Los militares y el sórdido aprendizaje político

Erubiel Tirado

A David Fernández, por su valor y firme congruencia.

“… Todo es entre nosotros (en México) contradicción”. 

José Revueltas

Mientras el entorno político y social saturaba la rememoración, ahora con tintes oficiales y de construcción de mito político, de los tristes acontecimientos del movimiento estudiantil-popular de 1968, hubo dos señales inequívocas del poder fáctico y dominio político de los militares mexicanos.

La revocación en una segunda instancia de juicio de amparo, de la suspensión de la vigencia de la Ley de Seguridad Interior, LSI, (25 de septiembre) y el posicionamiento de la Sedena, a través de su director jurídico -e impulsor de la contracampaña hacia detractores y críticos de la LSI- (El Universal, 1 de octubre), de descalificar la comisión investigadora por la desaparición de los estudiantes normalistas de Ayotzinapa, ordenada por el Tribunal Colegiado de Reynosa, Tamaulipas.

Este contexto enrarecido es producto precisamente de una evolución y un aprendizaje que parte de 1968, desde la perspectiva la estrategia militar con su instrumentalidad represiva… y la política, la del ejercicio del poder, con reglas escritas y no escritas (según les convenga) en la singularidad del ‘sistema’ político mexicano que ha hecho de los altos mandos más políticos… y menos soldados y menos marinos al servicio del país.

Del golpe represivo a la coartada de la seguridad interior: otra evolución

De 1968 a la fecha, los militares mexicanos han transitado de forma exitosa hacia la transformación de sus privilegios pactados que fueron consolidándose (por hacerse a un lado en el reparto de cuotas políticas) cuatro décadas atrás de la cúspide represiva de ese año.

El resultado objetivo y palpable es la contradicción de tener una fuerza armada estructuralmente inútil en términos de defensa; eficiente para el control social y político (la cereza del pastel es precisamente la operatividad de la LSI vigente desde el año pasado que sólo no se aplica en cuanto a declaratorias presidenciales); y, no menos importante, ser un factor político deliberante, contraviniendo sus definiciones primordiales en democracia.

El camino recorrido desde 1968 pasó primero por encima de la decisión presidencial y fractura del mando civil sobre los militares cuando, independiente de las implicaciones políticas, los mandos castrenses expanden sus prácticas represivas con la creación de grupos paramilitares o parapoliciales para reprimir la protesta social y política: desde el Batallón Olimpia (ahora insinúan, sin pruebas, la existencia de una ‘brigada’ armada estudiantil para justificarse), pasando por la Brigada Blanca y similares, hasta los grupos de autodefensa.

Había quedado atrás el recurso simple de sacar tropas a la calle para apaciguar a sangre y fuego las demandas que no eran satisfechas por el clientelismo autoritario priista. Un saldo importante y negativo de la masacre de Tlatelolco fue, que se podía ignorar la autoridad del presidente (o aprovecharse de sus paranoias y fantasmas ideológicos) quien, finalmente, asumiría la responsabilidad sin consecuencias para él ni para las instituciones militares. Con el nuevo patrón de comportamiento se rompió un paradigma cuyas consecuencias seguimos padeciendo.

Con esta nueva base, la acción militar se refinó desde inicios de los setentas en el desempeño encubierto e ilegal en la lucha antiguerrillera junto con el tradicional despliegue en zonas a donde se fueron a refugiar parte de los ecos del 68, ahora armados.

El saldo del expertise castrense fue un aprendizaje múltiple y variopinto: grupos paramilitares, parapoliciales, desapariciones, torturas y ajusticiamientos… “botín de guerra” (bienes y propiedades de guerrilleros y sus familiares), todo ello adocenado con el apoyo de los Estados Unidos (según las investigaciones seminales de José Luis Piñeyro) y la apropiación de su doctrina contrainsurgente.

A mediados de esa década, se añade la incipiente lucha antinarco como política de Estado con la “erradicación de enervantes” teniendo como puntal decisivo la famosa Operación Cóndor. El refinamiento operativo de militares que ya imponían miniestados de sitio e investigaciones paralelas e ilegales, trasladaron su experiencia represiva al servicio de la nueva misión, ya institucionalizada, y cuyos resultados y efectos describió en forma puntual el semanario Proceso durante sus primeros años de circulación.

Un par de cambios estratégicos sobrevinieron luego de la insurgencia del EZLN (1994). Primero el ensayo sofisticado de armar grupos de autodefensa o la exacerbación de grupos rivales a las bases de apoyo zapatistas, teniendo así quien les hiciera el trabajo sucio de la represión o exterminio opositor en la zona insurgente.

La matanza de Acteal (1997) fue a expresión criminal del Estado con el apoyo militar, sentando el precedente de lo que ocurrió en Michoacán con Peña Nieto (o la omisión castrense en Ayotzinapa). Otro factor de cambio fue, bajo la influencia norteamericana, la creación de fuerzas de elite especializadas y multimisión que dejaban atrás los desplazamientos masivos de fuerzas en las operaciones antinarco y antisubversivas.

Infraestructura y preparación externas dieron paso a los Grupos Aeromóviles de Fuerzas Especiales, GAFES (bajo el antecedente orgánico Fuerzas Especiales de Reacción Inmediata, creadas en 1986 en la Sedena) y su versión anfibia. El experimento se degradó al poco tiempo por la acción corruptora del narco que cooptó a mandos y tropas de dichos grupos convirtiéndose, bajo el nombre-código de ‘zetas’, primero en el brazo armado del Cártel del Golfo y, luego, en una nueva organización criminal cuyo legado de crueldad y violencia permanece hasta nuestros días.

La responsabilidad y desviación de este fenómeno sigue sin ser explicado del todo por el Estado mexicano y menos asumido por las propias fuerzas armadas. Si bien antes o después de este fenómeno hubo la ocurrencia de escándalos de corrupción militar tanto en Sedena como en Marina, los ‘zetas’ fueron el pináculo de la vergüenza institucional armada.

La militarización de la seguridad pública desde 1996 fue otro cambio estratégico y operativo, al introducir fuerzas armadas, y su visión, en la transformación policial del Estado, iniciando así la entronización castrense que se impone en la definición de políticas públicas concretas.

Esto resultó ahora en la aceptación resignada (¿?) del presidente electo, entre otras cosas, de respetar los usos y costumbres de los militares. Un elemento poco estudiado en esta penúltima fase de cambios es, precisamente, que la acumulación legal, institucional y de facto de atribuciones de los militares en las políticas de seguridad y defensa nacionales, es su fracaso, una y otra vez, en el desempeño fundamental de sus misiones, su debilitamiento estructural: a ellos, junto a las decisiones presidenciales, les debemos nuestra crisis humanitaria de violencia, la falta de control en la disponibilidad de armas en el país y el retardamiento (aquí sí, deliberado porque es un círculo vicioso del que se benefician de varios modos, con todo y su ‘reconocimiento’ hipócrita de que no están hechos para la seguridad pública), estructural de la profesionalización de nuestras policías, tanto en el nivel federal como en los ámbitos estatales y municipales.

El “no nos moverán” contra AMLO y la zanahoria de “apoyo” político

Con un aire de cinismo y desvergüenza inusitado (“el ejército actuó con total respeto a los derechos humanos en 1968”, se afirma, dejando atrás la justificación de que obedecían órdenes del mando civil), desde la Sedena, y en menor medida la Semar, se deslizan algo más que señales de intimidación a los próximos gobernantes, primero con una campaña poco disimulada en sus orígenes (por los portavoces oficiosos del establishment de la seguridad y defensa que, varias de ellas y ellos, figuraron en el aparato de gobierno y de sus proveedores de bienes y consultorías, incluyendo periodistas contando ahora a los noveles especialistas formados por militares en las universidades privadas) de ridiculizar ad nauseam los diversos planteamientos del equipo de transición y de legisladores federales.

Luego, con la imposición de sus personeros (exmilitares o aun legisladores con vínculos familiares con altos mandos) en las comisiones legislativas relacionadas con los temas que los involucran. Más preocupante aún, significa la amenaza velada con la inducción de entrevistas a modo para establecer que, pase lo que pase en tribunales, incluyendo la Suprema Corte, y diga lo que diga el presidente electo, los militares no aceptarán la menor insinuación siquiera de cualquier acción (social, política, judicial y menos legal) que los aparte de su status quo que han forjado en cinco décadas en la reversión de su domesticación civilista del estado autoritario del que provienen.

De ahí la negativa rotunda a la ampliación de investigaciones de su papel tanto en la guerra contra el narco impulsada por Calderón y las atrocidades de las que son responsables, por acción u omisión, en este gobierno.

Desde la academia, pese a la multiplicación dispersa de análisis sobre los efectos de la militarización mexicana, se omite o se ignora el estudio de la influencia política y el riesgo democrático que representa (ver Pérez-Romero en Foreign Affairs Latinoamérica, octubre 2017-enero 2018) o, peor, se conforma con el análisis formal de que existe ‘control objetivo’ desde el Congreso (Serrano, 2009) cuando la realidad lo desmiente (‘HRW: Lecciones de un sexenio perdido. La militarización de la seguridad pública’, El Universal, 2 de octubre de 2018).

La irónica situación de este escenario ruidoso de los militares es el silencio de los antiguos legisladores de Morena, próximos a ser funcionaros de primer nivel, que han dejado de señalar la necesidad de anteponer la supremacía civilista y de impulsar una reforma integral de las fuerzas armadas.

Hay que añadir la ignorancia en las reacciones que aplauden el pronunciamiento reciente del titular de Sedena, pontificando sobre los beneficios de legalizar el cultivo de amapola (5 de octubre), a tono y haciendo algo más que un guiño de apoyo político al nuevo grupo gobernante.

La pregunta es: ¿si la clase política requiere el apoyo manifiesto y deliberante de los militares para gobernar, o si el pronunciamiento lo hizo con la autorización del aun presidente en funciones? En democracia, los militares no participan en política ni se pronuncian atendiendo el principio de supremacía civil.

Está visto que hoy los cambios, si llegan, parece que serán por la puerta de atrás y con resultados inciertos para la democracia, pero con el poder conjunto de los militares sobrepuestos a los policías, a los políticos… y al país.

 

*Mtro. Erubiel Tirado es coordinador del Diplomado en Seguridad Nacional, Democracia y Derechos Humanos de la Universidad Iberoamericana Ciudad de México

 

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