Tres bocetos sobre la mesa de firmas hechos sin escuadra

Luis Cottier

Ciudad de México, 2018

El apologeta de la modernidad

Ciudad de México. Muchos de los llamados millenials, sea lo que sea que termine significando esto, no se percatan de que las raíces de sus argumentos son más viejas que cualquier cosa dicha por Lipovesky, ya de por sí viejo, y que sin darse cuenta andan por el mundo aferrados a su celular y al positivismo más rampante.

Prueba de ello son las coincidencias en las que caían con este personaje, que, si bien, difícilmente pudo haber sido hijo de Comte, sin ningún problema pudo serlo de Yves Limantour. Varias veces no cejó de encararnos: “¡Es que cómo van a poder sacarnos adelante esos indígenas si son una cultura del pasado!”, decía, “¡Cómo van a poder hablar con un ministro francés o con alguien de este siglo!”.

Contra él, de nuestro lado, se erguía valerosa Blanquita, también moderna, pero ella como Rimbaud. Con su grito de guerra “¡Libérense del autismo!”, nos recordó que la generación de 1968 aún trae escondida bajo el brazo un arma cargada de futuro. Su mejor carta, la conversación. Tomarse el tiempo para hablar no es una costumbre de este siglo, pero así rompió cientos de barreras, sacó firmas de quien parecía imposible, sin embargo, no lo hizo sólo por las firmas sino por las ideas; hasta con extranjeros la veías dialogar porque como ella decía “el capitalismo es un problema global”.

Con el hijo de Limantour sólo tuve una vez la suerte de discutir:

−¡Pero cómo ellos van poder cambiar el país si su pensamiento está plagado de supersticiones! Dime, tú que eres joven, ¿para qué nos ha servido entonces el internet? –me inquirió

−¡Para difundir pornografía! –le contesté, lo cual es además bastante cierto.

Cuántos carteles caben en la punta de un alfiler

Cuando llegué, ya Blanquita tomaba fotografías de los hechos. Los carteles que habíamos puesto en el poste cercano a la entrada habían sido cubiertos por otros que anunciaban un evento sucedido en noviembre, y no sólo eso, sino que del otro lado, en nuestra pared que poco a poco, con el sigilo de un carterista, habíamos ido tapizando con toda la colección de carteles de apoyo al CIG, también había sido sepultada.

−¿Nos ponemos aquí o allá? –Me preguntó. Hay que decir dos cosas, que para ese momento sólo estábamos Blanquita y yo, y que para evitarnos problemas con la Cineteca, no solíamos ponernos en la entrada más que los domingos y nuestro lugar acostumbrado era junto a la pared ahora ultrajada. Entonces, ante las circunstancias, no estábamos para cederles ni un centímetro. Nos quedamos ahí en la puerta.

Para el momento en que el primer policía salió a decirnos que quitáramos un letrero que habíamos pegado con diurex en las rejas de la Cineteca, ya había llegado Argelia, entonces éramos tres. Es bien sabido que es inútil discutir con un policía; también, sepa amable lector, que el policía no es mi espécimen favorito del género humano, por lo que no espere que me refiera a él con respeto, años le ha costado ganarse ese lugar en mi corazón.28459825_2065871566762875_443941598_o

−Quiten su cartel porque ésta es una institución laica –sostuvo el primer mono, el cual no nos hizo enojar por señalarnos como una religión sino que nos dio risa; quién pensaría que más adelante, ya en el cuarto para las doce, pregonaríamos cosas como “¡Dé su firma para Marichuy!, ¡es el último día!, ¡no cargue con esa culpa!”.

Luego el policía declaró que no conocía ni le interesaba conocer la ley electoral, que él estaba siguiendo órdenes y nosotros debíamos hacer lo mismo. Como no hicimos caso, por su radio llamó al resto de sus comparsas, y poco a poco llegaron todos los monos, cada uno con sus argumentos como si se hubieran puesto su mejor traje para una fiesta, con su lengua simiesca que no tiene palabras sino nombres de letras “K-5”, “vengan todos porque tenemos un R-10”, “¡Ya aplícales un R-2, chingaó, para que no anden de argüenderos!”, hasta rodearnos.

Ya para entonces estábamos presentes todos los compañeros de la mesa, y cuando la discusión parecía agotada, ellos en su necedad y nosotros en la nuestra, salieron de las sombras un par de hombres grises, a los que parecía no haberles dado el sol en mucho tiempo y que eran directivos de la Cineteca. Le ordenaron a la manada policial que se guardara de una vez porque estaba haciéndose famosa. Pues sí, ya tenía rato que los estábamos trasmitiendo por internet. Ese fue el único día que fuimos un éxito en redes sociales.

El cineclub

Si bien, hay quien dice que para que una historia sea tragedia debe tener un final funesto; es más cierto que para que un relato sea verdadero debe de ser también íntimo. El evento con el Cineclub #43 lo empezamos organizar Bárbara y yo, en ese antes que es parecido al tiempo mítico en el que las serpientes aún no estaban condenadas arrastrarse sobre el polvo y había otras tantas cosas sorprendentes que uno no se da cuenta que sucedían hasta que corren los meses.

Luego, le di la estafeta a Flores, pues los compromisos políticos deben llevarse a cabo pese a los problemas personales; al final yo no sé qué pasó pues sucedió cuando estuve perdido, pero de una u otra forma se hizo un evento conjunto, aunque reducido a una modesta invitación hecha por dos compañeras para que los asistentes a la proyección pasaran a dar su firma de apoyo.

Bárbara participa en el Cineclub, yo en la mesa de apoyo al CIG, aun así una compañera suya me preguntó, cuando yo pegaba carteles de Marichuy en dónde reciben a su público.

−¿Y por qué no ha llegado Bárbara?

−Ya no soy yo al que tienes que preguntarle –dije, antes de que llegara la policía y las autoridades de la Cineteca a armar un problema y que los compañeros del Cineclub tuvieran que aceptar que nuestros carteles regresaran a su lugar acostumbrado, la vía pública.

Ese día pasé varias veces al baño para confundirla con alguna sombra, siempre de reojo, con respeto a su derecho a no tener que vérselas con mi persona. Al fin, me fui a instalar en la mesa de firmas, fiel a la palabra que empeñé al decirle “voy a estar en la mesa de la Cineteca juntando firmas de aquí a febrero, todos los fines de semana, por si quieres o no encontrarme, ahí voy a estar”, para bien o para mal, convencido de mi derecho a pararme en algún sitio, por si un día quería pasar a saludar.

Ese día pregoné “¡Firmas de apoyo a Marichuy!”, con todas las fuerzas de mis pulmones, como un Vesti la Giubba, no como un león ni como un lobo, sino ridículo, tal vez como un perro perdido en el monte.

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