Lelia Pérez tenía 16 años cuando la detuvieron por primera vez el 12 de setiembre de 1973, al día siguiente del derrocamiento de Salvador Allende. «Estaba en el colegio cuando se inició el golpe de Estado. Un grupo de estudiantes decidimos ir a un lugar central para participar en la resistencia. Nos detuvieron de madrugada. La Policía uniformada nos entregó a los militares y nos llevaron al Estadio Nacional de Chile. Me liberaron diez días después», relata a GARA.
El 24 de octubre de 1975, fue nuevamente arrestada por agentes de la DINA junto a su pareja. Militaba en el Movimiento de Izquierda Revolucionaria (MIR) y estaba embarazada de ocho semanas. Fue trasladada al centro de detención clandestino y de tortura Villa Grimaldi, donde permaneció por cerca de dos meses y medio. Después, llegaron los campos de concentración 4 Alamos y 3 Alamos, hasta que en setiembre de 1976 fue liberada y obligada a partir al exilio, rumbo a Venezuela donde estuvo hasta 1986.
Las torturas a las que fue sometida y por las que se frustró el embarazo incluyeron vejaciones sexuales, que «afectaron a mujeres de todas las edades, condición social y militancia. Los militares ejercieron la violencia sexual durante los 17 años de dictadura como reafirmación de su poder sobre las personas detenidas, para demostrar a los varones detenidos la derrota, exponer su virilidad ante los demás militares, denigrar a las mujeres y así confirmar su superioridad y triunfo, y destruir la resistencia de las mujeres y sus compañeros», explica Pérez.
«En lo físico, todo aquello me dejó dolor y una memoria que se actualiza con sonidos, olores, actitudes. Emocionalmente, miedo, no saber cómo abordar esta experiencia, cómo explicarla, qué hacer con eso. Rabia por tener miedo, por recordar, por no tener control sobre mis emociones ni las reacciones físicas. A nivel social, se instaló el miedo y una especie de `lección; `ya sabes lo que pasa si te metes en política, por lo tanto es tú responsabilidad si te metes en eso, como si fuera `normal la agresión sexual y, en consecuencia, la `culpa es de la mujer», subraya.
Durante décadas, un grueso muro, interno y externo, silenció e interiorizó la violencia sexual como «una parte casi lógica de la represión. Al salir de los centros de tortura, no sabes cómo explicar lo que ha ocurrido. Los relatos no tienen sentido, las palabras no alcanzan para describir la experiencia. Generalmente, los relatos ocurren junto a un desborde emocional muy fuerte -llanto, vómitos, temblores físicos, náuseas- y quienes reciben estos relatos son precisamente quienes están cerca y más nos quieren. Una se da cuenta de que contar es igual a `hacer sufrir. Así me ocurrió. Mi madre se angustió tanto que suprimí el relato de las agresiones sexuales, no volví a hablar del tema».
«Por otra parte, con una derrota política expresada en crímenes tan atroces, mucha gente quería aferrarse a una historia, al menos, `heroica. Por ejemplo, cuando un grupo de personas militantes de partidos políticos supo que había estado detenida en el Estadio de Chile, me hacían preguntas, que en realidad eran afirmaciones: `¿No es verdad que cuando les hacían simulacros, ustedes cantaban la Internacional?, `¿Verdad que cuando se supo que mataron a Víctor Jara, los prisioneros cantaron el himno nacional?. Yo contesté que no, que eso no era verdad. La conclusión fue que yo mentía cuando decía que había pasado por el Estadio de Chile. Había una necesidad muy grande de aferrarse a algo que nos salvara de ese dolor tan grande que producía la derrota y la represión, los relatos de tortura o de violencia sexual no querían ser escuchados. También estaban quienes te miraban con pena, como diciéndote `pobrecita víctima y, en general, eso tampoco ayudaba a hablar, molestaban mucho estas actitudes», manifiesta.
25 años después, un compañero de militancia que presenció cómo la habían violado le pidió perdón llorando por no haber reparado en ese momento en la gravedad de los hechos. «Estando en el Estadio de Chile, hubo una `queja por parte de los compañeros detenidos por la mala alimentación. Cuando nos reencontramos, rememoramos aquel episodio. Yo le recordé entonces que me habían agredido sexualmente frente a él, mientras le decían que era un cobarde y poco hombre, y que él no dijo nada. Para él fue muy fuerte darse cuenta. Nos abrazamos y lloramos. El me decía: `yo tengo dos hijas… ¿Cómo pude quedarme callado? Fue sanador para los dos», confiesa.
Actualmente, Pérez dirige la Corporación Parque por la Paz Villa Grimaldi. «Ser directora e impulsar la memoria, la educación en derechos humanos y la promoción de una cultura diferente es como darle la vuelta a ese pasado doloroso. Recupero mi dignidad porque en el mismo sitio donde me redujeron como persona, puedo ponerme en pie y construir algo diferente», afirma.
Patricia Herrera tenía 19 años cuando el 27 de junio de 1975 se encontró de regreso de la Universidad a un nutrido grupo de militares «conversando» con su madre en su casa, donde «me estaban esperando. Aquella noche caí en un pozo negro, sin fondo. Esa fue mi sensación cuando me golpeaban, vendaban y metían en un vehículo desconocido».
En diciembre de 2010, presentó la primera querella por violencia sexual como forma de tortura durante la dictadura. «Los periodistas que habitualmente cubren las informaciones judiciales hicieron preguntas y la noticia salió en los principales informativos. Causó cierto impacto. Pero, la sociedad chilena, en general, es cada día más distante y quiere olvidar el pasado y a quienes lo representamos. En esta sociedad de consumo y donde todo es desechable, no tienen cabida los valores que profesamos, aunque estos reaparecen con cada conmemoración del golpe de Estado, sobre todo cuando es un aniversario redondo como éste», señala.
Al igual que Pérez, experimentó muy diversas reacciones por parte de los destinatarios de su relato. «Algunos te miraban con incredulidad, con simpatía, con pena, con dolor, con respeto… No siento que la sociedad de ahora afronte el tema de forma diferente. El cambio, en mi opinión, se debe a que se interpuso una querella, por lo que la cuestión adquirió un plano distinto, el judicial. Es como si fuera más creíble que antes».
Anima a las mujeres que padecieron situaciones semejantes a «declarar y judicializar estos temas. No hay que tener temor ni vergüenza. No somos responsables de los castigos sufridos, sino que son responsabilidad de aquellos que los cometieron. Nosotros defendíamos nuestro pensamiento».
Reconoce que los temas relacionados con el cuerpo y la sexualidad siguen siendo «tabú en nuestra formación, más aún si conllevan forzamiento y violencia. Molestan a las conciencias y a la vida llamada normal. Las mujeres que vivimos eso tampoco queremos traspasar ciertos límites, y debemos cuidarnos de no caer en la morbosidad a la que en algunas ocasiones pretenden llevarnos los medios de comunicación».
«40 años después, sigo siendo la misma mujer militante del Partido Socialista, que lucha, ahora desde el ámbito local, por cambiar la sociedad, por mejorar las condiciones de vida de las personas que me rodean y, especialmente, de las mujeres. Jamás, ni en aquellos días de encierro y tortura, de campos de concentración, de expulsión del país, de exilio, de retorno a un Chile que no era el mismo, no tocaron mi alma. No nos vencieron y hoy seguimos siendo el recuerdo vivo de los crímenes cometidos y hablamos por aquellas que no están», enfatiza.