Cuando la retina y la vivencia corroboran lo que vemos por televisión y leemos en los diarios; cuando enfrentamos esas experiencias que nos dan una lección de vida y nos alientan a seguir; quedamos conmovidos, cambiados, nada vuelve a ser lo mismo.
Al visitar Palestina la semana pasada viví una de esas experiencias. Sentí que allí hay un pueblo al que le robaron años de aprendizaje, pero no le pueden robar su sentido de pertenencia, su dignidad y su madurez.
Fui invitado a participar del Congreso Árabe Religioso por el traslado de la capital de Israel a Jerusalén. Acepté y partí con muchas ganas, por todo lo que cambia el cruzar este gran charco. Por estas culturas milenarias que conmueven y estremecen.
Al entrar en Israel ya se nota el cambio, en el aeropuerto de Ben Gurión (un big brother de la realidad), me sentí en una de esas películas que miraba de niño. Un taxi nos llevó a Ramala, capital de Palestina, cruzamos muchos controles militares que destilan extrema violencia en el aire.
Al entrar al Estado Palestino, la imagen es diferente. Autos quemados y abandonados, destinados a permanecer para enseñar momentos de luchas, símbolos, como una esfinge del desierto.
Ramala tiene esa contradicción de dos mundos. Por un lado es una ciudad pujante y moderna, con muchas construcciones, un mercado que se nota con mucha fuerza, autos de alta gama, bancos, buenos restaurantes y ese contraste de lucha y colonización. Parece una ciudad de una dulce confusión.
El congreso contó con muchas delegaciones del mundo cosmopolita. De muchos dogmas, pero con una cosa en común: la Causa Palestina. Durante dos días, escuchamos diferentes puntos de vista, y visitamos el Mar Muerto. Allí nos dimos cuenta en vivo y en directo, que los privilegios obtenidos por la herencia de ser ciudadanos legítimos, han sido usurpados a esta gente. Pese a ello, se nota tranquilidad en el Mar Muerto, un lugar de inmensa belleza, donde podés leer La Republica a través del agua. Literalmente, uno flota.
Ese privilegio, que está a 13mil km para nosotros, no lo pueden ver ni tener los parroquianos de esas tierras, aunque vivan allí.
La ruta al caer la noche no es la misma. Se respira algo diferente que en Montevideo. Una seguridad extrema, con soldados y el Ejército en la calle.
Por suerte, aunque el idioma es muy diferente, la maravilla de la comunicación no se destruyó con la Torre Babel. Cuando hay empatía y buenas intenciones, funciona casi sin darnos cuenta, el idioma universal que nos acerca a cualquier hermano del mundo.
Sumado a ello, el encanto de Jericó y el Monte de la Tentación, la ciudad más antigua del mundo. Diez mil años de historia. Se eriza la piel de solo pensar que ahí comenzó una leyenda de la historia moderna.
Al retirarnos, todo cambia. De pronto presenciamos una marcha y un enorme antagonismo. De un lado, niños con piedras en sus manos. Del otro, ciborg profesionales. No creo que esos niños entiendan qué hacen esos soldados a los que se enfrentan. Sería interesante un análisis de un psicoanalista para comprender lo que pasa por sus cabecitas.
Al salir de Ramala me invade un sentimiento de nostalgia, angustia y rebeldía. Vuelvo la vista para una última mirada, para llevarme en la retina de la noche a esa ciudad hermosa de Ramala.
Pero al llegar a aeropuerto de de Israel en Tel Aviv, otra vez se nota el cambio de ritmo, de ánimo y de trato. Al hacer el check in normal como cualquier ciudadano del mundo, uno ve que de pronto hay más seguridad que en una película de guerra. Te invade el deseo de pasar rápido el control y estar del otro lado.
Pero de pronto todo cambia. En un instante, en un aeropuerto a 12.800 kilómetros de tu casa lleno de militares, escuchas tu nombre en español y sientes que algo no anda bien.
Te acercas al mostrador de información pensando que puede haber alguna demora en el vuelo, pero todo es muy raro. Te piden que los acompañes, y en el trayecto la cabeza comienza a volar. Imaginaba al Loco Abreu a punto de patear el penal a Ghana. Siempre pensé en lo que pasaría por la cabeza de alguien en esa situación.
Pero claro, él iba a patear un penal para su selección, yo no. Yo transitaba un camino largo y solitario, y al llegar no había goleros ni pelotas. Lo que había era una tribuna entera en mi contra. Mucha seguridad del aeropuerto en una oficina, muchas preguntas sin sentido, muchos cuestionarios de cosas sin argumentos. Una insólita e inesperada tensión que me hacía pensar cada respuesta, convencido de que todo lo que diga podía ser usado en mi contra.
Y de repente vino a mi mente la imagen de aquel niño con la piedra y la bandera de su tierra en la mano. El recuerdo de la imagen de una madre mostrándole esperanzada a su hijo el futuro de su tierra. Eso me llenó de alivio, me devolvió la calma. Me hizo aceptar, esperar y sentir lo que ellos sienten todos los días. ¿Qué derecho tenía yo en quejarme si hay un pueblo que soporta eso y mucho más cada día de su vida?
Esa sensación fue magnífica. Me sentí parte de un pueblo que lucha y resiste. Por eso hoy, en mi casa ya la distancia, les doy las gracias por esa enseñanza y por mostrarme que cada día que pase en mi vida seré más Palestino. Nos enterraron, y no sabían que éramos semillas. Salú, FREE PALESTINA.
Especial agradecimiento a todo el pueblo Palestino, a su embajador en Uruguay, Walid Rahim, y a mi compañero de ruta, el Negro Meroni. Salú compas.
Fuente: Hugo Fernández, Republica.com.uy