Tinta contra el silencio

John Gibler

John Gibler es autor de Morir en México (sur+, 2012), 20 poe­mas para ser leídos en una balacera (sur+, 2012) y México Rebelde (Debate, 2011), y colaboró en el libro País de muertos: crónicas contra la impunidad (Debate, 2011). Es un periodista independiente que vive en México desde 2006, escribe artículos y reportajes sobre política nacional y regional. Ha colaborado en diversos medios impresos estadounidenses y mexicanos, como Left Turn, Z Magazine, In These Times, Common Dreams, Yes! Magazine, ColorLines, Democracy Now!, Milenio Sema­nal y Contralínea. Se graduó en filosofía en la Universidad de Texas y estudió la maestría en filosofía política en la London School of Economics.

Cuando Pedro Tonantzin salió de su oficina y vio un he­licóptero de la Marina suspendido en el aire, no tenía la menor idea de lo que vendría. Cuernavaca en diciembre del 2009 todavía no sufría los peores acontecimientos de la llamada narcoguerra. Los reporteros de nota roja, como Tonantzin, corresponsal de Excélsior, Cadena 3 y Univi­sión, ya cubrían algunas escenas de personas asesinadas cuyos cadáveres habían sido depositados en la vía pública con mensajes escritos en cartulinas y firmados por el Cártel Pacífico Sur, o C.P.S. Pero las balaceras en plena ciudad, las masacres en lugares públicos, el teatro callejero de la saña, tan común ya en lugares como Culiacán, Tijuana y Ciudad Juárez, era visto como parte de una lejana realidad norteña. Una realidad que los periodistas de Morelos no di­mensionaban ni entendían. Algunos confiesan ahora haber sentido ganas de cubrirlo.

Pedro Tonantzin filmó el helicóptero mientras marinos bajaban a rapel, uno tras otro, hacia los condominios de lujo Altitud. Momentos después él y un colega corrieron hacía los departamentos.

En las siguientes horas a muchos reporteros de Cuerna­vaca les tocaría tirarse al suelo entre las balas, identificarse ante soldados que los encañonaban, tomar imágenes de ex­plosiones de granadas, balaceras, detenidos y muertos. Un poco antes de la media noche supieron que fuerzas especiales de la Marina —aparentemente apoyados por elementos de la agencia estadounidense antidrogas, la DEA— habían mata­do al capo del narcotráfico Arturo Beltrán Leyva y a varios de sus acompañantes.

Así llegó la llamada narcoguerra a Cuernavaca, un día de diciembre, como de la nada.

“Sabíamos que iba a tener consecuencias”, dijo Pedro Tonantzin sobre el operativo de la Marina, “y apareció la primera narcomanta unos días o una semana después”. Esta manta, reflexionó, declaró una guerra, “no un ajuste de cuentas, una guerra”.

Pasaron un par de semanas de calma extraña en Morelos y después empezaron a aparecer en las noches y en las madru­gadas los cuerpos destrozados, lenguaje del terror escrito con seres humanos decapitados, desmembrados, desfigurados, colgados de los puentes. En el estado de Morelos, a una hora del Distrito Federal, ese lenguaje era noticia. Los medios de comunicación exigían la nota y sobre todo, la imagen. Los reporteros acostumbrados a cubrir incendios, asaltos y cho­ques, se encontraron de pronto ante escenas de incalificable brutalidad.

Desde diciembre del 2006, cuando Felipe Calderón mandó al ejército a las calles en su llamada “guerra contra el narcotráfico”, un estimado de 20 mil personas habían sido asesinadas, hasta ese entonces. La Procuraduría Gene­ral de la República no investigaba el 98 por ciento de esos casos. Prevalecía una lógica explícita de culpar al muerto de su destino y así reinaba la impunidad. En el mismo lapso, 24 periodistas fueron asesinados. Ninguno de esos casos estaba resuelto.

En 2010, llegar en la madrugada a tomar imágenes de cuatro hombres colgados de un puente no sólo era enfrentar el terror de los hechos, representaba un riesgo de muerte.

O más que un riesgo, muchos.

Está la amenaza constante de “los Señores de las dife­rentes organizaciones que se disputan la plaza”, por citar la carta publicada en primera plana del Diario de Juárez bajo el titular “¿Qué quieren de nosotros?” en septiembre del 2010 tras días del asesinato de su fotoperiodista, Luis Car­los Santiago, y a casi dos años del asesinato de su reporte­ro Armando Rodríguez. La carta editorial siguió así: “la pérdida de dos reporteros de esta casa editora en menos de dos años representa un quebranto irreparable para todos los que laboramos aquí y, en particular, para sus familias. Ha­cemos de su conocimiento que somos comunicadores, no adivinos. Por tanto, como trabajadores de la información queremos que nos expliquen qué es lo que quieren de no­sotros, qué es lo que pretenden que publiquemos o deje­mos de publicar, para saber a qué atenernos. Ustedes son, en estos momentos, las autoridades de facto en esta ciudad, por­que los mandos instituidos legalmente no han podido hacer nada para impedir que nuestros compañeros sigan cayendo, a pesar de que reiteradamente se los hemos exigido”.

Nadie les contestó.

“Nosotros buscamos una respuesta finalmente del gobier­no, y en lugar de eso salieron muy a la defensiva”, explicó Pedro Torres, subdirector del diario. Prácticamente dieron carpetazo a las investigaciones.

Y esa falta de respuesta es parte integral de la amenaza: no sólo es que “los Señores de las diferentes organizaciones que se dispu­tan la plaza” tienen el poder de fuego y la capacidad organizativa de matar, sino que quienes deben protegerte o por lo menos hacer justicia en caso de una agresión, no lo hacen. Para los reporteros la amenaza se hace presente al momento de escribir la nota o mandar la imagen, es como un telón de fondo, oscuro, indefi­nido, pero siempre detrás de lo que se presente en el escenario.

“El narco manda en muchos lugares del país, controla gobiernos”, me dijo Javier Valdez Cárdenas, cofundador de Ríodoce y corresponsal de La Jornada en Sinaloa. “Así el nar­co manda en las redacciones. Cuando tú escribes una nota sobre el narco, no piensas en el editor, no piensas en el jefe de información, no piensas en el lector: piensas en el narco, si le va a gustar, o si lo ve como un problema o si te va a amenazar, o si estará esperando para ‘levantarte’. El narco manda en la redacción. No es necesario que alguien llegue y te amenace, esta situación es ya una amenaza. Es como si alguien te estuviera apuntando siempre”.

Pero para los reporteros que acuden a los lugares de los hechos, hay muchos riesgos más.

Está el de llegar a la escena de un crimen y toparte con los delincuentes, como fue el caso de un grupo de reporteros en Morelos que se dirigía a una cobertura por la madrugada. Estaban perdidos y pararon a una camioneta que venía hacia ellos, les pidieron orientación. Mientras les daban indicacio­nes percibieron que los tripulantes venían de ese mismo lu­gar y andaban armados. O el caso de otros compañeros que una madrugada fotografiaban a varios hombres colgados de un puente. Una camioneta Hummer llegó al lugar, un tipo bajó de ella y comenzó a grabar a los reporteros con una han­dicam. Ni los policías, ni los peritos presentes dijeron nada. Después se enteraron que el hombre era Julio Radilla, alias El Negro, acusado del asesinato de seis personas, incluyendo a Juan Francisco Sicilia, el hijo del poeta Javier Sicilia.

O está el riesgo de salir a buscar una nota y llegar en plena acción. Brenda Ramírez, corresponsal de Uno TV en Cuer­navaca, cuenta que con una compañera se encontró en la calle con patrullas de policías y ministeriales, decidieron se­guirlas y llegaron cerca del epicentro de una balacera.

También está el riesgo de encontrarse frente a frente con los asesinos. Un día, en Culiacán, los reporteros y policías lle­garon al sitio donde acababan de secuestrar a una persona. A los pocos minutos regresó la camioneta con los secuestradores, unos bajaron y encañonaron a los fotógrafos mientras decían “nada de fotos, eh”, luego se llevaron a otra persona. En esa ciudad Ernesto Martínez, fotógrafo de Primera Hora, atesti­guó cómo un comando armado llegó a la Cruz Roja para sacar a un herido de bala, quien minutos antes sobrevivió a un mul­tihomicidio. Después apareció muerto. Martínez logró captar un par de imágenes mientras se tiraba al piso.

La propia policía también es un riesgo. Puede golpear o quitar el equipo de trabajo a los periodistas, o incluso trabajar para las organizaciones delictivas. Y están los llamados halcones, empleados rasos del crimen organizado, que bien son taxistas o mirones con celulares o radios en la mano, para informar sobre quiénes llegan y qué hacen.

Está el riesgo de un conflicto con los familiares de las víctimas de un asesinato. “Ése es el principal factor de insegu­ridad” al momento de acudir a la escena de un crimen, dijo Pedro Tonantzin, “el hecho de que haya familiares. Y sobre todo cuando las víctimas sí tienen algo que ver con la delin­cuencia, eso es cuando es más agresiva la cosa”.

Y está el gran riesgo, impregnado por todo lo anterior, que representa la cultura del chayote, ese legado de los años del PRI donde toda noticia tiene precio. El soborno se manifiesta en las mensualidades que proporciona algún funcionario para tener siempre fiel y a la orden al reportero. Este riesgo tomó otra dimensión cuando representantes del crimen organizado —a veces despachando desde escritorios gubernamentales— se encargaron de repartir el dinero.

Los riesgos se han traducido en agresiones. En julio del 2012, Laura Angelina Borbolla, titular de la Fiscalía Especializada en Atención a Delitos contra la Libertad de Expresión, dijo que desde diciembre del 2006, 67 perio­distas fueron asesinados y 14 desaparecidos. La funcio­naria, que según El Universal gana más de un millón de pesos anuales y cuenta con 3 millones de pesos para la operación de la fiscalía, no ha resuelto un solo caso desde el 2010.

Por todos estos riesgos, agresiones e impunidad, México se convirtió en el país más peligroso para periodistas en el mundo en los años 2010 y 2011.

* * *

El 23 de julio de 2010 fueron colocadas cuatro mantas en puentes peatonales y portones de los municipios de Cuautla, Jojutla, Juitepec y Yautepec, Morelos. Escritos sobre sábanas con una caligrafía impecable en tintas negra y roja, los men­sajes acusaron a varias personas de “colocar los narcomensajes para distraer a la ciudadanía”. En las mantas se leía también que “las autoridades que laboran en esta zona están compra­das por Edgar Valdez Villarreal (Barby)”. Y ahí el mensaje se dirigía a Valdez Villarreal: “sabemos de las intenciones que tienes contra los reporteros y que pronto pienzas realizar, pero antes de que esto suceda vamos por ustedes es cuestión de tiempo para que terminen colgados de un puente como los traidores que son”. Abajo, la firma: “ATT: C.P.S”.

“Cuando la veo, de verdad me corre un frío terrible”, dijo David Monroy, corresponsal de Milenio y AFP en Cuerna­vaca. Monroy agarró su teléfono y marcó a Justino Miranda, corresponsal de El Universal. “Esto está muy grave”, le dijo, “tenemos que organizarnos para ver qué vamos a hacer. A ver cómo vamos a responder y cómo nos vamos a defender”.

Se citaron en el Sanborns del centro de Cuernavaca. Con­vocaron a todos sus compañeros periodistas a una reunión.

“¿Qué te da a entender?” dijo Enrique Tejeda, corresponsal de Notimex, en referencia al mensaje, “que La Barbie atentaba en contra de los periodistas y que el C.P.S. nos iba a defen­der. Ese es el detonante. Todos fuimos al Sanborns”.

Por esas fechas del 2010, Valdez Villarreal, alias La Barbie, era acusado de ser uno de los más sanguinarios asesinos a suel­do en el mundo del narcotráfico (fue detenido por la Policía Federal en agosto del 2010). No se podía ignorar la posibilidad de que contara con un plan en contra de periodistas. Ni que un grupo autodenominado como cártel anunciara su inten­ción de actuar en defensa de la prensa. La situación estaba complicada, sobre todo por el poder de fuego de los grupos delictivos y la impunidad de sus crímenes.

“Cuando nos reunimos, pronto caímos en la terrible reali­dad de que nadie podría hacer nada por nosotros”, dijo Mon­roy. “Ni las empresas dueñas de los medios ni los diferentes niveles de gobierno tenían programas especiales ni siquiera protocolos de seguridad para reporteros trabajando en zonas de riesgo”.

“Nos encontramos” continuó, “ante la realidad de que lo único que podemos hacer era autoprotegernos. Dijimos, bueno, ¿cómo le hacemos?”.

Surgieron propuestas que iban desde comprar chalecos antibalas hasta contestarle al C.P.S. con mantas de los perio­distas declarando la imparcialidad. Pensaron que ninguna era útil.

Ese 23 de julio, los reporteros en Cuernavaca se toparon con su soledad frente a la violencia y el fracaso del Estado. Estaban solos, sí, pero eso los llevaría a buscar fuerza en otro campo distinto al de los carros blindados.

En la reunión surgió la idea de crear una red que pu­diera romper las viejas envidias entre reporteros y asentar una estructura para la autoprotección, lo que sería después la Red Mexicana de Reporteros. Decidieron primero, y de inmediato, crear la figura de monitor para las coberturas de riesgo; segundo, y durante las siguientes semanas, capa­citarse para trabajar en zonas de peligro; y tercero, y más a largo plazo, desarrollar y promover un protocolo estatal de seguridad para periodistas que podría ser firmado y asumi­do por el gobierno del estado.

* * *

Estrella Pedroza, reportera de El Regional del Sur, quien cu­bre las fuentes de movimientos sociales, derechos humanos y el poder ejecutivo del estado, fungió como monitora por más de seis meses. Desde su casa llevó una bitácora de los movimientos de los reporteros que salían en la noche o ma­drugada a cubrir eventos relacionados al crimen organizado.

Cuando algún periodista se enteraba de algo ocurrido, le marcaba a Pedroza, quien avisaba a los demás para saber si acudirían o no. Ella anotaba cualquier movimiento de quie­nes iban a cubrir la noticia. Les marcaba cada 15 o 20 minu­tos para confirmar cómo estaban, cuáles eran las condiciones de seguridad en la zona, y en cuánto tiempo realizarían la cobertura. Todo quedaba registrado en su libreta.

“Prácticamente era como si yo fuera con ellos, porque yo tenía que estar despierta. Digo, me daba mis pestañi­tas, pero tenía la preocupación”, dijo Pedroza. “Ellos me transmitían ese miedo que llegaban a sentir, esa angustia. O por ejemplo, en algunos de los lugares a donde ellos iban, se perdía la señal. Entonces era una locura porque yo ya no sabía si estaba pasando algo o sólo era la señal”.

No todo marchaba siempre según el plan. Una vez se quedó dormida. No pasó nada, los reporteros no le avisaron cuan­do iban de regreso pensando justamente que ya estaría des­cansando. Ella durmió una o dos horas y despertó de golpe. Desesperada, empezó a marcarles, pero no le contestaban. Por fin uno le contestó y le dijo, “no te preocupes, ya estamos en casa”. Pero sobre todo era un apoyo. “Empezaba a haber accio­nes en donde los mismos policías los querían golpear, o les querían quitar su material,” contó Pedroza.

En estos casos los reporteros llamaban a Pedroza y le iban informando sobre la situación en la escena. En algunos otros hicieron evidente sus pláticas por teléfono ante algún co­mandante de la policía para demostrarle que alguien en otro lugar los estaba cuidando.

* * *

En septiembre de 2010, un par de meses después de que los periodistas de Morelos comenzaron a organizarse, Calderón se comprometió a combatir la impunidad ante el Comité para la Protección de los Periodistas diciendo que un fiscal especia­lizado en crímenes contra periodistas llevaría a los culpables ante la justicia. En febrero del 2012 Mike O’Connor, repre­sentante en México del Comité, escribió en un informe que “Calderón y su administración fracasaron en casi cada paso”. Reconoció que la administración tomó ciertas acciones en 2011, “pero sin ningún avance, dejando a los periodistas sin razones para pensar que el clima de impunidad cambiará pronto”.

En este contexto de asesinatos, agresiones, e impunidad, el presidente Calderón, en un discurso ante el Foro México el 16 de marzo del 2011, dijo: “si yo no hubiera sido político, a lo mejor hago, me dedico al periodismo, que también me gusta, es una profesión que respeto. Pero hubiera hecho un periódico que se llamara Balance, ¿no? Y en la primera plana pondría, de un lado, todas las noticias malas, las más importantes, y del otro lado de la primera plana, todas las noticias buenas, las más importantes”.

Para ese entonces por lo menos 29 reporteros y cuatro trabajadores de medios habían sido asesinados durante su mandato, y ningún caso resuelto. Y más de 40 mil personas habían muerto en todo el país en hechos supuestamente vin­culados al crimen organizado o a su combate, y menos del tres por ciento de estos homicidios estaban siendo investiga­dos por el gobierno federal. Violencia diaria, terror y trauma social, y una tasa de impunidad del 98 por ciento. En este contexto no hace falta balance, hace falta justicia.

Ocho días después del discurso de Calderón, los prin­cipales medios comerciales del país, incluyendo a Televisa, TV Azteca, Excélsior y El Universal, firmaron un “acuerdo para la cobertura informativa de la violencia”, llamando, en­tre otras cosas a “no interferir en el combate a la delincuencia”, como si eso fuera el problema. El día siguiente, Luis Emanuel Ruiz Carrillo, reportero de La Prensa en Monterrey, fue asesi­nado. No hay ningún avance en el caso.

“La crítica en México al gobierno, en particular al federal, es intensa”, dijo Calderón en agosto del 2010. “Y qué bueno que lo sea en términos de nuestra democracia y de nuestra pluralidad, pero eso no debe llevarnos a omisiones en la narrativa del proble­ma, en esa narrativa hay una verdad elemental que no podemos perder: el verdadero enemigo, la amenaza a la sociedad son los criminales, no es el gobierno, por lo menos no en este caso”.

Quién es “criminal” y quién no es algo extremadamen­te difícil de descifrar en estos últimos años. Según la lógi­ca de Calderón, si estás muerto es porque en algo andabas, es decir, fuiste criminal, y si estás llevando un uniforme de policía o soldado, entonces andas bien, no puedes hacer el mal. Uno de los principales retos del periodismo durante el sexenio de Calderón ha sido precisamente derrumbar, con investigaciones y documentación de hechos concretos, esta falsa distinción.

Pero Calderón quiere que los periodistas apoyen de entra­da al gobierno.

“Para mí es muy difícil hacer periodismo tomando partido de antemano”, me dijo Luis Petersen, director de Multime­dios en Monterrey, en el 2010. “Parece que aquí se tiene que hacer y el tomar partido es una institución que está en riesgo. El estado mexicano está en manos de gente no representativa que lo único que tiene es capacidad de fuego. Toda esta lucha mexicana de 20 años por la democracia y la apertura, eso ya no existe. ¿Quién ejerce la soberanía? ¿Dónde está el poder? Está en manos de esa gente [narcos]. ¿La policía? Infiltrada. Tienen una buena parte de la política infiltrada. Nosotros no podemos hacer periodismo. ¿Por qué? Porque tenemos que tener una opinión previa”.

* * *

En septiembre del 2010 empezaron a organizar y tomar talleres de periodismo y seguridad. Carlos Quintero, un reportero que en ese entonces trabajaba para el principal periódico de nota roja en Morelos, Extra, fue uno de ellos. A partir de los cursos decidió dejar de saltar los cordones policiales que encerraban la escena de un asesinato, y moderar el lenguaje que usaba en sus notas. Cam­bió la palabra “ejecutado” por “víctima”, la palabra “levantado” por “privado de la libertad”, y “sicario” por “persona armada”.

“Eran términos que el narcotráfico había impuesto y no­sotros estábamos contribuyendo con ellos. Finalmente me di cuenta que nosotros tenemos mucha responsabilidad en la forma en que cubrimos la noticia”, dijo Quintero y señaló otro punto clave en la autocrítica hacia la violencia del len­guaje empleada en muchos medios que implícita o explícita­mente vuelve a victimizar a personas asesinadas: “el gobierno con eso se limpia las manos”.

“Llegué a saber que involuntariamente éramos portavoces de la delincuencia organizada”, dijo. “Le creas una imagen de po­der. Porque también es una estrategia mediática la que ellos utilizaban. Nosotros no sabíamos cómo cubrir los hechos violentos. Entonces, a partir de ahí nosotros empezamos a capacitarnos”.

Pese a la desconfianza hacia las autoridades los reporteros de la red decidieron promover ante el gobierno del estado un protocolo de seguridad para reporteros. Querían obligarlo a definir medidas de seguridad con la gestión de un protocolo.

Maciel Calvo, reportera de La Unión de Morelos, es de los miembros de la red que ha trabajado el protocolo a partir de preguntas como: ¿qué hacer si un periodista recibe una amenaza directa del crimen organizado? ¿O si secuestran o privan de su libertad a un reportero? ¿Cómo responder ante una situación así?

“Con el gobierno del estado sí hubo disposición. Y con el Congreso del estado sí nos topamos con pared porque nos decían casi casi, ‘es obligación de ustedes venir a pre­sentarnos el proyecto y a ver si lo aprobamos’. Sí fue muy renuente, incluso algunos legisladores fueron muy groseros. ‘Ustedes, ¿a quiénes les importan? ¿Para qué quieren un pro­tocolo? Ustedes no son especiales, son trabajadores como todos. No necesitan un tratamiento especial, ni una ley es­pecial’”, recuerda Calvo. Para demostrar la urgencia de un protocolo, a través de la red documentaron varios casos de compañeros que habían recibido amenazas o sufrido alguna agresión.

Uno de los casos fue el de una joven reportera de la Unión de Morelos, en el sur del estado. Cuando fue a cu­brir un asalto ella identificó a uno de los criminales, que resultó ser un comandante de la policía de Cuernavaca. Le cayeron varias amenazas directas por teléfono, en las que le dijeron “te vamos a matar, sabemos dónde vives”. Ella nunca imaginó la dimensión de su nota y entró en pá­nico. Sus amigos y colegas intentaron protegerla y ayudarla a tranquilizarse. Las amenazas no pasaron a una agresión física, pero la experiencia resaltó la necesidad de elaborar y establecer medidas de seguridad básicas para situaciones de mucho riesgo.

“En Morelos estábamos haciendo un trabajo para que no pasara lo que en otros estados”, me dijo Calvo. “Incluso hicimos el esfuerzo de venderles la idea al gobierno de que Morelos fuera el ícono a nivel nacional por la disposición del tema de nosotros, no solamente en la libertad de ex­presión sino que hubiese medidas de seguridad del propio estado para proteger a sus periodistas. Pero finalmente diji­mos que es su obligación legal. No es que seamos especiales. Hay leyes que nos protegen y ustedes tienen que poner toda esa disposición.”

Con el fin de promover el protocolo varios miembros de la red formaron una asociación civil y una mesa directiva para delegar la representación del grupo ante el estado. Otros no estuvieron de acuerdo. Había dos grupos buscando los pues­tos de la dirigencia. Acordaron no hacer campaña, convocar una asamblea y votar. Un grupo subió la convocatoria para la asamblea a su cuenta de facebook y agregó una especie de “vota por nosotros”. El otro grupo se enojó y también subió sus propuestas y la petición de voto a la red social. Del internet a las llamadas telefónicas. De las propuestas a las acusaciones y los insultos. La mayoría de los participantes me contaron su versión del desencuentro, pero Estrella Pedroza en una frase resumió las diferentes posiciones: “en un día se fue al carajo todo”.

Nunca se realizó la asamblea. La mitad de los periodistas salió de la Red Mexicana de Reporteros aunque seguían or­ganizados entre ellos. La otra mitad se quedó con el nombre de la Red. Los dos grupos seguían promoviendo el protoco­lo de seguridad.

En estos últimos años otros reporteros de a pie de regio­nes peligrosas comenzaron a organizarse entre ellos, a sabien­das de que ni sus empresas ni el gobierno velarían por su seguridad. En Ciudad Juárez y en Chihuahua redes recién creadas organizaron talleres de seguridad para coberturas riesgosas. En Chiapas se creó un bloque de reporteros que tras capacitarse en periodismo digital usaron el tuiter y los blogs para difundir información censurada. En Veracruz, después de cinco asesinatos de periodistas en menos de un mes, un grupo de reporteros policiacos elaboraron un proto­colo para activar en casos de emergencia.

A medio año de la división de los periodistas de Morelos se habían calmado las aguas, la Red estaba estancada, pero sus miembros seguían organizándose de forma informal. Les pregunté, ¿qué pasó con el proceso de organización en la Red?  “¿Qué es lo que más se ha quedado? Pues, los conocimien­tos”, dijo David Monroy. “En mi caso yo no veo una cobertu­ra igual que antes. Antes buscaba todos los detalles, pero hay cosas que con los cursos nos hemos dado cuenta: que primero no valen la pena, y segundo, haces víctimas a las personas cuando las expones. Ya no hago las mismas imágenes que an­tes. Intento cuidar un poco el ángulo sin perder esa libertad, sin perder esa esencia de informar de lo que está pasando. Yo me quedo con eso, con lo que hemos aprendido para autopro­tegernos, para no ser tan agresivos con la sociedad”.

En muchos lugares del país, me dijo Maciel Calvo, hay zonas de silencio donde los reporteros, por muy distintas razones, “en su momento no se organizaron, no se protegieron y terminaron siendo callados y dominados tanto por el Estado como por las organizaciones criminales”.

“Dijimos, pues hay que hacer el esfuerzo de organizarnos, porque si dejamos que la aplanadora pase por nosotros, des­pués nos va a pasar exactamente lo mismo”, dijo Calvo. “Y de hecho, creo que sí logramos el objetivo, a pesar de las diferen­cias y las broncas que hemos tenido, alcanzamos ese objetivo de lograr que no nos callaran”.

* * *

En los primeros días de mayo del 2012 acompañé a Pedro Tonantzin a sus jornadas de trabajo. Él es uno de los reporte­ros de Morelos que más sale a los lugares para cubrir hechos de violencia. Dos horas después de haber llegado a su oficina le llegó la noticia del hallazgo de una narcofosa que iban a exhumar. Salimos en camino junto con Brenda Ramírez, el camarógrafo Óscar Raúl López Torres y Margarito Pérez, fotógrafo de Proceso. En el coche le pregunté si la guerra seguía, y bajo cuáles dinámicas.

“La guerra aquí es por la venta”, dijo Tonantzin. “El nar­comenudeo aquí es altísimo. Hay un nivel de consumo como en Ciudad Juárez y ahora empieza a haber adictos a la heroí­na, lo que no se veía antes”.

En el camino, mientras llegábamos a la escena del crimen, llamó por teléfono a un par de compañeros para avisarles del descubrimiento de la fosa clandestina.

“Hicimos mucho hincapié”, me dijo, “mucho énfasis en que en Morelos no hay que ceder al silencio. En otros esta­dos, compañeros cayeron por errores en el silencio y con el silencio la violencia se puede poner peor. Yo creo que parte de la inconformidad social que se siente por lo que está pa­sando es por no haber caído en el silencio”.

Llamó a un compañero y le preguntó: “¿por dónde vas?”.

Estábamos ya en la orilla de Cuernavaca, cerca del lugar donde enterraron los cuerpos. El contraste con el centro tu­rístico de la ciudad no pudo ser mayor. Se parecía más a las orillas de Ecatepec o a las últimas casas de una extensa favela de Río de Janeiro.

Caminando hacia la casa donde encontraron los cuerpos, Margarito Pérez se me acercó. Veíamos las colinas con casas pequeñas y precarias hechas de concreto y lona, bajo el sol fuertísimo y sobre la tierra seca, quemada. Pérez me comentó sobre la diferencia entre las “calles bonitas” del centro de Cuer­navaca y los barrios marginados como éste, de la condición pesada de la vida y la concentración de la violencia en esta zona.

“Yo lo ubico como algo socialmente muy definido”, dijo. “Muchos de los eventos que cubrimos están en colonias populares como ésta. Ves, aquí se dan los enfrentamientos, de aquí son los muertos, aquí consumen la droga. Tal vez es muy fuerte eso de limpieza social, pero…”

Llegamos frente a la casa de un piso, pintado de amari­llo, sencilla pero un poco más cuidada que otras del barrio. Estaban varios policías y peritos en la reja de entrada. Desde la calle de terracería alcanzamos a ver los hoyos de donde habían sacado dos cuerpos. Un agente de la policía muni­cipal empezaba a apuntar los nombres de varios periodistas presentes en una libreta. Llegaron soldados y los fotógrafos y camarógrafos buscaban la imagen de los militares en frente de la casa.

De repente, mientras estaban grabando a los militares y la casa, los peritos empezaron a retirarse. Tonantzin le gritó a Óscar Torres, “eh, ¡ahí, ve cómo se van! Graba cómo se van”.

Me dijo: “hay una política del gobierno del estado de ocul­tar la información, por eso se están yendo, porque nosotros estamos aquí. Están suspendiendo una diligencia”.

Él había escuchado que alguien le dijo a un perito por radio: “la operación se va en 52 por la presencia de los medios”. El nú­mero 52 quiere decir cancelado.

Tras cinco minutos de haber llegado, la casa estaba sola. No dejaron ningún cordón, ninguna guardia. Un policía dijo solamente: “puto el que entre”.

“Cuando la autoridad quiere silencio”, dijo Tonantzin, ya de regreso en la oficina, “es porque está involucrada. Es regla. Cuando una autoridad pide silencio no hay otra explicación más que la complicidad.”

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