Fronteras Abiertas

Laura Carlsen

Las cosas cambian

Hay instantes que se quedan grabados en la memoria con todos sus detalles intactos. Me acuerdo del ángulo del rayo de sol que caía en el piso del pasillo, del calor seco en el verano californiano, cómo sonó el teléfono y las palabras desde el otro lado de la línea: “Ganaron, cayó la dictadura. Salió Somoza”.

La llamada marcó el principio de una larga relación con el pequeño país centroamericano. Las imágenes de las fuerzas revolucionarias entrando a la capital, triunfantes, marcaron nuestra formación política. Empezó el trabajo de solidaridad —cosechando algodón en el Golfo de Fonseca como brigadista; leyendo; escribiendo y educando en las comunidades; protestando el financiamiento del gobierno estadunidense a la contra; construyendo relaciones pueblo-a-pueblo. Para una generación, fue el ejemplo vivo de que el pueblo organizado podía derrocar a una dictadura y soñar otro futuro.

Creció un movimiento amplio contra las políticas intervencionistas de los Estados Unidos en Centroamérica que logró importantes controles sobre esas políticas que permitieron pasar a procesos (incompletos) de construcción de paz y democracia en la región.

Pero las cosas cambian. Tras los años, los gobiernos sandinistas enfrentaron el embate de las fuerzas contrarrevolucionarias y los duros desafíos de construir bienestar y justicia social en el contexto de la globalización neoliberal. El Frente Sandinista perdió la presidencia en las elecciones de 1990, para regresar hasta el 2007. Desde entonces, el liderazgo de Daniel Ortega se incrustó en el poder, con características cada vez más autoritarias y corruptas, ejerciendo el mandato con fines personales y alejándose de la institucionalidad democrática.

Al quitar la prohibición a la relección ilimitada y hacer vicepresidente a su esposa Rosario Murillo, se veía el inicio de una dinastía que buscaba convertir al país en un feudo familiar, guiado por una extraña mezcla de “Cristianismo, Socialismo y Solidaridad” y los acuerdos con los grandes empresarios.

En 2007, en alianza con los partidos conservadores y la jerarquía de la iglesia, impuso la prohibición total del aborto en el país, marcando una postura agresiva en contra del feminismo, que había ganado terreno en la lucha por la igualdad con la participación activa de mujeres en la guerra y en la construcción de la nueva sociedad.

Otros momentos clave en la transformación de revolución a represión bajo el gobierno de Ortega-Murillo, han sido: el pacto con el ex presidente Arnoldo Alemán hace 20 años y la continuación de una cultura política de “pactismo”, la represión contra organizaciones campesinas por su resistencia al canal interoceánico, el clientelismo en sectores populares y la adopción de políticas neoliberales como la que estalló la crisis actual.

Cuando empezó la insurrección cívica el 18 de abril, parte de la izquierda nicaragüense e internacional automáticamente lo achacaba a la intervención imperialista, siguiendo la versión de Ortega. La evidencia que suelen citar son los aproximadamente 4 millones de dólares en financiamiento desde 2014 del National Endowment for Democracy (NED), la principal organización del gobierno de EEUU para la “promoción de la democracia”, o cambio de régimen. También es cierto que algunos estudiantes de la Alianza de la oposición viajaron a Washington en las últimas semanas financiados, según reportes, por Freedom House, otro grupo gubernamental para la intromisión en la política en otros países a favor de los intereses del gobierno de EEUU. En los últimos días, el presidente Trump impuso sanciones contra miembros del gobierno nicaraguense, prometió otros $1.5 millones y retiró equipo entregado en ayuda exterior.

El apoyo del gobierno estadunidense no sorprende, pero tampoco quita legitimidad o autenticidad del movimiento contra Ortega. Se refieren a los manifestantes como “auto convocados”, destacando el carácter autónomo y espontáneo del movimiento. Imposible fabricar una insurrección de esta extensión y perseverancia, aun para los experimentados expertos de Washington.

La represión ha sido brutal y es un factor importante en el crecimiento del movimiento que ahora exige la renuncia de Ortega y elecciones adelantadas para salir de la crisis. Según EFE, entre 277 y 351 personas han perdido la vida, la mayor parte —por mucho— manifestantes muertos por las fuerzas de seguridad o por paramilitares al servicio del régimen.  Cientos más están desaparecidos o heridos. El gobierno Ortega-Murillo está deteniendo a los líderes, con dos de Masaya acusadas de “terrorismo”, bajo una nueva ley para criminalizar la protesta.  También hay censura de los medios.

El representante del Alto Comisionado de la ONU Rupert Colville reportó que la violencia es “abrumadoramente perpetrada” por el gobierno, y señaló en su visita al país, “la gran mayoría de las violaciones son por parte del gobierno o elementos armados que por lo visto trabajan juntos con ellos”.

La violencia en Nicaragua hoy no es una insurrección manipulada desde afuera y no es una guerra. Es la represión abierta desde el poder contra un movimiento de base. Es responsabilidad de la comunidad internacional denunciar la represión y la violación de derechos humanos. En el mundo pos-Guerra Fría de conflictos complejos y contextualizados, una izquierda de principios no puede funcionar con la regla simplista de que ‘cualquier enemigo del imperialismo es nuestro amigo’.

Por todo el país, la gente responde erigiendo barricadas de adoquines en las calles. El primer periódico sandinista se llamaba “Barricada”, escrito en rojo y negro.

Ahora las barricadas están del otro lado. El lugar de la izquierda debe seguir siendo detrás de ellas —en la resistencia contra el autoritarismo, el patriarcado y los abusos del poder, y en defensa de los valores revolucionarios que nos inspiraron hace casi 40 años.

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