Manel, el catalán que asesinó a Wagner y pintó por Dalí

Gerardo Magallón

Pasea por su estudio con una sonrisa franca, poco le importa que obras que él pintó estén atribuidas a Salvador Dalí y permanezcan colgadas en diversos museos y colecciones privadas al rededor del mundo. Discípulo fugaz de Picasso y Miró, admirador de Juan Pablo Moncayo, Carlos Chávez, Silvestre Revueltas y de Juventino Rosas. Amante de México, asesino confeso.

Manel Pujol Baladas, Vic, Cataluña 1947, es uno de los últimos testigos directos y heredero involuntario de la fiebre creativa de representantes de la generación del 27, como Jean Cocteau, Rafael Alberti y Vicente Aleixandre. Testigo de un mundo de figurones del arte europeo del siglo XX en donde está anclado su contexto formativo. Sostiene que él hace arte más no política, pero alza el pecho cuando muestra una instalación que realizó en homenaje a Johnny Cash, polémico músico de Arkansas que lo inspiró tras romper su guitarra en el escenario en protesta por las inequidades raciales en los Estados Unidos.

Su padre quería que fuera ingeniero naval pero él decidió navegar el Universo de otra manara: construyendo con la pintura mundos que lo han trasladado “del arte figurativo traducido en surrealismo, pasando después por el realismo mágico, y poco a poco evolucionando buscando mi ser interior”. Son ríos que ha navegado con turbulencias, pero finalmente ha llegado a buen puerto: la paz interior.

Aún siendo niño tuvo la certeza que las artes plásticas eran su destino, quizá por eso en el camino se cruzó con maestros que todavía admira y lo cautivan. Cuando habla de Pablo Picasso su voz se quiebra, el recuerdo de Joan Miró lo enternece. Mencionar a Dalí lo sacude, aunque ríe a carcajadas cuando narra su último desencuentro luego de una disputa legal en la que el más popular exponente del surrealismo quedó convertido en un “tío de paja”.

“Yo durante muchos años pinté del interior al exterior, pinté a través del oficio, de lo que veía, lo trasportaba a la tela. A medida que uno va madurando, lo que te vas desarrollando a nivel espiritual, te vas buscando interiormente, entonces yo ahora pinto del interior al exterior. Lo que pinto es lo que siento”, cuenta Manel Pujol desde su refugio, convertido en fortaleza, en la Ciudad de México.

Decir que admira a Picasso es decir poco; el tono de voz lo sube, el ritmo lo acelera y enfatiza: “Picasso era un hombre íntegro, ético, con valores y fue siempre así, nunca se rajó… sí se hubiera quedado en España -durante el ascenso del franquismo-seguramente lo hubieran fusilado y él hubiera estado de acuerdo antes que bajarse los pantalones y humillarse”.

La voz de Manel se hace dulce, pausada: “Miró fue un papá. Era él que te decía; pon esto, haz esto. Era este maestro querido, esa persona bien honesta, con criterios, también Republicano, serio. Un hombre ético, un hombre de ideales, un hombre respetable. Tuve estos dos y aparte tuve el grano en el culo que fue Dalí”.

El talento y las manos de Manel Pujol fueron quienes trazaron y crearon entre 250 y 300 obras atribuidas a Salvador Dalí, “… Eran de Dalí porque la firmaba, la poseía atrevés de la firma”. Al igual que muchos pintores a lo largo de la historia Dalí tenía un estudio en el cual trabajó Manel por más de una década.“Muchos funcionaron así y muchos que no se conoce funcionaban así, que tenían ayudantes, que prepárame esto y esto y vas haciendo esto y al final daba los cuatro toques y al final decía: ¡pues ya, la obra ya está!

“La fama ya la tenía y quería el dinero”. Pujol Baladas explica que la maquinaria detrás de Dalí costaba 1 millón de pesetas al mes -aproximadamente unos 20 mil dólares a mediados de la década de los sesenta-. Entre los extravagantes gastos que el artista de los bigotes retorcidos generaba figuraba la reservación durante todo el año de una suite en grandes hoteles de lujo, como el Ritz y el Regis en Barcelona. “Para soportar esta estructura se tenía que producir mucho, por eso las joyas, la esculturas seriadas, por eso la obra gráfica”.

La ruptura entre los artistas se dio después de una década de trabajo y luego de acumular diversas diferencias, básicamente de principios, además de la urgencia del joven Manel por encontrar su propia identidad: “Ya habían cosas raras, había papeles que salían sólo con la firma y la impresión se hacía aparte, como si fuera una litografía original”.

“Dalí era un hombre que se movía por intereses… es decir fue un gran pintor pero para mí nunca fue un ejemplo”, señala Manel tras reconocer que pese a todo hubo lazos de afecto y la importancia que esta colaboración tuvo en su formación artística: “Está la escuela formal y la escuela de vida”. Tras una gran discusión Pujol Baladas dejó el estudio de Dalí, sin embargo ya estaba en curso una intrincada causa judicial por plagio en que se involucraba el nombre de ambos.

El juez que llevaba el caso llamó a Manel; “Pues Pujol, quizá que expliques la verdad, porque igual te juegas la vida”, cuenta que lo instruyó el juzgador. Dos ojitos socarrones marcan el resto del relato: “Yo tuve la prudencia de dejar mi huella dactilar, ponerla siempre en el fondo y alguna firma. Hagan radiografías, pedí”. En una mesa larga colocaron varias obras en disputa y previa realización de los respectivos análisis pidieron que el genio entrara y señalara su obra, “… es esta, esta y esta… Señor Dalí, perdón, creo que está equivocado, estas son las radiografías. Esa fue la verdadera historia”.

Luego del descalabro legal y moral Salvador Dalí sólo pudo decir: “Pues que pinte, que lo hace muy bien”. La última conversación entre los catalanes es tan rotunda como la sentencia judicial que dio a Manel la libertad absoluta que ahora respira, “cada vez que hablen de mi, saldrás tu, este es tu castigo”, dijo el maestro. “Y bueno, cada vez que hablen de mi, me preguntarán por ti, esta es tu pena”, reviró Pujol.

Entre los mundos que ahora Manel Pujol Baladas construye también está la reinvención del tiempo, lo transformó. Vino a México por tres meses y los ha convertido en más de dos décadas de creación en estas tierras, “México me libera de todo, México no me pide explicaciones, de quien soy ni porque, sólo abre los brazos y me dice, pues aquí estás, tu sabrás lo que haces con todo lo que vas a ver y vivir”.

Plantarse frente a la obra de Pujol es extraviarse en una galaxia de colores que gravitan y se disuelven en universos de papel corrugado y telas rasgadas, de texturas que forman en sí otras galaxias. “Ahora habla mi espíritu, no habla sólo mi cerebro, habla el espíritu a través de lo que siento. Pinto música, pinto poesía, pinto lo que estamos hablando, pinto emociones”.

Sobre su estancia en México continúa: “Yo necesitaba este cambio, necesitaba cortarme más el cordón umbilical, necesitaba desprenderme para volverme a buscar a mí mismo”, relata en su estudio limpísimo atiborrado de pilas de pinturas, evidencia de su felicidad, “frustraciones no hay tales porque si un cuadro no me gusta lo rompo”.

Por más de diez años los resortes creativos del maestro subyacen en la música. Con especial intensidad, y gratitud, se refiere a la inspiración que le provocan los autores mexicanos como Chávez, Moncayo y Julián Carrillo. Gustav Mahler y Antonio Devorak lo exaltan. “Lo de Wagner era un reto muy intenso, era ver quien mataba a quien… y yo gané”, relata con triunfalismo.

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