Tanzania. Las consecuencias dejadas por la esclavitud impuesta a los africanos y el despojo de recursos se palpan hoy en Zanzíbar en la miseria en que viven sus habitantes, mientras los turistas se asolean en los lujosos hoteles, lejos del centro de la ciudad.
El rojo de las flores del flamboyán, el árbol del fuego, rompe la verde monotonía de las palmas; sse encuentra al lado de las calles que atraviesan de norte a sur la isla de Unguja, el nombre swahili de Zanzíbar, Tanzania. Lleva elegancia y belleza también a los callejones sucios y malolientes de Stone Town, la principal área urbana de la isla.
Pocos turistas llegan a Stone Town, que también es patrimonio de la Unesco (Organización de las Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura). La mayoría llega en vuelos charter directamente a los muchos resort que llenan las lindas playas, sobre todo del norte de la isla, donde el fenómeno de las mareas es menos evidente. Se quedan encerrados en sus hermosos y carísimos resorts, muchas veces propiedad de grandes operadoras turísticas extranjeras, y raramente salen de allí. Raramente llegan a percibir que Zanzíbar es, a pesar de todo, África.
Y de África, de su entrecruzamiento de gente, culturas y lenguas, trae las historias para quienes tengan oídos que quieran escuchar. Las historias susurradas a través de las puertas talladas de madera y latón de las casas, de los palacios coloniales, de las arquitecturas árabes, occidentales, africanas, indias, cuentan una historia antigua y actual del enfrentamiento, el encuentro y el mestizaje entre diferentes culturas, que han creado una nueva tierra.
La lengua swahili, idioma hablado por alrededor de 50 millones de personas de Tanzania, Kenia, Uganda y Burundi, es una mezcla de términos árabes, persas, indios, portugueses y bantú. Es la lengua que se enseña en los primeros años de la escuela, para ser luego sustituida por enseñanza bilingüe: swahili e inglés.
Pero esto es solamente para aquellos pocos niños que llegan a la escuela secundaria. La mayoría de ellos detiene sus estudios en los primeros tres o cuatro años de la escuela; llegan a aprender a leer y escribir. Durante la visita a la escuela primaria y secundaria de Jambiani, en el sur del país, el maestro informa que el Estado paga sólo a los docentes, y no hay dinero para actividades didácticas y las demás necesidades de la escuela.
Las aulas están vacíos, solamente hay unas pocas mesas y un pizarrón donde se reúnen los entre 40 y 65 niños por cada aula. Muchas veces los niños llegan a la escuela sin haber comido nada, y es muy difícil estudiar y concentrarse con el estómago vacío. Pero la escuela no tiene recursos para organizarles una mesa, y así se sigue adelante, con pequeñas donaciones de los turistas o de quienes pasan por allí, y el coraje de los maestros que dan lo máximo.
El futuro tiene el paso incierto de un niño de esta tierra, que huele a especias y mar. Las guías turísticas nombran a Zanzíbar a la isla de las especias, aunque las plantaciones en donde se cultivan la canela, los clavos de olor, la vainilla y el cardamomo disminuyen, así como las exportaciones.
También tiene el amargo sabor de un florido pasado, que ha dejado su lugar a tierras abandonadas y campiñas despobladas. Quien puede se va a Stone Town, o al continente, a Tanzania, a aumentar las filas de los muchos que esperan una forma de ascenso social. Quien no puede, se queda en la isla a sobrevivir del turismo, los cultivos de algas o los clavos de olor. Pero no hay.
La isla ha sido por siglos un cruce de floridos intercambios comerciales entre el oriente medio, África y el oriente, que empezaron durante la dominación persa -que gobernó la isla desde 900 hasta 1503-. La mayoría de los intercambios estaban relacionados con el comercio de las especias, pero sobre todo con el del marfil, al cual estaba interconectado el tema de los esclavos. Los esclavos transportaban el marfil en largas marchas desde los países africanos en donde eran capturados, hasta los puertos de Kilwa y Bangamoyo, en la actual Tanzania, donde eran puestos en los barcos rumbo a la isla de Zanzíbar.
Así, Zanzíbar se volvió por siglos el principal mercado de esclavos en las rutas hacia el Oriente. Se calcula que en tres siglos se vendieron 2 millones de seres humanos en su mercado, destinados principalmente al trabajo en las plantaciones en Madagascar, Mauricio o India. El comercio de los esclavos llegó a su cúspide durante la dominación omaní, cuando el sultán Seyyid decidió cambiar su domicilio en la isla para controlar personalmente la florida actividad.
Los esclavos venían de varios países de África, apresados en ataques a sus comunidades, o a través de la intermediación de caciques que vendían hombres de comunidades rivales vencidos en las sangrientas guerras intertribales.
Los hombres, las mujeres y los niños así apresados eran forzados a marchas interminables, amarrados por el cuello y con cadenas de hierro a los tobillos. Dejaban morir a quien caía. Muchos morían durante los viajes sobre los dhows -los barcos típicos de la isla que hoy todavía atraviesan el mar-, hacinados, con poca comida, poca agua y precarias condiciones higiénicas, por lo que con mucha frecuencia se propagaban las epidemias. Para evitar contagios, los infectados eran echados al mar, al igual que los que eran considerados improductivos -puesto que los mercantes a la llegada a Zanzíbar, tenían que pagar un impuesto por cada esclavo.
Los sobrevivientes eran sacudidos y limpiados con aceite; las mujeres eran embellecidas con henna y polvo de antimonio. Centenares de miles de seres humanos eran expuestos en la plaza principal de Zanzíbar, donde los compradores los escogían. En el lugar en donde se desarrolló este infame mercado por siglos ahora está la catedral de la iglesia anglicana de Stone Town, y su altar tomó el lugar del árbol donde eran amarrados los esclavos.
Dentro de la catedral es posible visitar las celdas donde eran encerrados los esclavos antes de ser vendidos. Son celdas muy pequeñas, que producen claustrofobia; una era para los hombres, donde metían hasta a 50, y la otra para mujeres y niños, donde eran metidos hasta 75.
La joven guía que nos acompaña en esta dolorosa visita nos cuenta que fueron el cónsul británico Atkins Hamerton, y el explorador inglés John Kirk, a tratar con el sultán omaní Bargash las condiciones para el fin del comercio de esclavos, pero no por espíritu humanitario sino para gobernar la isla e imponer un protectorado británico que duró hasta 1964, cuando llegó la independencia y un ordenamiento republicano. El tratado que imponía el fin del comercio de los esclavos fue firmado en 1873, aunque por 50 años más continuó clandestinamente, hasta que a inicios del siglo XX terminó definitivamente.
«La esclavitud nunca terminará», nos dice Sayyd, nuestra guía. «Cambian las formas, las modalidades», continúa, «pero hoy todavía hay miles de seres humanos que vienen de África que son intercambiados, vendidos, comerciados como fueran cosas y se les impide ser libres».
Es una historia antigua la del comercio de los esclavos, pero es importante conocerla por lo que nos dice sobre nuestro presente y sobre el continente africano, desangrado y despojado de recursos e inteligencias por las potencias occidentales, que sobre esto han construido riquezas y potencia.
Esa tendría que ser la verdadera deuda que hay que pagar.