerse aún a razonar cómo la vida los va llevando, demasiado pronto, de la cuna a la guerra sin tránsito intermedio, sin esa adolescencia que en los Andes parece un lujo de otros mundos.
Las rondas campesinas son eso, la vida cotidiana de las comunidades andinas decidida a defenderse. Inicialmente, de ladrones de ganado que siempre encuentran un juez o un comisario cómplices de sus andanzas. Los rostros adustos y curtidos de los mayores que empuñan sus armas en las rondas, enseñan en sus pliegues la rigurosidad de una vida a contrapelo de comodidades y placeres, ordenada en torno al trabajo manual a tres mil metros de altura, allí donde el sol y el frío marcan la piel con marcas indelebles.
Hasta las celebraciones religiosas, como la semana santa en la castigada Ayacucho, aparecen disciplinadas a punta de fusil. La violencia de la guerra interna no respetó, igual que durante la conquista, ni los más recónditos rincones de la vida privada, arrastrando hasta los recién nacidos al remolino de la crueldad y los excesos de la sangre. Incluso los mercados, reducto de mujeres de pies desnudos y manos callosas se afanan cocinando vida, se convirtieron en espacios dominados por los machos armados, amenazantes, cuya sola presencia intimida por el simple hecho de lucir pertrechos de muerte.
En esta geografía llamada Perú por un capricho de los caporales, el dolor y la ternura están separados por una fina e imperceptible membrana de vida. Van juntos, tan apretados como las niñas y las llamas que cuidan en las sierras. Como esos tejidos multicolores que anudan las mujeres en sus rústicos telares, para testimoniar que detrás y debajo de las angustias, sigue latiendo la fuerza y la energía de una cultura que no se rinde, ni se vende.
Por todo esto, no sorprenden las sonrisas de esos niños que se empeñan en seguir siendo, contra todo pronóstico, contra toda esperanza racional. Será que por eso son niños y niñas andinas, herederas de una tradición centenaria de llantos y resistencias, cuyas travesuras nos llegan a través del lente delicado y tierno de Gerardo.