“Invisibles y desechables”, relatos sobre la vida del migrante en Canadá

Raúl Gatica

Kola Loka

— ¿Usted conoce la Kola Loka? Es un pegamento fortísimo que anuncian en la tele. Ponen una gotita en un casco y sostiene a una persona.

Por la Kola Loka conocí a Susano en el Superstore de Pitt Meadows. Era viernes, día de compras. Él salía de la tienda con unos 15 mexicanos que llevaban cinco temporadas en la misma granja.

Me dijeron:

—Cuando nos trae un chófer canadiense tenemos dos horas. Así él cobra más.

Cuando desenvainé las primeras bromas sobre el Sancho, me escucharon con curiosidad sólo porque hablaba español y les recordaba el pregón de los viejos merolicos de sus pueblos.

— ¡Atrás de la línea! ¡Atrás de la línea que voy a trabajar! ¡Sin acercarse a la bolsa porque pueden despertar a la víbora de siete cabezas!

Sí, yo era uno de esos vende pócimas, ungüentos o plantas milagrosas para curar desde el Sida hasta el mal de amores, o cuanta brujería se pusiera enfrente.

Hicieron rueda en torno mío mientras les hilvanaba palabras de todos los colores contra la injusticia.

—La medicina contra sus problemas no tienen que untársela, bebérsela, inyectársela o ponérsela como supositorio.

Enseguida, de las infinitas bolsas de mi chaleco saqué formularios y documentos mágicos conteniendo las ventajas y derechos ofrecidos en Canadá. Al final tomaron volantes y algunos formatos. Me dieron una palmadita de lástima y se fueron.

Susano y su pañuelo, que disimuladamente le cubría la boca todo el tiempo, se quedaron.

—Quería preguntarle si puede ayudarme a conseguir el pegamento Kola Loka. ¿Usted conoce la Kola Loka, verdad?

— ¿ Kola Loka? ¿ Kola Loka? ¡Oh sí, claro! —respondí, sorprendido por su desinterés en los beneficios ofrecidos en los papeles.

Nos fuimos a buscar el adhesivo y no lo encontramos por ningún lado. Sólo hasta entonces se me ocurrió preguntar.

—Oye tigrazo, ¿para qué quieres Kola Loka?, puedo buscarlo en Vancouver, pero si no hay, a lo mejor puedo traerte algo parecido.

Susano miró largamente mis ojos. Giró la cabeza para asegurarse que nadie escuchaba y desalambró, avergonzado, su secreto.

—Si no se ríe le cuento.

—Cómo crees —, lo animé a confesarse.

—Usted sabe, nosotros trabajamos en una nursery (invernadero). El miércoles llovió y estaba resbaloso el camino, pero el patrón tenía un pedido urgente de árboles de Navidad. Acarreando esos arbolitos me tropecé y no tuve tiempo ni de meter, como decía mi mamá, el culo en lugar de la cara.

Aguanté como pude la risa. Temí que hacerlo le desanimaría a seguir contando. Así que medio pujé un asentimiento.

— ¡Ajá! ¿Y luego?

—Pues estrellé la boca en la tarima del carro. Se me reventó el labio y uno de mis dientes se quebró. Lo bueno es que el patrón se portó gente y me dio chance de ir a lavarme la boca y seguir trabajando.

Mientras lo relataba, Susano sacó su cartera de la bolsa del pantalón. Adentro de ella, enrollado en papel, un pedazo de marfil estropeado brillaba débilmente.

—Al principio no me dolía, pero ahora, al tomar cosas frías o calientes, el dolor es bien cabrón. Pedí ir con dentista pero el patrón dijo que era muy caro, además que mi seguro no paga esos gastos.

— ¿Cómo? ¡Pero si fue accidente de trabajo! Tu patrón debió reportarlo a compensación para el trabajo.

—Pues sí, pero decir eso me hubiese costado la chamba. Además, yo no quiero causarle broncas a mi patrón. Entonces me acordé del anuncio de que la Kola Loka pega todo. A ver si es cierto que puede pegar mi diente, ¿no?

Su respuesta fue amargo pesar clavándose en el hígado. Entonces maldije mi chaleco de mago carga-formatos incapaces de hacer nada en estos casos.

Susano, apenado por mi silencio, se acomodó la gorra de béisbol y disculpándose sonrió con su dentadura quebrada. Le dije no sé qué cosa para despedirnos y esconderle que su diente había derrotado mis volantes, leyes y formularios. Con él aprendí que más allá del diente, era la vida lo que tenían quebrado los trabajadores temporales, y que la medicina mágica contra sus desgracias está en otro lado.

Feliciano

Conocí a Feliciano en una granja de patos en Montreal, cuando estaba a punto de nacer su sexto hijo, por cuyo futuro había aceptado venir a estos fríos.

Comenzó por contarme que inició su vida de asalariado ayudando a su papá en la zafra. Le tocaba acarrear la caña, un trabajo de la puchica que lo hacía llorar. También dijo que un día se desmayó y que su padre lo regañó por hacerle pasar la gran vergüenza. Amarrando sus lágrimas agregó con amargas palabras

-Yo, Feliciano, todo un hombre de siete años, me había doblado. Encabronado, mi papá me dejó en un hormiguero. Dijo que esas hormigas bravas me enseñarían a no andar de rajón. Mi mamá me rescató medio muerto. Pasé semanas con calentura y desvariando.

Sentí simpatía por Feliciano. Quienes hemos sufrido similares desgracias y dolores sabemos de lo que habla. Guardé silencio para ahorrarle la pena de seguir hablando, pero él ya estaba encarrerado.

Feliciano me confío que pese a trabajar como bestia, nunca había tenido nada y por eso entró al programa de trabajadores agrícolas en Canadá.

-Los contratistas dijeron maravillas. Que en los invernaderos pagaban horas extras. Que viviríamos en casas de ricos. Que en los campos canadienses casi recogeríamos dólares en lugar de lechugas. Que regresaríamos forrados de pisto.

Divertido, agregó que para seleccionarlos corrieron cargando bultos de 50 kilos; y que nadie se ofendió cuando les checaron los dientes como si fueran caballos.

-Ya escogido, vendí mis 11 gallinas, tres cabras y mi burrito Músico. Debía completar los cinco mil quetzales de garantía.

Enseguida aprieta los dientes y, decepcionado, explica que los trámites despintaron el mundo perfecto que les inventaron.

-Me advirtieron que nada de portarse mal o cometer desobediencias. Al primer error perdería la plata, me devolverían al pueblo y además, por mi culpa, nadie de la comunidad entraría al programa.

Intentó evadir la respuesta a mi pregunta del significado de portarse mal. Al final desembuchó.

-Quejarse de las barracas donde vivimos o del maltrato del patrón y el consulado. Enfermarse, ir al Centro de Apoyo o juntarse al sindicato.

Su relato me hizo sentir incómodo. Era golpe seco a la vida cómoda, pero seguí escuchándole.

-Y ahora, aquí, la vida es una mierda. Hasta por lo que no tenemos nos cobran. Y no, no es cierto que los dólares nazcan como verduras. Esto es igual a los tiempos de la zafra con mi padre, pero sin una mamá para rescatarme.

Feliciano sabía que estaba ahí para invitarlo al sindicato, pero ese día ni siquiera intenté mostrarle las tarjetas. Al final le abracé con el cariño de un igual y me fui. Ambos teníamos batallas: él sobrevivir a todas las injusticias y decidir sobre sindicalizarse o no. Yo, lograr que los canadienses vieran ésta realidad tan cerca de sus ojos y tan lejos de su corazón.

08 junio 2014

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