“Todas las generaciones tenemos que apropiarnos de la historia de la dictadura”

Patricia Simón / Periodismo Humano

España. “Lo peor de la muerte es todo lo que hay que sufrir para morir” me decía una mujer que recientemente había perdido a su marido tras cincuenta años de matrimonio. El cáncer se lo había ido llevando poco a poco, mientras ella se iba desgastando la cadera para moverlo, cuidarlo, sin que la larga despedida amortiguara mínimamente el dolor de su ausencia.

Del esperar la muerte anunciada, de ausencias y del trauma de los niños robados durante la dictadura argentina, trata, entre otros asuntos, la última novela de la antropóloga y escritora María Carman. “El pájaro de hueso”, como se titula, visita la habitación de Manuel mientras el médico le comunica que va a morir. Tiene 26 años, es periodista e hijo de desaparecidos. Pero antes de que nos dé tiempo a asimilar la congoja por su drástico diagnóstico, su tía y cuidadora le revela la existencia de un hermano gemelo que secuestraron los militares.

Se propone encontrarlo, movido más por una intuición que por un plan reflexionado, emprendiendo un viaje a otra Argentina, habitada por el pueblo indígena Toba, en la región de Formosa. Allí se descubre cautivado por sus habitantes, profundamente pobres y ajenos a su mundo hasta ese momento. Es ahí donde conoce a través de los relatos de sus habitantes la poderosa personalidad de su hermano Agustín, con quien aparentemente no comparte nada. Y donde acepta que no tiene más futuro que el de encontrarle. Pero esto es sólo el principio de un final conocido, pero alcanzado tras páginas de una narrativa certera, sosegada en el ritmo y ágil en la precisión del lenguaje y las imágenes. Un hombre sin lazos afectivos importantes, que ha aceptado con una aparente resignación el anuncio de la muerte, pero con una rabia contenida que flota a lo largo de toda la novela. Un personaje sin empatía, prepotente y decadente, pero que nos permitirá conocer las consecuencias de una dictadura como la argentina y sus traumas persistentes, la discriminación de los pueblos indígenas en la actualidad y la soledad como otra de las epidemias del siglo XXI.

Hablamos con su autora por teléfono y lo primero que sorprende es su vitalidad en el habla frente al ritmo de mar de fondo de la novela. Ésta es la segunda novela publicada de Carman, aunque la escribió hace diez años mientras moría el padre de sus hijos. Esta doctora en Antropología Social de 42 años es miembro del Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas de Argentina, y tiene un grupo de investigación sobre el derecho al acceso a la vivienda desde el que hacen además incidencia política. Ha sido el rumbo de una trayectoria profesional que comenzó como trabajadora social ya a los quince años, cuando trabajaba en orfanatos, asilos y villas miseria. “Pero entré en una crisis vocacional y me di cuenta que lo único que me interesaba era lo que había hecho desde pequeña, leer y escribir”. Y desde entonces, no ha parado. Es autora de numerosas investigaciones y ensayos sobre antropología urbana, así como de novelas como ésta, ganadora del XXVIII Premio Lengua de trapo Novela.

– ¿Por qué decides escribir este libro?

– El libro era una forma de acompañar a mi marido en su despedida de la vida. Pero además, desde niña, tengo una obsesión con el tema de los gemelos, sueño mucho con dobles. En el caso de mi novela, los gemelos son semejantes pero sus recuerdos son totalmente distintos y esto sirve para mostrar que los recuerdos son singulares, inalienables. Y luego está la utopía, por supuesto mía, de que los gemelos representan el milagro de nacer acompañado y la fantasía de no morir sólo. Como si así estuviera amarrado su destino al de otro ser humano.

Por otro lado, como antropóloga había acompañado a un amigo que trabajaba con chamanes a Formosa y estuve con estas comunidades indígenas tobas. Yo tengo una relación muy intensa con mi mundo onírico, tengo sueños premonitorios, y conocer a los chamanes fue una experiencia muy perturbadora porque para ellos lo que sucede en el mundo de los sueños es mucho más importante que en el mundo de la vigilia y yo me sentí fuertemente hermanada con esta gente.

Por último, en la última década hubo una explosión de novelas que tratan la dictadura militar y en algunos casos los narradores son hijos de desaparecidos o víctimas directas de la represión. Pero mi caso es el contrario, yo iba a la escuela con hijas de los jerarcas de la dictadura. Y en los primeros años de la democracia noté que había cierto monopolio en la representación legítima de aquellos años. Recuerdo que el cantante de rock Charly García quiso hacer un concierto a orillas del Río de la Plata mientras caían maniquíes de un avión representando lo que hacían con las víctimas los vuelos de la muerte. Hebe de Bonafini, presidenta de las Madres de Plaza de Mayo, declaró que si lo hacía, le retiraría el saludo porque no tenía ningún derecho a hacer esa representación artística. A mí me quedó abierta la cuestión sobre cuáles son los umbrales posibles e imposibles de representación simbólica de una experiencia colectiva traumática. Ese inconsciente colectivo es una herida abierta para todos y es bueno que todas las generaciones podamos apropiarnos artísticamente de esa historia.

– En España estamos empezando a hablar e investigar el robo de bebés durante la dictadura y que, según investigaciones, se extendió hasta la primera década de la democracia. En el caso argentino, que ya lo tenéis más digerido, ¿cómo crees que afecta a una sociedad que haya todavía muchos adultos que no puedan estar seguros de que sus padres sean los biológicos?

– Hay una grieta. Se supone que hay todavía casi 500 adultos de unos 30 y pico años que desconocen su verdadera identidad. Al mismo tiempo noto que en comparación con países vecinos como Chile, donde todavía hay calles con nombre de represores, o celebraciones pinochetistas, el grado de legitimidad que han alcanzado las luchas por impartir justicia contra la dictadura en Argentina ha sido altísimo. No sabes la conquista tan fuerte que ha representado que Videla muriera en una cárcel común. Pero a la vez el tema de la identidad es muy perturbador, hay gente que sospecha que no son sus padres biológicos pero que están esperando a que mueran para investigar y no causarles así dolor. Y lo terrible es que cuando se decidan a hacerse las pruebas de ADN, muchas de esas abuelas de la Plaza de Mayo que llevan 30 años buscándoles, estarán muertas.

– Hay un escena en la que Manuel asiste al entierro por parte de unos niños indígenas de un sapo y el narrador lo describe así: “Si tuviera que contar, por ejemplo, la vida entera del sapo que tiene enfrente, no le llevaría más de dos o tres páginas. Pero si contara en detalle su muerte y los rituales de los cuales está siendo testigo, completaría fácilmente el resto del cuaderno. Es así, la muerte tiene la gracia de adornar cualquier existencia”. En nuestras sociedades donde la muerte cada vez está menos presente, donde los velatorios y entierros cada vez duran menos y se hacen más alejados del hogar, y donde la publicidad la omite en pos de una eterna juventud. Como antropóloga, ¿cómo crees que nos afecta esta omisión de la muerte?

– De muchísimas maneras. Por un lado, como sociedad no nos vamos creando las habilidades para afrontarla o para entenderla, como dicen los budistas, como un proceso de transformación más. A mí lo único que me dio consuelo en el acompañamiento a la muerte de esta persona querida fue El libro tibetano de los muertos, que va narrando el purgatorio entre la muerte y la próxima reencarnación como un periodo de 48 días en los que la persona se va encontrando con una serie de demonios que son emanaciones de uno mismo, pequeños fantasmas interiores que hay que ir superando.

Al mismo tiempo, está el planteamiento griego de seguir conociéndose a uno mismo hasta el último instante, y a la vez exactamente lo contrario, como si hubiera cierta inocencia al morir. Hay una cosa muy bonita que decía Epicuro: “Todo el mundo deja la vida como si acabara de nacer hace un instante”. Son dos posturas y sólo podremos saber cuál es la verdadera experimentándolo con nuestro propio cuerpo cuando atravesemos ese umbral.

– Otro de los rasgos de este libro es que el personaje, pese a ser una víctima de la dictadura, no despierta nuestra empatía como es habitual. De hecho, me descubrí como lectora intentando justificar su soberbia e individualismo como fruto de la cercanía de su muerte. ¿Cómo es el proceso de escribir un libro con un protagonista arisco, poco agradecido, como Manuel?

– En general, mis personajes son muy políticamente incorrectos: misóginos, vengativos. Tengo una necesidad de explorar la propia crueldad porque en nuestra sociedad hay pocas oportunidades de sacar la violencia, tenemos muchos, muchos mecanismos de autorepresión. Y todos los personajes que uno escribe son uno mismo, como decía Flaubert, “Madame Bovary soy yo”. Y hay algo muy liberador en explorar todas esas facetas ácidas, agresivas, cínicas llevadas al extremo que también están dentro de uno. Yo tengo un oficio súper políticamente correcto, tengo que tener una enorme empatía con el punto de vista de las personas con las que trabajo. Así que uno queda cargado de pensamientos y sensaciones y en la ficción encuentro un gran espacio de libertad para tramitarlos.

Publicado el 22 de julio de 2013.

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