Serie Los nadies

Eduardo Galeano

1 – Los nadies

Sueñan las pulgas con comprarse un perro y sueñan los nadies con salir de pobres, que algún mágico día llueva de pronto la buena suerte, que llueva a cántaros la buena suerte; pero la buena suerte no llueve ayer, ni hoy, ni mañana, ni nunca, ni en lloviznita cae del cielo la buena suerte, por mucho que los nadies la llamen y aunque les pique la mano izquierda, o se levanten con el pie derecho, o empiecen el año cambiando de escoba.

   Los nadies: los hijos de nadie, los dueños de nada.

   Los nadies: los ningunos, los ninguneados:

   Que no son, aunque sean.

   Que no hablan idiomas, sino dialectos.

   Que no profesan religiones, sino supersticiones.

   Que no hacen arte, sino artesanía.

   Que no practican cultura, sino folklore.

   Que no son seres humanos, sino recursos humanos.

   Que no tienen cara, sino brazos.

   Que no tienen nombre, sino número.

   Que no figuran en la historia universal, sino en la crónica roja de la prensa local.

   Los nadies, que cuestan menos que la bala que los mata.

2 – Puntos de vista

   Hasta no hace muchos años, los historiadores de la democracia ateniense no mencionaban más que de paso a los esclavos y a las mujeres. Los esclavos eran la mayoría de la población de Grecia, y las mujeres eran la mitad. ¿Cómo sería la democracia ateniense vista desde el punto de vista de los esclavos y de las mujeres?

   La Declaración de Independencia de los Estados Unidos proclamó, en 1776, que “todos los hombres nacen iguales”. ¿Qué significaba eso desde el punto de vista de los esclavos negros, más de medio millón de esclavos que siguieron siendo esclavos después de esa declaración? Y las mujeres, que siguieron sin tener ningún derecho, ¿nacían iguales a quién?

   Desde el punto de vista de los Estados Unidos, es justo que los nombres de sus soldados caídos en Vietnam estén grabados, sobre un inmenso muro de mármol, en Washington. Desde el punto de vista de los vietnamitas que esa invasión mató, allí faltan sesenta muros.

3 – El héroe

   ¿Cómo hubiera sido la guerra de Troya contada desde el punto de vista de un soldado anónimo? ¿Un griego de a pie, ignorado por los dioses y deseado no más que por los buitres que sobrevuelan las batallas? ¿Un campesino metido a guerrero, cantado por nadie, por nadie esculpido? ¿Un hombre cualquiera, obligado a matar y sin el menor interés de morir por los ojos de Helena?

   ¿Habría presentido ese soldado lo que Eurípides confirmó después? ¿Que Helena nunca estuvo en Troya, que sólo su sombra estuvo allí? ¿Que diez años de matanzas ocurrieron por una túnica vacía?

   Y si ese soldado sobrevivió, ¿qué recordó?

   Quién sabe.

   Quizás el olor. El olor del dolor, y simplemente eso.

   Tres mil años después de la caída de Troya, los corresponsales de guerra Robert Fisk y Fran Sevilla nos cuentan que las guerras huelen. Ellos han estado en varias, las han sufrido por dentro, y conocen ese olor de podredumbre, caliente, dulce, pegajoso, que se te mete por todos los poros y se te instala en el cuerpo. Es una náusea que jamás te abandonará.

4 – Los emigrantes

   Desde siempre, las mariposas y las golondrinas y los flamencos vuelan huyendo del frío, año tras año, y nadan las ballenas en busca de otra mar y los salmones y las truchas en busca de sus ríos. Ellos viajan miles de leguas, por los libres caminos del aire y del agua.

   No son libres, en cambio, los caminos del éxodo humano.

   En inmensas caravanas, marchan los fugitivos de la vida imposible.

   Viajan desde el sur hacia el norte y desde el sol naciente hacia el poniente.

   Les han robado su lugar en el mundo. Han sido despojados de sus trabajos y sus tierras. Muchos huyen de las guerras, pero muchos más huyen de los salarios exterminados y de los suelos arrasados.

   Los náufragos de la globalización peregrinan inventando caminos, queriendo casa, golpeando puertas: las puertas que se abren, mágicamente, al paso del dinero, se cierran en sus narices. Algunos consiguen colarse. Otros son cadáveres que la mar entrega a las orillas prohibidas, o cuerpos sin nombre que yacen bajo tierra en el otro mundo adonde querían llegar.

   Sebastião Salgado los ha fotografiado, en cuarenta países, durante varios años. De su largo trabajo, quedan trescientas imágenes. Y las trescientas imágenes de esta inmensa desventura humana caben, todas, en un segundo. Suma solamente un segundo toda la luz que ha entrado en la cámara, a lo largo de tantas fotografías: apenas una guiñada en los ojos del sol, no más que un instantito en la memoria del tiempo.

5 – La expulsión

   En el mes de marzo del año 2000, sesenta haitianos se lanzaron a las aguas del mar Caribe, en un barquito de morondanga.

   Los sesenta murieron ahogados.

   Como era una noticia de rutina, nadie se enteró.

   Los tragados por las aguas habían sido, todos, cultivadores de arroz.

   Desesperados, huían.

   En Haití, los campesinos arroceros se han convertido en balseros o en mendigos, desde que el Fondo Monetario Internacional prohibió la protección que el estado brindaba a la producción nacional.

   Ahora Haití compra el arroz en los Estados Unidos, donde el Fondo Monetario Internacional, que es bastante distraído, se ha olvidado de prohibir la protección que el estado brinda a la producción nacional.

6 – Guerras calladas

   No estalla como las bombas, ni suena como los tiros.

   El hambre, que mata callando, mata a los callados.

   De ellos, sabemos todo.

   Los expertos, los pobrólogos, los estudian y nos ofrecen los datos actualizados: cuántos son los pobres, en qué no trabajan, qué no comen, cuánto no pesan, cuánto no miden, qué no tienen, qué no piensan, qué no votan, en qué no creen.

   Sólo nos falta saber por qué los pobres son pobres.

   Ellos,

   los muertos de las guerras,

   los presos de las cárceles,

   los brazos disponibles,

   los brazos desechables,

   sin tierra,

   sin casa,

   sin camino.

   ¿Será que los pobres son pobres porque su hambre nos da de comer y su desnudez nos viste?

   ¿Qué sería de nosotros sin ellos?

7 – La pobreza

   Las estadísticas dicen que son muchos los pobres del mundo, pero los pobres del mundo son muchos más que los muchos que parece que son.

   La joven investigadora Catalina Álvarez Insúa ha señalado un criterio útil para corregir los cálculos:

   -Pobres son los que tienen la puerta cerrada -dijo.

   Cuando formuló su definición, ella tenía tres años de edad. La mejor edad para asomarse al mundo, y ver.

8 – Una clase de Medicina

   Rubén Omar Sosa escuchó la lección de Maximiliana en un curso de terapia intensiva, en Buenos Aires. Fue lo más importante de todo lo que aprendió en sus años de estudiante.

   Un profesor contó el caso. Doña Maximiliana, muy cascada por los trajines de una larga vida sin domingos, llevaba unos cuantos días internada en el hospital, y cada día pedía lo mismo:

   -Por favor, doctor, ¿podría tomarme el pulso?

   Una suave presión de los dedos en la muñeca, y él decía:

   -Muy bien. Setenta y ocho. Perfecto.

   -Sí, doctor, gracias. Ahora, por favor, ¿me toma el pulso?

   Y él volvía a tomarlo, y volvía a explicarle que estaba todo bien, que mejor imposible.

   Día tras día, se repetía la escena. Cada vez que él pasaba por la cama de doña Maximiliana, esa voz, ese ronquido, lo llamaba, y le ofrecía ese brazo, esa ramita, una vez, y otra vez, y otra.

   Él obedecía, porque un buen médico debe ser paciente con sus pacientes, pero pensaba: Esta vieja es un plomo. Y pensaba: Le falta un tornillo.

   Años demoró en darse cuenta de que ella estaba pidiendo que alguien la tocara.

9 – Celebración de la fantasía

   Fue a la entrada del pueblo de Ollantaytambo, cerca del Cuzco.

   Yo me había desprendido de un grupo de turistas y estaba solo, mirando de lejos las ruinas de piedra, cuando un niño del lugar, enclenque, haraposo, se acercó a pedirme que le regalara una lapicera. Yo no podía darle la lapicera que tenía, porque la estaba usando en no sé qué aburridas anotaciones, pero le ofrecí dibujarle un cerdito en la mano.

   Y súbitamente, se corrió la voz. De buenas a primeras, me encontré rodeado de un enjambre de niños que exigían, a grito pelado, que yo les dibujara bichos en sus manitos cuarteadas de mugre y frío, pieles de cuero quemado: había quien quería un cóndor y quién una serpiente, otros preferían loritos o lechuzas, y no faltaban los que pedían un fantasma o un dragón.

   Y entonces, en medio de aquel alboroto, un desamparadito que no alzaba más de un metro del suelo me mostró un reloj, dibujado con tinta negra en su muñeca:

   -Me lo mandó un tío mío, que vive en Lima –dijo.

   -¿Y anda bien? –le pregunté.

   -Atrasa un poco –reconoció.

10 – La otra Creación

   Los desechables: niños de la calle, vagos, mendigos, prostitutas, travestis, homosexuales, carteristas y otros ladrones de poca monta, drogadictos, borrachos, juntapuchos.

   En 1993, los desechables colombianos emergieron de abajo de las piedras y se juntaron para gritar. La manifestación estalló cuando se supo que los grupos de limpieza social mataban mendigos y los vendían a los estudiantes de medicina que aprenden anatomía en la Universidad Libre de Barranquilla.

   Y entonces, Nicolás Buenaventura, cuentacuentos, les contó la verdadera historia de la Creación. Ante los vomitados del sistema, Nicolás contó que a Dios le habían sobrado pedacitos de todo lo que había creado.  Mientras nacían de su mano el sol y la luna, el tiempo, el mundo, los mares y las selvas, Dios iba arrojando al abismo los desechos que le sobraban.

   Pero Dios, distraído, se olvidó de crear a la mujer y al hombre, y la mujer y el hombre no tuvieron más remedio que hacerse a sí mismos. Y allí, en el fondo del abismo, en el basural, la mujer y el hombre se crearon con las sobras de Dios.

   Los seres humanos hemos nacido de la basura, y por eso tenemos todos algo de día y algo de noche, y somos todos tiempo y tierra y agua y viento.

Publicado el 01 de Octubre  de 2009

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