Cuando mi hijo grita

Mohammed Omer* Traducción: Pablo Dalchiele (editado por María Landi)

Gaza. Mi hijo Omar, de apenas 3 meses de edad, llora arropado en su cuna. Es de noche. Cortaron la electricidad y el agua. Mi esposa frenéticamente intenta consolarlo, protegerlo y tranquilizarlo mientras las lágrimas caen por su rostro. Esta noche la canción de cuna de Omar es la interpretación israelí de la Cabalgata de las Valquirias de Wagner, con F-16 que golpean la tierra formando la percusión, misiles Hellfire conduciendo los instrumentos de viento y drones representando la sección de cuerdas. Bombas de helicópteros de combate y morteros terrestres israelíes que estallan todo a nuestro alrededor completan la sinfonía, su sonido tan inconfundible como las famosas tubas de Wagner.

Pero a diferencia de una interpretación, esta ópera de la muerte dura días. El aplauso de la audiencia se reemplaza por los gritos aterrorizados de los bebés y los niños envueltos en humo. La metralla impacta en edificios y coches, mientras otro misil encuentra su blanco, aterrizando en otro hogar. Ya hay seis más muertos. La casa de un médico al lado nuestro fue alcanzada por tres misiles F-16 israelíes. Es difícil saber cuál era el objetivo. El médico fue asesinado, uniéndose a su madre y su padre, muertos en la guerra anterior en 2008-2009. Los ataques aéreos zumban en mis oídos y en los de Lina. El llanto de Omar continúa…

No hay final a la vista. Más allá de la frontera vemos tanques amontonándose, preparándose para la invasión terrestre. Arriba, el siempre presente tucu-tucu-tucutu de los helicópteros Apache mece la cuna de Omar con su vibración. Sirenas de advertencia perforan la noche: otro misil lanzado desde un buque de guerra israelí. La frontera no está lejos, pero no podemos irnos: la Franja de Gaza ha estado bajo bloqueo desde 2007. A diferencia de Israel, no tenemos refugios antiaéreos para ocultarnos. Los 1,8 millones de habitantes de Gaza, más de la mitad de ellos niños menores de 18 años, se abarrotan en un área del tamaño de Manhattan, sin poder salir. Debemos quedarnos y rezar, rezar para no seamos atacados.

Ya he pasado por esto antes: crecí en Gaza, pero ésta es mi primera vez bajo fuego como padre y esposo. Es una experiencia totalmente diferente. Me gustaría poder transportar por aire a mi esposa y a mi hijo fuera de aquí. Pero este es mi amado hogar ancestral; ¿qué otra cosa puedo hacer? El ruido de los ataques aéreos es demasiado fuerte y al parecer interminable. En un momento de silencio nervioso, Lina amamanta a Omar y reza en silencio.

¡Crash! ¡Bum! Otro ataque aéreo se estrella contra el suelo fuera de nuestra casa. Lina se lanza fuera de la habitación, protegiendo a Omar entre sus brazos mientras busca estar a salvo en otro lado. Omar grita y grita y grita. Es perforante, me envuelve en un horror que sólo un padre puede entender. Me resulta imposible consolarlo, sosteniendo su mano diminuta mientras yace en los brazos de mi esposa. Lina sujeta con fuerza a Omar.

Saltamos nerviosamente de habitación en habitación escrutando el cielo en busca de misiles. Israel siempre afirma que son de precisión. ¿De precisión? ¿Entonces por qué tantos niños, mujeres y ancianos son heridos, mutilados o muertos por misiles cada vez? ¿Por qué es bombardeado el hospital? ¿Por qué las escuelas, puentes, instalaciones de tratamiento de agua, invernaderos y otros objetivos civiles? Las estadísticas siempre cuentan una historia diferente.

¡Bum! Un destello de color blanco y otro impacto. El estrés es debilitante, impulsado por el zumbido constante de aviones no tripulados. Nos persigue mientras buscamos algún lugar seguro, pero no hay ningún lugar seguro. Miramos, esperando. Otra andanada de misiles Hellfire sacude el edificio.No hay descanso. No dormimos, pero tenemos la suerte de estar vivos todavía.

Abro y cierro la puerta de la heladera. La electricidad se cortó, pero me hace sentir normal. Lina trata de dormir, se recuesta un par de minutos y se despierta temblando. Esto es lo que se siente al estar bajo ataque en Gaza, y no sabemos por cuánto tiempo o cuándo terminará.

Hablamos, buscando distraernos, preguntándonos cómo la estarán pasando los israelíes al otro lado del muro de segregación. Ellos son libres de entrar y salir cuando les plazca y sin restricciones. ¿Se sienten seguros, con las sirenas de advertencia y los refugios antiaéreos donde esconderse? No tienen que preocuparse por buques de guerra que bombardeen sus casas, tanques que aplasten todo a través de sus calles, excavadoras que destruyan sus hogares, aviones de combate que dejen caer bombas sobre su barrio o aviones no tripulados que los cacen. Israel es la cuarta fuerza militar más poderosa del mundo, con ejército, armada y fuerza aérea completas, así como su Cúpula de Hierro, que es muy eficaz contra los cohetes caseros lanzados desde Gaza. Nosotros no tenemos armada, ni fuerza aérea ni ejército. Parece que ni siquiera tenemos derecho a existir o a defendernos. Ese derecho, según los Estados Unidos, pertenece sólo a Israel.

Al reflexionar sobre todo esto, la hipocresía eleva la disonancia cognitiva, la realidad de esta situación, a nuevas alturas. Estamos a apenas una hora en coche de las principales ciudades de Israel; sin embargo, vivimos en un mundo completamente diferente. Gaza es los guetos de Lodz, Cracovia y Varsovia juntos. No podemos salir o entrar sin el permiso de Israel. Israel nos dice lo que está permitido comer, nos ataca cuando se le antoja y con frecuencia, decide qué productos se nos permite tener, hasta el papel higiénico, el azúcar y los bloques de hormigón. Arresta a nuestros hijos, padres y madres, y puede mantenerlos retenidos todo el tiempo que quiera. Sus francotiradores se divierten a expensas de nuestros niños. ¿Cómo puede la sociedad israelí no saber lo que estamos sufriendo o lo que están pagando a los que nos hacen esto? ¿Acaso sus padres, abuelos, no pasaron por el mismo horror antes de venir a Palestina? ¿No fue el sionismo creado para que estos horrores no le ocurrieran nunca más… a ningún pueblo? (…)

A pesar de la desesperación, Gaza es mi hogar. Dondequiera que vaya, sin importar el tiempo que tenga que esperar en los puestos de control, al salir o al regresar, sentado bajo el sol caliente o discutiendo con los funcionarios sobre el abuso a los viajeros y las víctimas, siento una profunda alegría y amor cuando atravieso los portones de Rafah, porque estoy en casa.

Tengo opciones, dada mi ciudadanía holandesa. Mientras las bombas siguen cayendo, me pregunto si debo llevar a mi familia a los Países Bajos –donde nació mi hijo–, seguir con mis estudios de doctorado para Erasmus Rotterdam y la Universidad de Columbia, y tratar de olvidar los F-16 y las pesadillas que Israel reserva para nosotros.

Pero soy un periodista, y le debo a mi pueblo y al pueblo israelí saber la verdad. Decido quedarme en Palestina, mi querido hogar, con mi esposa, hijo, madre, padre y hermanos. No estoy dispuesto a dejar que Israel o el sionismo me exterminen.

Desde 1947 Israel ha trastocado nuestra vida. Mi familia y yo somos de la raza equivocada y la religión equivocada, por eso el Estado no nos quiere aquí. Pero esta es mi patria y, empecinadamente, sigo y seguiré permaneciendo en ella. Es mi derecho como ser humano y nuestro derecho como palestinos o israelíes, ya sea que seamos judíos, cristianos o musulmanes. En última instancia, todos somos humanos.

* Mohammed Omer es periodista gazatí, corresponsal de IPS, Al Jazeera y otros medios. Seguirlo en:@Mogaza

Publicado en The Nation.

28 de julio 2014

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