Las viudas del conflicto tailandés (Periodismo Humano, 08/05/14)

Laura Villadiego

La última vez que Rosida vio a su marido con vida, él se despidió sin decir a dónde iba. No era extraño, era la hora del rezo y solía ir a la mezquita del pueblo. Pero pasó la noche fuera. La siguiente vez que supo de él fue en las noticias del día siguiente, cuando su nombre saltó como uno de los insurgentes musulmanes asesinados por los militares en la mezquita de Kruse, una de las más antiguas de Tailandia. Era el 28 de abril de 2004.

Pocos meses antes del incidente de Kruse, en enero de ese mismo año, un ataque a un depósito de armas del ejército marcaba el resurgimiento de un movimiento separatista – aunque se habían dado pequeños altercados desde el 2001 – en las provincias del sur de Tailandia (Pattani, Narathiwat, Yala y, en menor medida, Songkhla), las únicas de mayoría musulmana en un país en el que el budismo, a pesar de no ser la religión oficial, es impulsado por las instituciones. Renacía así un conflicto no cerrado y poco conocido fuera del Sudeste Asiático a pesar de haberse cobrado la vida de cerca de 6.000 personas en los últimos diez años.

La defensa de la cultura del sur, muy diferente a la del resto del país, ha sido el motor del conflicto. Los habitantes del sur profundo, algo menos de dos millones, además de profesar una religión distinta, pertenecen en buena parte a una etnia minoritaria en el país, la malaya, hablan un dialecto del malayo, frente al tailandés que se utiliza en las otras provincias, y son herederos del antiguo sultanato de Patani, que Tailandia anexionó a principios del siglo XX. El centralismo de la capital, Bangkok, y sus intentos de homogeneización cultural nunca fueron bienvenidos en el sur y los primeros movimientos insurgentes aparecieron en los años 50. En los 80, la creación del Centro Administrativo para las Provincias Fronterizas del Sur (SBPAC en sus siglas en inglés), una especie de gobierno regional con mayor autonomía, apaciguó las tensiones y la insurgencia desapareció. Sin embargo, la llegada de Thaksin Shinawatra al poder en 2001 hizo resurgir a los movimientos separatistas que se han cobrado cerca de 6000 vidas en los últimos diez años.

Kruse fue uno de los incidentes clave de esos primeros meses de insurgencia que confirmaron el resurgimiento del conflicto en el sur de Tailandia. Treinta y dos personas fueron asesinadas – insurgentes según las autoridades, simples civiles según muchas de las familias de las víctimas –, después de un ataque a una base militar que se encuentra a pocos metros del templo.“Yo no sé por qué mi marido fue allí. Sólo sé que no hacía falta disparar. Nosotros podríamos haberles convencido de que salieran [de la mezquita]”, asegura Rosida Da-oh, quien tuvo que hacerse cargo de sus cinco hijos tras la muerte de su marido, uno de ellos, un bebé de tan sólo 10 meses.

Rosida es una de las víctimas en vida. Como ella, unas 3000 mujeres han perdido a sus maridos y se han convertido de la noche a la mañana en los pilares de su familia en una cultura que las deja en un segundo plano. “Las mujeres son ahora las personas sobre las que recaen todas las responsabilidades de sus hogares, como cuidar de los hijos o sostener a la familia, mientras que tienen que soportar amargamente su propia depresión, frustración y tristeza por haber perdido a un ser querido”, asegura Soraya Jamjuree, profesora en la Universidad Príncipe de Songkhla en Pattani e investigadora en asuntos relacionados con las mujeres.

De la noche a la mañana, Rosida se convirtió en el único sustento de su familia. “Yo nunca había trabajado antes”, explica. “Era una simple ama de casa que se ocupaba de sus hijos”. El gobierno consideró a su marido un insurgente y Rosida no entró dentro de los programas de ayuda oficial hasta 2012, cuando un tribunal condenó a la administración a pagar 100.000 euros a las familias de los asesinados en Kruse. “No nos ven como personas normales, sino como criminales. Yo soy la mujer de un criminal”, dice.

Rosida consiguió salir adelante gracias a la ayuda de vecinos y ONGs y abrió una pequeña tienda en el colegio en el que solía enseñar su marido donde vende dulces a los niños que salen de clase. Pero su rabia no se ha apaciguado con los años: “Siento un odio profundo por soldados y policías. Cuando paso los controles, les deseo a todos que se mueran”.

Frustración y problemas mentales
Lo que más ha corroído durante los últimos años a Marisa Samahae, una profesora de primaria en un pequeño pueblo de Pattani, ha sido no saber exactamente quién ni por qué mataron a su marido. “Supongo que fue porque era un voluntario civil que trabajaba con el gobierno”, explica Marisa. Su marido fue víctima de la otra parte, la insurgencia, en un conflicto en el que los combatientes se mantienen en las sombras y cuyos rostros nadie conoce.

En Po Minh, el distrito en el que Marisa aún vive, no se había registrado ningún incidente importante durante el primer año de conflicto. El marido de Marisa fue el primero en ser asesinado, en pleno mercado, delante de uno de sus hijos. Era febrero de 2005. Al asesinato del marido de Marisa siguieron otros de imanes, jefes de aldeas o profesores y Po Ming es ahora considerado un “distrito rojo”o área con una alta presencia de insurgentes.

A Marisa, como a la mayoría de las viudas, la muerte de su marido la sumió en un estado de profunda tristeza y depresión. A falta de servicios públicos, Marisa acudió a la Asociación Amigos de Familias Víctimas, una red de 30 mujeres voluntarias creada por la profesora Soraya Jamjuree que visita a viudas y otras mujeres afectadas por el conflicto “Aquí no podemos obtener ningún tipo de asistencia especializada [para problemas mentales]. Así que simplemente nos ayudamos las unas a las otras, hablando y compartiendo”, asegura Khanmueng Chamnankit, una de las voluntarias que ha ayudado a Marisa a superar el trauma.

La falta de asistencia especializada para tratar los problemas mentales causados por la violencia es una de las principales reivindicaciones de activistas y mujeres en el sur. “El gobierno no ofrece suficientes servicios sociales a las mujeres, porque sólo les da dinero, pero no servicios a largo plazo”, asegura Kanlaya Daraha, una investigadora que ha estudiado la situación de la salud mental de las mujeres en el sur del país. A esto se une el tabú que supone hablar en el sur de los problemas de las mujeres.“Aquí nadie quiere hablar sobre los problemas de las mujeres. Es una comunidad islámica. Es algo que mantienen bajo la alfombra”, asegura Angkhana Neelapaijit, una activista que creó la Fundación Justicia por la Paz después de que su marido, un abogado que defendía los derechos humanos en el sur, desapareciera hace 10 años. “Las mujeres hacen frente a todos los problemas solas. No pueden compartirlos con nadie”, explica la activista.

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