En este camino que recorre unos 68 kilómetros entre el puerto de Mitilini y el municipio de Molyvos, aparecen —como un espejismo bajo 35 grados de temperatura—, caravanas interminables de caminantes fatigados, insolados y abandonados a su suerte. Caminan sin mapa ni guía, solo siguiendo su instinto y, cada tanto, las indicaciones que algún letrero o transeúnte les da. Una peregrinación que no eligieron, pero que deben cumplir como si se tratara de una manda. No entienden por qué ningún bus se detiene para llevarlos. No entienden por qué los taxis no aceptan trasladarlos aunque ellos ofrecen pagarles.
Los primeros días, los refugiados llegaban durante la noche o al amanecer, aprovechando la oscuridad para burlar el control marítimo turco. Ahora, como la desesperación no conoce de paciencia ni planificación, llegan también a plena luz del día.
El Mar Egeo separa las costas del puerto de Esmirna, en Turquía, con las de Lesbos. Emprenden esta travesía solos, abandonados a su suerte, en botes sobrepasados en su capacidad. Para los turistas cruzar esta zona del Mediterráneo cuesta entre 10 y 20 euros. Para un refugiado, a veces sobre los 1000 euros, otras la vida. Han decidido arriesgarse porque no había nada más que perder. Ya lo perdieron todo en sus ciudades de origen en Afganistán, Irak o Siria.
En este camino solo la confianza ayuda a avanzar. Dan el siguiente paso con los pies gastados, con ampollas que los hacen cojear y la piel seca por el calor y la sal. Pero ellos confían en Dios; en que el hombre de las mafias que venden los cupos en el bote no sea un estafador; en que la frontera estará abierta. En definitiva: en que estarán mejor. Confiar es la palabra que todos repiten cuando se les pregunta por qué, cómo y qué sigue ahora. Este es apenas el comienzo del viaje.
Este mediodía en Lesbos el sol brilla como de costumbre al final del verano. Los turistas se broncean en la playa mientras cientos y cientos de restos de salvavidas forman cerros donde revientan las olas. Los únicos que escapan del negro y del naranja son los salvavidas de colores y dibujos que llevaban los niños. El paisaje es desolador. El camino bicolor es el símbolo de una huida que no se detiene y que es solo una muestra del drama que continúa en tierra firme.
A lo lejos, en medio del mar, se ve un punto negro. En la arena, un grupo de voluntarios de una organización humanitaria alzan pañuelos y plásticos metálicos para indicar la meta. Se acercan, gritan, no lo creen. Es un bote con 40 personas que luego de cuatro horas a la deriva logra llegar a destino.
Nerviosos, entre sollozos, denuncian que un barco turco les ha disparado tras rodearlos por varios minutos. Lograron escapar y llegar hasta la otra orilla sanos y salvos. Todos se abrazan y se felicitan por el triunfo que significa vivir. Algunos, apenas tocan tierra firme se arrodillan para agradecer a Dios. Los voluntarios, igual de emocionados, reparten frutas y agua, y ayudan a las mujeres que descienden del bote con la ropa completamente mojada.
Una de las refugiadas sirias viaja con su hija de tres años y embarazada de cuatro meses. Presenta síntomas de pérdida tras el espanto que le provocó el acoso del barco turco. Dice que quiere recuperar energías para emprender el rumbo hasta Mitilini, en esos caminos de monte y curvas que ella aún no sabe que la esperan.
Los chalecos salvavidas y el resto del bote inflable se suman a los restos de plásticos en la arena. Esos que forman el recuerdo de ese viaje que parecía eterno. Aquellos que se adelantaron. Otros, que como ellos, confiaron y arriesgaron.
Publicado originalmente en openDemocracy