Ventanas

Alicia Alonso Merino

Los gritos del alma en la piel de las presas

Existe una realidad poco conocida fuera de los muros de las prisiones que son las conductas autolesivas de las personas presas. Aunque la modalidad más frecuentes y conocida es cortarse (cutting), también se acude a quemarse (burning), marcarse la piel con fuego, interferir en el proceso de cicatrización de las heridas, introducirse objetos bajo la piel o las uñas (branding) o coserse la boca como señal de protesta al inicio de una huelga de hambre. Todas ellas son formas de confrontar la dureza de la experiencia carcelaria. Donde el cuerpo, lo único sobre lo que queda un poco de autonomía, es llamado a representar el lugar donde expresar el sufrimiento psíquico o donde comunicar las necesidades y los conflictos emotivos que la cárcel provoca.

Aunque las autolesiones son una realidad en todas las prisiones, están más presentes en las cárceles de mujeres. Según la Relatora Especial sobre Violencia contra la Mujer de las Naciones Unidas, mientras los reclusos expresan el enfado y la frustración mediante la violencia física, las mujeres presas tienden a recurrir más a la autolesión1.

En el contexto carcelario, la piel se convierte en la superficie sobre la cual gritar la propia muerte social, la inadecuación para afrontar el sufrimiento que supone una reestructuración cognitiva impuesta, y una llamada de atención sobre su situación. Con la exteriorización del dolor se busca la posibilidad de no sentir un dolor interior que es todavía mayor.

Como me reconocía Luisa2, encarcelada en la prisión de mujeres de Santiago de Chile, la única manera que alguien hiciera caso a sus dolores y la viera un médico era cortarse, si no, la administración penitenciaria permanecía sorda y ciega a sus necesidades. Daniela, también presa en la misma cárcel que Luisa, contaba que cuando la metieron en aislamiento después de varios días sin apenas contacto humano, empezó a sentir que se volvía loca, y la singular forma para romper ese proceso fue cortarse, para que la sacaran a enfermería y pudiera ver y hablar con alguien.

Pero sería equivocado reducir estas acciones solo a cuestiones instrumentales cuando detrás hay sufrimiento, desesperación y causas patológicas. Las condiciones de la cárcel, como la reducción de los espacios personales, el deterioro de las relaciones, asociado a la falta de oportunidades, sin duda tienen una relación directa en que éstas se produzcan. Las altas tasas de autolaceración en las mujeres presas se debe al propio mecanismo institucional, que implica el adiestramiento con violencia de la represión de los propios sentimientos3. Así me lo confesaba Nuria, presa también en la cárcel de mujeres Santiago, diciendo que los cortes eran un desahogo, producidos por la tristeza de no poder ver a su hija.

Para las reclusas, el cuerpo es el lugar de autonomía y de libertad, es aquello que tienen propio y el territorio sobre el que –teóricamente- pueden hacer lo quieren. Es el único espacio sobre el que pueden ejercer el poder, frente al control impuesto por la institución penitenciaria. Y, aun así, la libre disposición sobre su cuerpo se transforma también en una falta a sancionar. De hecho, en la cárcel de mujeres preventivas de Santiago, durante el año 2018, se sancionaron a 57 reclusas por autolesiones, cuando este motivo ni siquiera se recoge en el reglamento de las faltas.

Raquel Miño y Graciela Rojas han denominado las autolesiones de las mujeres encarceladas como “los gritos del alma”, como si las cicatrices fueran un mapa de escenas de dolor en su vida, donde se representan sin palabras los acontecimientos dolorosos de sus vidas, los abandonos, las ausencias, las soledades4, la angustiante espera, la falta de interlocución.

Pero también, las autolesiones se convierten en una herramienta de resistencia frente a la opresión que significa el encierro. Es una forma de rebelarse, convirtiendo las múltiples cicatrices en un lenguaje de orgullo e insumisión5. Elisa, también presa junto a Nuria, Daniela y Lucía, me decía que ella se cortaba cuando tenía rabia, cuando tenía pena, cuando la cárcel le producía una angustia insoportable, para aplacar ese otro dolor interior, el del alma.

Con la llegada de la pandemia y la imposición de un aislamiento más extremo del que ya vivían, las presas se han encontrado con una situación de pánico, sin información ni medidas de prevención. De la mañana a la noche todo se paró al interior de las cárceles: los talleres, la escuela, el trabajo, las revisiones médicas, las visitas de los familiares.

Las presas han sufrido de forma particular la separación de sus familias. La ruptura de los lazos familiares tiene consecuencias emocionales extremadamente dañinas para las reclusas, especialmente si son madres, y tiene un impacto perjudicial en su salud mental y en sus posibilidades de reinserción.

Esta situación de angustia ha provocado que el número de casos de autolesiones haya aumentado con respecto al año anterior. En Roma, por ejemplo, según los dados de la Asociación Antigone (cuyos datos sobre esta cuestión son de los pocos existentes), mientras que en el 2019 hubo 33 casos de un total de 382 mujeres encarceladas, en 2020 este número casi se duplicó (51 casos entre 310 mujeres).

Las autolesiones en las prisiones, en definitiva, nos comunican que las cárceles son un lugar que deshumaniza, donde se imparten dolores, privaciones y precariedad.

1 ORGANIZACIÓN DE LAS NACIONES UNIDAS: Informe de la Relatora Especial sobre la violencia contra la mujer. Causas, condiciones y consecuencias de la encarcelación para las mujeres. Washington. A/68/340 de 21 de agosto de 2013. Párrafo 69.

2 Los nombres usados son ficticios.

3 FRANCÉS LECUMBERRI, Paz; RESTREPO RODRÍGUEZ, Diana. ¿Se puede terminar con la prisión? Críticas y alternativas al sistema de justicia penal. Ed. Catarata. Madrid. 2019. Pág. 91

4 MIÑO, Raquel, ROJAS, Graciela. Nadie las visita. La invisibilidad de las mujeres privadas de su libertad. Editorial de la Universidad Nacional de Rosario. 2012. Pág. 153.

5 Ídem. Pág. 156.

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