La tierra del crack en Sao Paulo, zona de contienda

Taniele Rui Traducción: Mariana Petroni, Ernenek Mejía Fotos: Joana Moncau

São Paulo, Brasil. La región conocida como “crackolandia”, en la ciudad de São Paulo, se encuentra en el centro del debate social de Brasil. Este espacio es una fuente inagotable de noticias, de historias y, no sin contradicción, de pánico. Es un lugar a ser evitado, un lugar peligroso, degradado y también un lugar de destierro. Por ello, es también un lugar de gran atracción.

Lejos de ser un simple espacio físico, la “crackolandia” de São Paulo se alternó y desplazó a lo largo de las últimas dos décadas, principalmente en los alrededores del barrio Luz.

La Luz no es cualquier lugar en la historia de la São Paulo. El barrio fue escenario de la primera expansión del centro y sitio de la esplendorosa estación ferroviaria que conectaba la zona rural del estado con el puerto de Santos, el marco arquitectónico de los beneficios de la economía del café de mediados del siglo XIX. Fue ahí la puerta de entrada tanto de la inmigración como de la modernización, y así permaneció cuando la estación de tren se transformó en la estación de autobuses de la metrópoli, lugar que siguió ocupando hasta principios de los ochentas. En la década de los cincuenta, la región fue conocida popularmente como “boca do lixo” (“boca de basura”), pues ya era considerada decadente. Esto fue parte de un proceso bastante complejo en el que se involucraron, entre otros factores, la creación de nuevos centros en la ciudad, la construcción de ejes de circulación de transporte público y de automóviles, así como la salida de las elites de las áreas centrales. El barrio cuenta hoy con diversas e importantes instalaciones culturales que, a lo largo del tiempo, sufrieron intervenciones y remodelaciones.

La “crackolandia” está bajo un perímetro establecido como de prioridad para la política de revitalización urbana iniciada por el gobierno del estado hace más de dos décadas, y continuada a partir de 2004 por el gobierno municipal de São Paulo. Materializada en el proyecto Nueva Luz, la política pretende transformar al barrio en un área cultural, con el potencial de atraer integrantes de las clases medias y altas para el consumo de bienes culturales. La intención es atraer empresas, inversiones y nuevos habitantes – lo que constituye el fenómeno conocido como gentrificación. Por ello, la “crackolandia” es parte de un territorio en disputa.

La intensificación del conflicto alcanzó proporciones sin precedente en enero de 2012, cuando la zona fue objeto de una violenta operación policiaca, la Operação Sufoco (“Operación Asfixia”) que, endilgando dolor y sufrimiento, no tuvo como objetivo la atención a los usuarios de crack, sino la reocupación de este espacio urbano. De igual modo, en enero (la fecha preferida en el calendario de los paulistas para la violencia estatal) de 2013, por lo absurdo de la propuesta y los intentos reales de internación forzada masiva de los adictos, se colocó de nuevo a este lugar en las primeras planas de los medios de comunicación. De manera recurrente siguen los anuncios de nuevos intentos de servicios de atención, de tecnologías de gestión y de monitoreo gubernamental del área, casi todos nacidos y destinados al fracaso.

Año tras año y en medio de tantos sometimientos y humillaciones, lo que más intriga es la persistencia de los usuarios de crack por permanecer en este espacio. Contrasta lo mucho que se habla sobre la “crackolandia” con lo poco que se sabe (o se quiere saber) sobre ella.

La vida cotidiana en crackolandia

Como tantos lugares con un gran flujo de personas, lo que se percibe rápidamente es que la “crackolandia” atrae y concentra a una amplia diversidad de usuarios de crack. Se observa a aquellos que pasan sólo para comprar la droga, vendida de manera explícita; a quienes se detienen rápidamente para consumirla y salen de inmediato; a los que parecen estar ahí hace tiempo y que son los que se muestran más cómodos; o a aquellos que caminan incómodamente. Algunos se ríen, otros están preocupados, gran parte de ellos parece sólo ver. Se notan los que pasan en bicicleta, los que están parados, los que están sentados, los que están en cuclillas y los que, bastante cansados, se acuestan en las banquetas. Algunos están solos, otros se juntan en pequeños grupos de tres o cuatro personas, recargados en los muros y en las banquetas, cerca de la coladera, o, incluso, en medio de la calle.

A primera vista, se distinguen los que están más sucios de los que están más limpios; los que usan zapatos o chanclas de los que están descalzos; algunos con ropas rotas, otros vestidos con ropa en buen estado o envueltos en cobijas. Unos comen alimentos donados, otros fuman crack, algunos piden cigarros. Construyen pipas, las prestan, consiguen filtros. Algunos están con sus perros y cargando sus pertenencias, y otros llevan sus carretas con material para reciclaje; están los que revuelven la basura buscando algo que pueda ser valorado en el intercambio por droga, son los que no tienen nada más que la ropa que traen puesta.

La mayoría de las veces hablan mucho, platican, revenden, cambian objetos, cuentan historias o mientan madres. Algunos quieren hablar, pero su voz ronca no se los permite. Otro quiere droga por un real, otro sólo una fumada, uno vende zapatos, otro comercia ropa y comida y otros más buscan algún resto de la droga olvidado en el piso. Uno discute sobre la represión policiaca, otro pide ayuda a los servicios de asistencia. Por un rincón, alguien se ve enfermo, con un semblante de dolor. Mientras uno habla de la noche anterior, otro decide resolver un pendiente. Algunos están bajo el efecto de la droga, moviendo demasiado la mandíbula. Muchos la buscan, intentan negociar. Algunos caminan de un lado a otro de la calle. Los cuerpos se tocan, se miran, a veces se saludan, a veces se provocan. Las voces juntas son ruidosas, hablan al mismo tiempo. Sin embargo, nada es más desconcertante que cuando se hace el silencio.

Por allí pasan algunos peatones, choferes, los que recogen materiales reciclables, habitantes de los alrededores, barrenderos y fiscales del ayuntamiento, padres y madres llevando a los niños al colegio El Sagrado Corazón de Jesús, que se ubica en una calle cercana. También pasan diferentes tipos de asistencia, de salud (públicos y privados), policías y feligreses de distintas iglesias. Si no fuera por la cantidad de basura en las calles, el explícito consumo de crack y la apariencia de suciedad y pobreza de muchos de los consumidores, no habría allí nada que diferenciara este movimiento de lo que se percibe en los centros de las grandes ciudades.

Sin embargo, lo que parece configurarse como una multitud y se observa de lejos, tiene matices que se perciben por la continua permanencia en el lugar. Los cuerpos que se concentran por las calles comienzan a tener nombres de personas, las personas tienen sus historias y así todo va ganando complejidad. El que, por ejemplo, está parado con ropas rotas, flaco, sucio y con el cabello grasiento es Paulo[1], que vivía en Guaianazes. Sus padres murieron y él abandonó a los hijos y a la ex esposa; no los ve desde hace cerca de 12 años, cuando fue detenido por primera vez. Paulo es amigo de Jurandir, quien, a lo largo de la vida, sólo logró hacer pequeños trabajos y muy mal pagados. Paulo pasó los últimos cuatro años de su vida en la “crackolandia”, conoce a muchos de los que allí están y desarrolló una manera de mantenerse allí sin molestar ni ser  molestado. Paulo ya vio a mucha gente llegar e irse, pero también vio a mucha gente llegar y quedarse.

Aunque agrupados alrededor del consumo y comercio de crack, las personas no están allí haciendo lo mismo, ni con el mismo objetivo y menos aun consumiendo la droga con la misma intensidad.

Bruno Ramos Gomes y Rubens Adorno escribieron sobre tres casos: Vejota, Oseias y Shirley. Vejota, desde que salió de la cárcel, fuma solo marihuana y vende crack en la “cracolandia”. Vende drogas allí y es reconocido como traficante por los que compran, pero es visto como consumidor por los policías. Sólo se mezcla con los consumidores para protegerse de la policía y ganar algún dinero. Oseias usa crack, corporalmente se porta como adicto, pero afirma que no fuma de modo descontrolado y no hace lo que sea para conseguir la droga. Sin tener para donde ir o a quien buscar, desde que salió de la cárcel decidió actuar como adicto y quedarse en la región mientras piensa en lo que va a hacer de su vida. Shirley tiene la salud debilitada, rechaza buscar a los servicios de atención y prefiere quedarse sin fumar, pero “con la banda”, en donde tiene amigos, temas y, sobretodo, una historia común.

Hay aquellos que pasan, fuman la piedra y se van. Muchos consumidores ocasionales de la droga no entran con facilidad en este espacio, pero recurren a él para comprarla. Esperan en las cercanías hasta que alguien conocido busque la porción deseada. El  mediador realiza su servicio a cambio de un pago en dinero o en piedra de crack. Se trata de una manera común de conseguir recursos entre los usuarios frecuentes del espacio, que se disputan entre ellos esta “clientela”.

Hay otros que llegaron de lejos, pero que conocen y frecuentan el área desde que eran niños.

Gran parte de las historias involucran flujos de las periferias hacia el centro, de la zona rural hacia la capital, de las regiones norte y noreste hacia la región sureste. Son historias que mezclan pobreza, rompimiento de los lazos familiares, empleos precarios y violencias cometidas o sufridas. En esta trama se suman historias de institucionalización, de la calle, de las cárceles, de desentendimientos – lo que presenta mucha semejanza con las reflexiones sobre el desplazamiento de los niños de la calle, de los adultos que viven en la calle, de los trabajadores temporales, de los “padrotes” y vendedores ambulantes.

Poner atención a estas historias recurrentes no significa hacer asociaciones apresuradas, ya rechazadas, entre pobreza, criminalidad y el uso de la droga, menos aún desenterrar tesis moribundas sobre la “desestructuración familiar”. Estas historias son importantes porque nos hacen cuestionar y sumar una mirada cuidadosa a la propia diversidad.

La “crackolandia” es también un gran centro de información: ahí se descubre quienes son los proveedores de drogas, las mejores maneras de fumarlas, la diferencia de cualidad, de precio y de coloración. Ahí se consiguen medios para ganar dinero y proporcionar el consumo, así como se aprende con quiénes puede uno contar (o no). En ese lugar se sabe de muchas noticias: el tiroteo de la noche pasada, el consumidor que tuvo algún problema de salud, los policías que son más violentos, el de la seguridad privada que decidió andar de civil para darle cobertura a algún periodista y fue corrido del lugar, o la consumidora que fue llevada al hospital para dar la luz, la fresita que llegó, la madre que busca a su hijo que fue llevado a la cárcel o que salió de la prisión.

A través del contacto constante con los servicios de atención y asistencia, se sabe cómo tratar algunas enfermedades comunes en la región, se descubre cómo disminuir los daños causados por el consumo de crack, a quién buscar en caso de ocurrir alguna complicación, cómo resolver pendientes con la justicia, cómo volver a sacar documentos perdidos, cómo ir a los albergues. También se aprende sobre las especificidades de cada servicio y sus horarios de funcionamiento: los que ofrecen comida, dónde es posible bañarse y usar el baño, dónde se puede dormir, los que se comunican con centros terapéuticos, los que auxilian en la búsqueda de empleo. Al lugar llega una gran cantidad de iglesias y creencias a realizar la “conversión”.

La “crackolandia” es, también, un lugar de negociación que favorece emprendimientos, es una “tierra de oportunidades”. Se intercambian con mucha facilidad, zapatos, ropas, cigarros, alimentos, equipos electrónicos y materiales reciclables. Si se conoce a la red de proveedores es posible comprar una piedra de crack grande por 10 o 15 reales, sacar trozos de ella y revenderlos por mínimo 50 centavos. La gran variedad de tamaños impide que los fragmentos sean envueltos. A menudo y de manera espontánea, se pueden partir los pedazos para venderlos a granel frente al comprador y disputar con otras personas el mejor precio. Se escucha repetidamente “tengo de un real”, de “50 centavos”, de “dos reales”, etc. El traficante puede ser confundido con el consumidor y lo inverso también ocurre.

Algunos servicios surgen en este espacio: las pensiones ofrecen duchas a cinco reales, otras cobran una renta accesible, otras rentan cuartos que pueden ser utilizados para el consumo privado de la droga y para la realización de las actividades de las trabajadoras sexuales. Algunas tiendas empezaron a vender los materiales necesarios para la confección de pipas, los bares aumentaron la cantidad de cigarros, aguardiente y encendedores para venta, y hasta una pareja de jubilados, acompañada por una serie de microempresarios, decidió vender pasteles, cafés y jugos en el lugar.

Pero una zona de gran concentración de personas, como es de imaginarse, es una zona de muchas contiendas. Con la misma intensidad con la que se pelean, también festejan.

La “crackolandia” es tanto un punto de confluencia de los pobres urbanos como un centro de informaciones y una “tierra de oportunidades”. Local de conflictos, de fiestas y, principalmente, un gran mercado en cuyo interior se vende, compra, intercambia, negocia y, fundamentalmente, se explota el crack, todo al mismo tiempo.

Hay en este espacio un sinnúmero de conexiones: múltiples actores sociales, disputas por el espacio, formas concurrentes y aparentemente contradictorias de trato estatal, diferentes maneras de utilizar el espacio. Tantas interacciones permiten comprender la insistencia de los usuarios en permanecer en el local, así como la resistencia expresada en la apropiación de las calles.

La “tierra del crack” se mueve en medio y de acuerdo a todas estas significaciones y relaciones y, tal como se percibe, es allí donde reside su encanto y poder.

 


[1] Todos los nombres aquí mencionados son ficticios.

Publicado el 27 de mayo de 2013

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