Roma, Italia. La defensa incansable del Teatro Valle es una acción, una práctica surgida de la desesperación. Tiene el epílogo de la tragedia griega. El protagonista rechazado, marginado, alejado, corrido de su misma casa, vuelve para retomar lo que le han despojado: la dignidad de ser humano, de ser hijo, padre, madre. La vivienda. El trabajo. Es Antígona que se opone al edicto del rey para sepultar al cadáver de su hermano. Es Giordano Bruno que, argumentando su tesis, termina quemado en la hoguera por sus ideas. Es Prometeo encadenado y luego liberado.
Hemos reencendido las luces de un teatro histórico de la capital que corría el riesgo de ser privatizado y de volverse un objeto más bajo las lógicas de mercado: hablamos del Teatro Valle. Hemos reavivado un fuego de lucha ya encendido para reivindicar nuestros derechos de trabajadores del espectáculo. La rabia nos ha incitado a movernos. La sensación es algo torpe, pues nuestras acciones son contrarias a la norma consuetudinaria que dicta que todo sea decidido por quien nos gobierna. Que el poder del estado, la autoridad incondicional por la cual somos maniobrados, no sean para siempre. Y que la democracia occidental, distante y separada de la vida real de las mujeres y los hombres a quienes tendría que representar y de los cuales tendría que ser el espejo no deformante, hoy naufragada sobre playas de corrupción y obscenidad, pueda y deba ser puesta en crisis, confrontada. Combatida con las armas de la legalidad, sí, pero no sin tomar en cuenta que la violencia es muchas veces escondida, desviada, apenas reconocible. Que no siempre lo que mediáticamente se muestra como lo más violento lo es de verdad. Que la violencia de un coche que arde no es más arrogante que la violencia engañosa, diaria y represiva de una democracia representativa como ésta en que vivimos.
La ocupación del Teatro Valle es una acción ilegal; somos conscientes de ello y lo reivindicamos cada día. El público que asiste a los espectáculos, a los conciertos, a las lecturas, a las películas; el que cada noche, desde hace ciento y cinco días, acude a las representaciones y proyecciones en esta sala de 1727; quienes vienen a aprender el oficio del actor y del técnico, del dramaturgo y del técnico de sonido; quienes vienen a limpiar los pasillos y los tapetes del teatro; todas estas personas se vuelven cómplices de la ocupación. Nos ayudan, nos apoyan y juntos planeamos, creyendo de verdad que nuestra lucha es la lucha de todos. La lucha de un país a la deriva, que no se reconoce en las políticas gubernamentales que recortan puestos de trabajo, reducen el nivel de la educación y nos someten a todos a las leyes del mercado financiero.
Y es dentro de este cuadro bastante confuso que nosotros trabajadores del espectáculo nos movemos como una de las partes más penalizadas de la sociedad, junto a la universidad, la investigación y la escuela. Por ello nos ha surgido la necesidad de retomar un espacio que fuera nuestro, de ocupar un lugar de trabajo, de iniciar un movimiento para fortalecer la categoría del espectáculo, que hoy se halla fragmentada –nómada de las emociones, atraviesa los lugares y desaparece.
Hemos percibido la necesidad de no aislarnos en nuestra especificidad, de fortalecernos intercambiando experiencias con los demás trabajadores, los del conocimiento sobre todo, igualmente atacados, cuya condición precaria, no garantizada, es muy similar a la de nosotros; cuyo objetivo, producir un objeto que no existe – el teatro y la danza como el conocimiento y la investigación – pero que existirá, es muy similar al nuestro.
“Fatti non foste a viver come bruti ma per seguir virtute e canoscenza” (“Hechos no fuiste para vivir como brutos, sino para perseguir virtud y conocimiento”)
Dante Alighieri, La divina comedia, Infierno, Canto XXVI, 116-120
Así, en diciembre de 2010 estábamos en las calles de Roma protestando en contra del gobierno que aprobaba una maniobra que favorecía a las universidades privadas mientras, claramente, desfavorecía a las públicas.
Para nosotros, acostumbrados al escenario, a las luces de la sala o de un set de cine, a las salas cerradas y humosas de la edición, al monitor blanco de una computadora, a agarrar un martillo para armar una escenografía, a dibujar, a danzar los cuerpos, a mover una mezcladora, a estar en una plaza junto a centenas de miles de estudiantes y trabajadores de las universidades, junto a ciudadanos cansados de soportar “la injusticia del tirano, la afrenta del soberbio” (Amleto, acta III, escena I), esta lucha ha significado reivindicar que existimos. Que entre las categorías de trabajadores que pagan impuestos también estamos nosotros. Que ha quedado atrás el tiempo en que los actores eran sepultados afuera de las tierras sagradas por ser considerados sin alma. Que no se puede creer que el teatro y la cultura en general, en un país como es Italia, que es rico en los dos, sean puestos a un lado. Puestos afuera del sentido general de un país, puestos en la programación nocturna como si fueran películas mudas de los años veinte.
Sin embargo, es esto lo que ha pasado y lo que pasa en Italia, donde hoy se niega a una entera generación de trabajadores del espectáculo un sistema de seguro social que proteja de las temporadas sin trabajo. Un país que no reconoce el hecho de que los trabajadores del espectáculo son intermitentes por naturaleza. Que no deja espacio a la maternidad de las trabajadoras y a la enfermedad para los trabajadores en general. Que no deja alternativa alguna más que la lucha para construir un futuro digno para nosotros que realizamos este trabajo con amor y pasión.
El Teatro Valle se opone a esto. Es un laboratorio de experimentación política y artística continua y constante que, después del camino abierto de la victoria del referéndum del agua – referéndum que dijo “no” a la privatización del agua pública– se ha convertido en un símbolo de lucha necesaria para una categoría de trabajadores, para una ciudadanía que ama el teatro, la danza, el cine, la literatura; para un país que rechaza ser empobrecido con brutalidad y susurra su voluntad de participación.
Pero la voz se expande, se sabe. Los resonadores naturales del cuerpo amplían el sonido y lo difunden, adentro y afuera. Componen una melodía que a los oídos de otros suena incrédula al principio. Luego se siente, se escucha de veras.
Como si fuera una música, así nosotros hoy estamos listos para iniciar la creación del Teatro Valle/bien común, cuyo organismo de las decisiones sea la asamblea pública abierta a todos, artistas y no artistas; abierta a ciudadanos, a cualquier persona que tome la responsabilidad de hacer vivir el Teatro Valle, de protegerlo, de cuidarlo, de hacerlo crecer y darle herramientas como un hijo; y más que como un hijo, como un bien común. El bien de todos.
Publicado el 01 de Noviembre de 2011