La propiedad privada como patrón de expulsión en el campo o la ciudad

Betiana Cáceres, Michelle Cañas Comas, Luna Miguens, Federico Orchani, María José Venancio, Leandro Vera Belli (*)

Foto: Nicolas Pousthomis / Subcoop

A 40 años de la vuelta democrática, el Estado desalienta los modos de habitar de campesinos e indígenas y premia las lógicas de mercado, a pesar de la crisis habitacional en las ciudades. El capítulo «Propiedad privada, propiedad sagrada», del libro «Más que nunca» del CELS (Siglo XXI), invita a construir desde otro principio: la “función social de la propiedad”, reconocido por la Constitución.

La propiedad privada entendida como absoluta, excluyente y perpetua parece ser un valor sagrado e inmutable de nuestra democracia, imposible de regular o relativizar. Esta situación puede verificarse en el hecho de que, en el plano jurídico, se han reconocido figuras y principios que la limitaron en función del bien común, pero que rara vez se pusieron en juego en decisiones públicas.

El ejemplo más claro es la propiedad inmobiliaria: aparece hoy como una institución intocable, como el límite infranqueable del accionar del Estado, su frontera, allí donde existe la libertad absoluta. Los intentos por regularla son rápidamente rechazados como si fueran una amenaza total al orden del derecho. Esta sacralización obtura el reconocimiento de otras formas de relacionarse. Por ejemplo, quienes en ámbitos rurales organizan la vida y la producción colectivamente enfrentan enormes dificultades para que los poderes públicos reconozcan y legitimen esos modos de vincularse con la tierra, alternativos al paradigma liberal clásico.

Guernica: la propiedad intocable

En julio de 2020, cientos de familias que durante el aislamiento habían perdido sus ingresos y no podían pagar un alquiler o sostenerse en situaciones habitacionales que ya eran precarias se instalaron en un predio en Guernica, partido de Presidente Perón, provincia de Buenos Aires. Esta toma terminó tres meses después con un desalojo extremadamente violento.

La defensa cerrada y absoluta del derecho a la propiedad privada, antes y durante la toma, operó en contra de una resolución del conflicto: en nombre del respeto a la propiedad privada, el Estado desistió del uso de herramientas legales que podrían haber sido efectivas.

El principal escollo que presentó el gobierno ante las organizaciones fue la imposibilidad de ofrecer tierra para relocalizar a las familias. La posición de les ocupantes era firme: “tierra por tierra”. Es decir, estaban dispuestes a abandonar el predio siempre y cuando se les garantizara otro lugar donde vivir. Sin embargo, ni la provincia ni el municipio tenían tierras públicas para ofrecer. Esta limitación fue central en el devenir del conflicto.

Presidente Perón vive una creciente demanda inmobiliaria de alto poder adquisitivo desde que la extensión de la autopista Perón volvió más accesible el municipio desde la Ciudad Autónoma de Buenos Aires (CABA). Esta valorización hace que la zona sea cada vez más excluyente de los sectores populares.

En diciembre de 2015, el municipio aprobó la Ordenanza nº 1082, que obliga a los grandes desarrollos inmobiliarios a ceder el 10 por ciento de la tierra afectada al proyecto, o su equivalente en dinero, una vez que el municipio lo aprueba. La recaudación debe destinarse a un fondo para financiar “la mejora del hábitat de Presidente Perón”. Esta ordenanza es la reglamentación municipal de la participación en las valorizaciones inmobiliarias, que es un instrumento creado por la Ley de Acceso Justo al Hábitat de la provincia. Desde que se aprobó la ordenanza hasta la toma de Guernica, al menos cinco barrios cerrados se empezaron a construir en el municipio; sin embargo, este decidió no exigir la cesión del 10 por ciento en ninguno de los casos.

Las 60 hectáreas ocupadas en Guernica eran parte de las 360 sobre las que se planificaba el desarrollo del Country & Club San Cirano, un barrio cerrado de lujo, con canchas de rugby, hockey, tenis y fútbol.

Durante el conflicto, las organizaciones presentaron al municipio, al gobierno provincial y al juez de la causa una propuesta concreta: que se aplicara la Ordenanza nº 1082 al emprendimiento San Cirano y se destinara el 10 por ciento de ese predio a la construcción de un barrio para las familias de la toma. La propuesta también incluía un proyecto urbanístico con espacios verdes, centros de atención primaria de salud, servicios de cuidados, entre otros servicios comunes.

Sin embargo, los principales medios de comunicación, actores de la justicia y de la política plantearon que la toma amenazaba el derecho a la propiedad privada. Les vecines que se oponían a la ocupación planteaban lo mismo. El gobierno provincial aseguró que la resolución del conflicto no afectaría el derecho de les propietaries.

Si el municipio hubiera aplicado la ordenanza, habría contado con esas tierras para ofrecer una solución habitacional. Por su parte, el gobierno provincial y el Poder Judicial consideraron políticamente inconveniente exigir a la empresa la cesión de parte de su terreno para construir un barrio para las familias de la toma y también desistieron de la propuesta.

Después de tres meses, se impuso la lógica penal y el juez ordenó el desalojo: 1400 familias fueron reprimidas en un operativo nocturno muy violento, que incluyó la quema de casillas y pertenencias.

El ministro de Seguridad de la provincia, Sergio Berni, presentó explícitamente el desalojo como un triunfo del derecho de propiedad privada. En un spot oficial que parecía una escena de guerra decía: “El derecho a la vida, el derecho a la libertad y el derecho a la propiedad privada son innegociables”.

Diez meses después del desalojo, el gobernador Axel Kicillof anunció la decisión de avanzar por el camino propuesto por las organizaciones. Exigió a la empresa la cesión de parte de las tierras en Presidente Perón, mediante la aplicación de la participación municipal en las valorizaciones inmobiliarias. De acuerdo al anuncio oficial, esas tierras se destinarán a la construcción de más de 850 viviendas para las familias de Guernica. Sin embargo, más de dos años después del desalojo, las personas que lo habían ocupado siguen sin tener un lugar digno donde vivir.

Desalojo de Guernica
Foto: Juan Pablo Barrientos

Comunidades campesinas e indígenas: otro modelo de propiedad ya existe

La sacralización de la propiedad privada se pone en juego también en la dificultad para reconocer modos de vincularse con la tierra que no implican un uso exclusivo y excluyente, propio del paradigma liberal. En general, el sistema judicial tiene ese enfoque y tiende a negar las formas de posesión y propiedad colectivas de las comunidades campesinas e indígenas.

Así ocurrió en el conflicto del campo La Libertad, en Córdoba, de aproximadamente 13.000 hectáreas. Allí viven 30 familias que se dedican a la producción de miel y carne porcina y ovina, organizadas en el Movimiento Campesino de Córdoba. Como parte del avance de la producción agrícola-ganadera de gran escala en la zona, La Libertad fue comprado por una empresa sin ninguna consideración por las familias que vivían y producían en el lugar. Cuando la empresa quebró, un grupo de acreedores quiso que las deudas fueran pagadas con los campos habitados ancestralmente por la comunidad. Desde entonces, la disputa por esas tierras continúa en el ámbito judicial.

En 2014, los acreedores lograron que se rematara más de la mitad del campo. En mayo de 2019, el Juzgado Civil nº 11 de Córdoba ordenó el remate de otras 2700 hectáreas, con el argumento de que las familias reclamaban una extensión desproporcionada de tierra, sin atender a la superficie que se requiere para el tipo de producción extensiva que realiza el campesinado. La presión política del movimiento campesino evitó que se avanzara aún más.

El Poder Judicial tiende a desconocer las formas de vida y producción campesinas, caracterizadas por el uso común del territorio que habitan las familias, el pastoreo y el traslado de los animales a través de las aguadas y los bosques según las condiciones de la naturaleza y la producción de alimentos para la subsistencia. Lo que sucede es que reconoce la posesión de las casas y edificaciones donde viven las personas, pero no la de las tierras de uso común en las que les campesines producen. Dado que no tienen las marcas típicas de posesión del agronegocio, como el alambrado y el desmonte, el Estado no reconoce que esas tierras sean productivas. Por ejemplo, les operadores judiciales ignoran la trashumancia como forma de crianza de ganado en grandes superficies (las costas de los ríos, las montañas, las salinas, entre otras). Esta práctica consiste en trasladarse con los animales a través de grandes extensiones de uso común, de pastaje, por los bosques y las aguadas. El pastoreo se adapta a los ciclos naturales y a los cambios de la tierra. La ganadería se adapta así al terreno, y no el terreno a la producción. El desconocimiento, por ignorancia o por ideología, de estas prácticas por parte de quienes deben resolver causas que involucran a comunidades campesinas lleva a un cuestionamiento judicial de la posesión y la extensión del territorio que habitan.

Ante esta invisibilización, el Movimiento Nacional Campesino Indígena Somos Tierra propone crear la figura de “área campesina para la soberanía alimentaria”. El objetivo es identificar y proteger los territorios habitados por comunidades campesinas, con modos de vida y de producción diferentes a los del agronegocio. Territorios donde se produce a campo abierto, con uso de alambrados solo para manejo del ganado, o territorios donde se practica la trashumancia, que combina la producción en campos individuales (o vivienda en el pueblo) con el traslado de animales a campos comunitarios. El movimiento también plantea la identificación de estos territorios para avanzar en el otorgamiento de títulos y la implementación de políticas para fortalecer la producción campesina y mejorar el acceso al agua.

Más que nunca. 12 debates necesarios para construir la democracia del futuro. Cels. Siglo XXI
Imagen del libro «Más que nunca. 12 debates necesarios para construir la democracia del futuro».

Alquileres: la renta infranqueable

La renta que se deriva de la propiedad privada se mostró también como un límite infranqueable, aún en un contexto excepcional. En marzo de 2020, al inicio de la pandemia, el gobierno nacional dispuso el aislamiento social preventivo y obligatorio (ASPO) en todo el país. Implicaba que todas las personas, excepto aquellas que cumplieran con tareas “esenciales”, debían permanecer en su domicilio, aunque esto suspendiera las actividades laborales, educativas o relacionadas con la salud. Millones de personas dejaron de percibir ingresos de un día para el otro. La situación de los hogares inquilinos era especialmente difícil, ya que además de necesitar ingresos para alimentación y necesidades básicas, tienen que solventar el costo mensual de la vivienda.

A fines de marzo, el presidente Alberto Fernández firmó el Decreto nº 320, que estableció un marco de protección especial para les inquilines: se extendieron automáticamente los contratos, se prohibieron los desalojos por falta de pago y se determinó que los aumentos previstos en los contratos pudieran pagarse recién cuando estuviera vencido el plazo del decreto. Sin embargo, la obligación de pagar el alquiler no se suspendió ni se recortó. La renta inmobiliaria de les propietaries se mantuvo intocable. En la práctica, lo que el Estado reconoció a les inquilines fue el derecho a endeudarse, sin ser desalojades en lo inmediato. Les inquilines que dejaron de percibir ingresos durante el aislamiento pudieron permanecer en sus viviendas a cambio de acumular deuda. Si bien el decreto alcanzaba a todas las relaciones de alquiler, en los hechos quienes no tenían contrato por escrito (más de la mitad de los hogares inquilinos) tuvieron mayores dificultades para hacer valer estas medidas de protección y muches fueron forzades a abandonar sus viviendas.

En contexto de pandemia, la vivienda cumplió un rol central para evitar los contagios masivos: “Quedate en casa” fue la consigna que repitió el gobierno. Sin embargo, a pesar de la excepcionalidad absoluta de la pandemia, y de haber tomado medidas tan extremas como prohibir la salida de las casas durante meses o impedir la continuidad de tratamientos médicos, nunca se planteó la posibilidad de afectar la renta inmobiliaria. Es decir, se tomaron decisiones inéditas respecto del derecho a la circulación, la salud, la educación, la posibilidad de viajar al exterior e ingresar al país, pero se mantuvo inalterada la obligación de pagar mes a mes el alquiler. Quienes no pudieron hacerlo se encontraron a la salida del decreto con una deuda acumulada, que debieron pagar con intereses. Según la encuesta telefónica a hogares del Área Metropolitana de Buenos Aires, que realizamos entre el CELS y la Escuela Interdisciplinaria de Altos Estudios Sociales de la Universidad Nacional de San Martín (Escuela Idaes-Unsam) en octubre de 2021, el 65 por ciento de las y los inquilinos se había endeudado y un 43 debía meses de alquiler. Además, el 67 por ciento aseguró haber perdido ingresos.

Familia campesina en Mendoza, Libro, Más que nunca, CELS
Foto: Matías Sarlo

Límite para el acceso a derechos

La decisión de no afectar los intereses de grandes desarrolladores inmobiliarios, la falta de reconocimiento de modos colectivos de vida y producción y la no afectación de la renta inmobiliaria en un contexto excepcional como la pandemia son diferentes manifestaciones del lugar sagrado que la propiedad privada tiene en este momento histórico y que se ha consolidado a lo largo de estas cuatro décadas de democracia. Esta sacralización, sin embargo, no se condice con el marco normativo. La legislación argentina establece que la propiedad privada no es un derecho absoluto: está sujeta a las necesidades del bien común. La Constitución nacional reconoce la función social de la propiedad. Este principio jurídico limita el carácter absoluto de la propiedad privada y afirma que esta no debe entrar en contradicción con el bien común. El principio es reconocido por la Convención Americana sobre Derechos Humanos y, por lo tanto, desde 1994 también es un concepto con jerarquía constitucional para la legislación nacional.

En 2014, durante la discusión sobre la reforma del Código Civil y Comercial, se intentó sin éxito incorporar la función social de la propiedad al nuevo texto. Sin embargo, a veinte años de su incorporación en la Constitución, no se alcanzó un acuerdo para integrarla al Código Civil y Comercial.

La reforma constitucional de 1994 también reconoció “la posesión y propiedad comunitarias de las tierras que tradicionalmente ocupan los pueblos indígenas argentinos”. Es decir, admitió que el modo de vincularse con la tierra puede ser diferente a la posesión individual y excluyente, propia de la cosmovisión liberal. Este reconocimiento fue un primer paso para que el marco normativo argentino refleje otros modos de relacionarse con la tierra en los que prevalece la lógica de lo colectivo y lo comunitario. Casi treinta años después, las comunidades indígenas siguen sin poder ejercer ese derecho con plenitud porque no existe una ley específica que lo operativice.

¿Hasta dónde es legítimo regular el ejercicio de la propiedad privada? ¿Hasta dónde es legítimo hacer prevalecer ese interés común? En ese juego de tensión, la función social de la propiedad privada se ha replegado en los últimos cuarenta años. La consolidación de la idea de la propiedad privada como un valor absoluto, como el límite último del accionar del Estado, priva a quienes diseñan políticas públicas de herramientas fundamentales para resolver conflictos, garantizar derechos y generar igualdad. La consolidación de la propiedad privada como una institución intocable, que no admite ser regulada ni relativizada, debilita la democracia.

(*) Los autores escribieron este capítulo para el libro Más que nunca, 12 debates necesarios para construir la democracia del futuro (CELS). Descargá el libro desde el siguiente link: https://cels.org.ar/masquenunca/

Publicado originalmente en Agencia Tierra Viva

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