Ventanas

Alicia Alonso Merino

Incendios

Me encuentro en medio de una nueva ola de calor en el Sur de Europa, rodeada de incendios. Síntomas de un cambio climático que la extrema derecha se empeña en negar mientras criminaliza a quienes denuncian la pasividad de nuestros gobiernos. Fuegos en las varias islas griegas, fuegos en Sicilia, en el Norte de Argelia. Pero también incendios en otras partes del plantea, en Canadá, en las islas Hawai… En este contexto preinfernal suelen pasar desapercibidos otros siniestros donde las llamas también son trágicas protagonistas, me refiero a las prisiones latinoamericanas. Unos hechos que parecen esporádicos pero que se repiten sistemáticamente, con demasiada frecuencia y son una muestra del abandono endémico en el que se encuentran las prisiones en América Latina.

Algunas semanas atrás, el 20 de junio del 2023, en la Penitenciaría Nacional Femenina de Adaptación Social en Honduras, se produjo un enfrentamiento entre las reclusas donde murieron 43, 25 de ellas calcinadas por un incendio provocado al interior del penal. No era un hecho aislado en el país, algunos años atrás, en el 2012, morían 362 reclusos en otro incendio ocurrido en la granja penal de Comayagua. Y en el 2004, otras 107 personas privadas de libertad murieron abrasadas por las llamas en el Centro Penal de San Pedro Sula. 

En Chile, el 8 de diciembre del 2010, un incendio de la Torre 5 de la cárcel de San Miguel conmocionó el país. Una prisión con una capacidad de poco más de 700 personas que al momento del evento custodiaba a 1.955 presos y donde 81 perdieron la vida asfixiados o calcinados. La edad media de los fallecidos era 24 años. Todos los días 8 de cada mes, la asociación de familiares de presos fallecidos, «81 razones», se autoconvoca delante de la prisión siniestrada para reclamar la justicia que nunca vieron las víctimas ni sus familiares.

En Venezuela, en el año 2018, se produjo un incendio de la estación de policía en Carabobo, donde fallecieron 68 de las personas allí recluidas. En el 2015 fueron 16 los presos abrasados hasta la muerte en la cárcel de Tocuyito. En el 2005 murieron calcinados 5 menores en el centro reclusorio de San Felix. La propia Corte Interamericana de Derechos Humanos reconoció que en esta cárcel para adolescentes se vulneraron varios derechos humanos. Todos estos eventos evocan la gran tragedia del 1994 donde fallecieron 108 reclusos en la cárcel de Sabaneta, y que reveló las graves falencias del sistema de prisiones venezolano que al día de hoy continúan y siguen denunciando el Observatorio Venezolano de las Prisiones.

En Colombia en la prisión La Modelo, de Bogotá, en la noche del 21 de marzo de 2020, fallecieron 24 presos calcinados en un incendio. El siniestro desveló las malas condiciones carcelarias en las prisiones colombianas pero poco cambió. De hecho, dos años después, el 28 de junio del 2022, un nuevo incendio, esta vez la cárcel de media seguridad de la ciudad de Tuluá (Valle del Cauca), acabó con la vida de 51 reclusos.

En Argentina, la peor masacre de personas presas aconteció en el año 2005 en la cárcel bonaerense de Magdalena donde murieron calcinadas y asfixiadas 33 personas. La mayoría  eran jóvenes, detenidos por delitos de poca monta. En el 2018, fueron 5 los fallecidos en el penal de Victoria en Entre Ríos. En Brasil, en el 2012 fallecieron 7 presos incendio en la Colonia Penal Agrícola Ênio Pinheiro de Rondonia. El incendio destruyó todo el Pabellón 1 de un penal cuyas instalaciones tenían graves deficiencias estructurales.

Guyana, Panamá, Paraguay, Ecuador y un largo etcétera son solo algunos ejemplos que revelan esta tragedia silenciosa y que suponen en la práctica una condena a la pena de muerte. No por acaso las tasas de mortalidad de las personas encarceladas son al menos un 50 % superiores a las del resto de la comunidad.

Hacinamiento, graves deficiencias en el saneamiento básico, malas condiciones de las infraestructuras (ausencia de sistemas de detección y extinción de incendios, sistemas eléctricos defectuosos, paupérrima ventilación), falta de atención a la salud, limitando acceso al agua, alimentación precaria y ausencia de actividades, son algunas de las características que comparten las prisiones del continente latinoamericano. Además, la violencia entre presos o entre bandas criminales y los motines suelen ser consecuencia, entre otras, de las deficientes e inhumanas condiciones de reclusión y luchas por el control del espacio ante la ausencia del estado.

La propia Comisión Interamericana de Derechos Humanos repite como un mantra que “los Estados tienen el deber de garantizar que los centros penitenciarios cuenten con estructuras adecuadas y seguras, así como con medios idóneos, planes de acción y personal suficiente y capacitado para mantener la seguridad en los centros penales y hacer frente a este tipo de situaciones de emergencia”, pero parece que de nada sirve.

Si los Estados no tienen el control efectivo de sus prisiones o no pueden ofrecer condiciones dignas para cumplir las penas, deben abstenerse de encarcelar a las personas condenadas y estudiarse alternativas a la prisión. Así de rotundo se ha expresado el relator especial sobre las ejecuciones extrajudiciales, sumarias o arbitrarias de Naciones Unidas. Nada más que añadir.

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