Siempre se debate quién es el responsable de una guerra, pero es un hecho que el pasado 14 de noviembre, Israel destrozó con un misil el coche del jefe militar de Hamas, Ahmad al-Jabari.
Con este acto que en cualquier otro contexto se llamaría terrorista Israel rompió la tregua existente. Hamas respondió con cohetes más potentes que nunca, que llegaron hasta Tel Aviv. Aún así, y como siempre, las armas occidentales de Israel fueron más sofisticadas y más mortíferas; el recuento final de bajas reprodujo la desproporción de siempre entre israelíes y árabes.
Durante unos días, el ejército israelí se amontonó en la frontera de Gaza, y pareció que se iba a reproducir la invasión de 2009, cuando unos 1.400 palestinos murieron. Pero no fue así. El nuevo gobierno egipcio, de los Hermanos Musulmanes, realizó una visita oficial a Gaza y más tarde persiguió el fin de los ataques. Más sorprendente fue Obama: sin abandonar el tradicional apoyo estadounidense a Israel, pidió contención a Tel Aviv y negociaciones. Para entender lo ocurrido, necesitamos una visión tanto histórica como internacional.
Israel: aliado eterno del imperialismo
El movimiento sionista, que surgió a finales del siglo XIX con el objetivo de crear un estado puramente judío, siempre ha buscado amigos imperialistas. Durante mucho tiempo, miró hacia Gran Bretaña. Cuando se creó Israel en 1948, los sionistas recibieron armas del bloque soviético para llevar a cabo la limpieza étnica de la población palestina.
La guerra de 1967, en la que Israel humilló en seis días a los ejércitos de los corruptos regímenes árabes, convenció a EEUU del valor de Israel como aliado. Así se inició la fuerte relación, basada en intereses compartidos, no en una hipotética gran influencia judía en EEUU, que pervive hasta hoy.
Los siguientes años vieron el auge de la lucha guerrillera palestina, con secuestros de aviones, entre otras acciones. Se trataba muchas veces de gente heroica, pero con una estrategia incapaz de ganar; unos individuos con bombas y Kalashnikovs no podían derrotar al estado más fuerte de la región.
El problema fue sobre todo político. La Organización para la Liberación de Palestina (OLP) no fue capaz de movilizar a la población palestina, y aún menos a los millones de personas trabajadoras de la región. La OLP buscó aliarse con los dictadores árabes, no con la gente trabajadora a la que éstos oprimían.
La situación empezó a cambiar en 1987, con la primera Intifada, en la que la propia población palestina de Gaza y Cisjordania se levantó contra la ocupación. La dirección de la OLP en el extranjero tuvo una escasa influencia en la Intifada, pero la utilizó para impulsar negociaciones con el Estado israelí. En 1991 se abrió el proceso de paz que ha continuado de manera intermitente desde entonces, sin producir ningún avance cualitativo para el pueblo palestino. La frustración ante la ausencia de mejoras contribuyó a desatar en 2000 la segunda Intifada.
La lucha internacional
Aquel año trajo otros cambios importantes en la región. En mayo de 2000, Israel fue expulsado del sur del Líbano por la resistencia popular, impulsada principalmente por Hezbolá. El fin de la ocupación, que duraba desde 1982, hizo añicos la imagen de invencibilidad del ejército israelí; ocurriría lo mismo con su nuevo intento de invasión en 2006.
Asimismo, las invasiones de Afganistán en 2001 y de Irak en 2003 fueron tomadas por algunos como una muestra de que EEUU era todo poderoso. En realidad, su incapacidad para controlar estos países, frente a la resistencia desatada por la ocupación, se convirtió en otra muestra de los límites del poder occidental.
Mientras tanto, Egipto, colaborador imprescindible en la opresión del pueblo palestino había tomado el camino que llevaría a Tahrir. Las inéditas protestas callejeras en solidaridad con la segunda Intifada, y luego contra la guerra de Irak, dieron confianza a la clase trabajadora; en 2006 se inició la ola de luchas obreras que contribuyó a la revolución de 2011 y que continúa hasta hoy.
La caída de Mubarak, en febrero de 2011, y el proceso de revoluciones árabes en general han cambiado la situación. Lo que provoca confusión es que este cambio es contradictorio y desigual. El nuevo gobierno egipcio, de los Hermanos Musulmanes, sigue siendo un gobierno neoliberal de derechas, igual que Mubarak. La diferencia es que al llegar al poder gracias a la revolución, la gente le exige cambios.
Una invasión terrestre de Gaza por parte de Israel habría provocado una explosión en Egipto; incluso sus propias bases habrían exigido al presidente islamista, Mohamed Mursi, medidas de solidaridad con el pueblo palestino, sin excluir el uso de las armas. Mursi dice que apoya a los palestinos, pero no tiene el menor deseo de romper con EEUU. Lo mismo se aplica al rey de Jordania; hasta ahora ha sobrevivido a la ola de revoluciones, pero la rabia popular contra una nueva matanza israelí podría provocar su caída.
Los dirigentes estadounidenses no son tontos; entienden la situación. La presión desde el Cairo y Washington a favor de una tregua puede dar la impresión de un arreglo en los pasillos del poder. En realidad, el motor de cambio es la lucha social en los países árabes.
Solidaridad con Palestina
En Europa nos toca movilizar la solidaridad con el pueblo palestino, sobre todo impulsando la creciente campaña de boicot, desinversión y sanciones al Estado israelí (ver la entrevista a Omar Barghouti, miembro fundador del movimiento BDS, en el Periódico En lucha de noviembre de 2012).
Pero la clave para la liberación de Palestina serán las revoluciones árabes: en Egipto, en Jordania, cuando estalle, y en otros países, incluyendo a Siria. Se equivocan las personas que prefieren la dictadura de los Assad, que llevan más de 40 años garantizando la estabilidad en la frontera noroeste del Estado israelí, a la lucha popular del pueblo sirio.
La clave en esta lucha, como en todas, no es la acción de unas pocas personas dirigentes, sino la movilización de masas.
David Karvala (@davidkarvala) es militante de En lluita / En lucha