Rulfo y la imaginación

Karla Montalvo

foto: Nada de esto es cierto. Arrieros en un camino / Juan Rulfo 

La primera vez que intenté leer El llano en llamas tenía alrededor de 11 años. Recuerdo haberme sentido agobiada; me imaginé con la cabeza gacha, sometida bajo al sol; con la dureza bajo los pies. No pude continuar, aquel mundo me abrumó. Era demasiado.

Justo fue “Nos han dado la tierra” el primer cuento de Rulfo que leí a fondo en la licenciatura. Llena de asombro, pensaba: qué bueno es, qué bueno es. Después leí el libro completo y Pedro Páramo y, desde entonces, regreso una y otra vez a esos textos. Por su economía de lenguaje, sus diversas estructuras y estrategias, la solidez que posibilita cualquier método o luz teórica, son obras que suelo compartir en el aula.

Este año leímos El llano en llamas. Esperaba encontrarme con personajes conocidos, con palabras familiares, con una experiencia no del todo nueva. No fue así. No es lo mismo leer los cuentos por separado, en su propia unidad, que recorrerlos en conjunto. Me asaltaron sus violencias —la de la naturaleza y sus excesos, la del cinismo del gobierno o, de plano, su ausencia; la contenida en el usted que el padre dirige al hijo, la que está tras reconocer la propia maldad en la mirada del fruto de una violación—; violencias varias, de intensidades y formas distintas. No es la misma aquella de las piedras que le avientan a Macario, que la amenaza infernal de la madrina, que la del abuso de Felipa… Y entonces, de pronto, estaba inmersa en una sensación dura. Una sensación como de estar atrapada. Una mezcla de horror, de miedo y desaliento, de rabia y cansancio, de derrota e indignación. De pronto, sí, la ironía, el ridículo de la retórica priísta, el tono burlón, grotesco de Lucas Lucatero; momentos donde disfrutaba cómo cada voz narrativa, cada diálogo, cada personaje se construyen con cuidado y precisión. Y, aun así, se mantenía el sabor a sangre, a sed, a trampa.

El llano en llamas me recordó a cuando leo las noticias; cuando, tras pensarlas, pregunto igual que el narrador de “Luvina”, pero “¿qué país es este?”

Es saber de miles de desaparecidos, de asesinadas y asesinados, de fosas, de huesos; es escuchar cifras —cifras provisionales, no finitas, oscuras—, es sentirme inmersa en un sistema de impunidad e incertidumbre. Un sistema que parece estar decidido a arrancarnos la voz. Las voces. Reducirnos al silencio.

El llano en llamas retumbó con potencia; sus voces resonaron con nitidez, en toda su diversidad, con sus matices y sus tonos.

Con lo que acabo de decir, sin embargo, parecería que la obra de Rulfo es realista en un sentido cercano al testimonio o al documental. Y no. Rulfo reivindicaba el papel de la imaginación en la literatura. Dio “… con un realismo que no existe, con un hecho que nunca ocurrió y con gentes que nunca existieron” (Rulfo en Fernando Benítez, “Entrevista a Juan Rulfo, Araucaria de Chile 33, 1986). En vano se han buscado los escenarios, las personas, los acontecimientos de sus obras. En palabras suyas: “…uno imagina las cosas tal como posiblemente las relataría y después, al desarrollarlas, intenta darles el mismo tratamiento. …todo se da en la imaginación; es decir, uno piensa cómo son los personajes, en qué forma se desarrollan y de qué manera ellos mismos se comunican” (en el fragmento de Noticias sobre Juan Rulfo… de Alberto Vital, La Jornada, 15 de mayo de 2017).

En un sentido muy básico, cuando Rulfo habla de la imaginación se refiere a que esas historias, por cercanas que nos parezcan, no sucedieron en realidad; esos personajes no son personas de a de veras; las situaciones fueron inventadas. Pero hay otra posibilidad, una vinculada al acto creativo. Incluso cuando el planteamiento es realista, hacer literatura para Rulfo es imaginar. Le parece un error, por ejemplo, que Carlos Fuentes haya trabajado “sus obras con el conocimiento y no con la imaginación” (en Eduardo Cruz “Juan Rulfo en Cali”, La Jornada Semanal, 19 de junio de 2011). Imaginación, entonces, es también un método, una forma de hacer literatura. Posibilita concebir a los personajes y a los escenarios antes y durante la escritura.

Por eso Rulfo le quitó a Pedro Páramo todo aquello cercano al ensayo; porque el énfasis lo ponía en la capacidad de crear un mundo que, después, sería recreado por el lector.

Pongo un ejemplo:

Sintió que el hombre aquel que llevaba sobre sus hombros dejó de apretar las rodillas y comenzó a soltar los pies, balanceándolos de un lado para otro. Y le pareció que la cabeza allá arriba, se sacudía como si sollozara.

Sobre su cabello sintió que caían gruesas gotas como de lágrimas.

El narrador de “¿No oyes ladrar los perros?” transporta al cuerpo del viejo, que carga a su hijo herido, moribundo. El lector siente, poco después, cómo el hombre despega los dedos tiesos y baja al muerto y entonces escucha los perros “por todas partes”, esos perros que su hijo no oyó. Entonces el lector entiende el reproche: ni esa esperanza pudo darle.

En Pedro Páramo podría parecer más claro el acto imaginativo: contar la historia de un pueblo desde las voces de sus muertos. Pero eso solo, en sí mismo, es una idea. Un planteamiento.

“Este pueblo está lleno de ecos. Tal parece que estuvieran encerrados en el hueco de las paredes o debajo de las piedras. Cuando caminas, sientes que te van pisando los pasos. Oyes crujidos. Risas. Unas risas ya muy viejas, como cansadas de reír. Y voces desgastadas por el uso.” El lector oye aquel pueblo, recuerda con Damiana los ruidos de fiesta y cómo al acercarse vio: “lo que estamos viendo ahora. Nada. Nadie. Las calles tan solas como ahora”. El poder evocativo de la palabra; generador de sonidos, de sensaciones, de imágenes. Gracias a ella, en Pedro Páramo, es posible una perspectiva increíble: “Ya ves, ni siquiera le robé el espacio a la tierra. Me enterraron en tu misma sepultura y cupe muy bien en el hueco de tus brazos. Aquí en este rincón donde me tienes ahora. Sólo se me ocurre que debería ser yo la que te tuviera abrazado a ti, ¿Oyes? Allá afuera está lloviendo. ¿No sientes el golpetear de la lluvia?” Unas cuantas oraciones y se está, como Dorotea, en un ataúd, entre los brazos de Juan Preciado; unas cuantas palabras y se sienten los golpes de la lluvia, allá arriba, sobre la tierra.

Aquella sensación que de niña me hizo cerrar El llano en llamas por tan real e intensa, no fue debido a un testimonio o a una idea, sino a un trabajo imaginativo. Que la obra de Rulfo hable con tal fuerza de nuestra realidad, que retumbe tan hondo en ella, paradójicamente, en gran medida, se debe a la capacidad imaginativa —evocativa, intuitiva—de su lenguaje. Pero, por lo mismo, lo ha hecho y lo hace en otros contextos, en otras realidades y, estoy segura, lo hará en otros tiempos. De ahí que la obra de Rulfo no se agote. De ahí, también, en parte, su belleza, su poder y su extraordinaria vitalidad.

Karla Montalvo escribe ensayo y narrativa y es profesora e investigadora en la Universidad Autónoma de la Ciudad de México.

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