Entre los cambios en curso en el mundo, uno que pronto será de los más ubicuos es la expansión de la llamada “inteligencia artificial” (IA) en un sinfín de áreas, que significará transformaciones significativas en la economía, el trabajo, el convivir social y muchos otros ámbitos. La IA implica básicamente la capacidad informática de absorber una enorme cantidad de datos para procesarlos –mediante algoritmos– con el fin de tomar decisiones en función de una meta específica, con una rapidez y en volúmenes que superan ampliamente la capacidad humana.
Por ejemplo, ya se lo utiliza para optimizar las inversiones particulares en la bolsa de valores, o para ordenar mejor el tráfico vehicular al identificar, en tiempo real, las rutas más descongestionadas.
El discurso promocional busca vender la IA como respuesta a la mayoría de problemas; y sin duda, muchas aplicaciones pueden ser bastante provechosas, a nivel personal o social. No obstante, como toda tecnología, la forma cómo se desarrolla responde a intereses concretos; y actualmente casi las únicas entidades con capacidad de realizar la inversión y manejar las cantidades de datos requeridas para optimizar los sistemas, son grandes empresas transnacionales: principalmente estadounidenses, aunque también chinas y, en menor medida, de algunos otros países.
La hegemonía que han logrado estas empresas se debe, por un lado, a la posición clave que ocupan al controlar las plataformas que conectan los diferentes actores, hecho que se presta a la conformación de monopolios. Y esto a su vez les permite acumular más datos, insumo principal de esta nueva economía digital. Entonces, y sobre todo cuando se trata de transferir servicios públicos o funciones críticas a sistemas de IA manejados por estas empresas, surge una contradicción entre la meta de máxima ganancia de la empresa y las exigencias del interés público.
Uno de los riesgos más evidentes es una eventual falla o hackeo en un sistema vital (como la red eléctrica) o de alto peligro (como los vehículos de automanejo). Posibilidad que aumenta si la empresa responsable trata de aumentar su ganancia al reducir el gasto en seguridad.
Pero surgen serias implicaciones y desafíos en muchos otros aspectos, particularmente respecto a los derechos humanos o las zonas grises en lo jurídico; como también en materia de soberanía.
En los países desarrollados (en particular Europa), está abierto el debate sobre las implicaciones de la inteligencia artificial y se ha comenzado a elaborar marcos de principios y derechos, que contemplan cuestiones como:
– Los robots y sistemas de IA programados para tomar ciertas decisiones tienen a veces algoritmos complejos que resulta imposible saber exactamente cómo y por qué tomaron tal decisión y no otra. Entonces, ¿quién es responsable por las consecuencias de estas decisiones?
– ¿A quién(es) pertenecen los datos que los sistemas informáticos recaban de los sensores (por ejemplo, de una ciudad) o de los usuarios (con o sin su consentimiento o conocimiento)? ¿Qué implicaciones tendría en cuanto a quién(es) se benefician de los rendimientos económicos que producen?
– ¿Cómo evitar que los sistemas inteligentes profundicen las exclusiones y discriminaciones (intencionalmente o no)? De hecho ya existen muchos casos donde se evidencia que los prejuicios sociales se reflejan en los mismos algoritmos.
Posiblemente uno de los problemas más agudos sería el impacto sobre el empleo debido a la robotización o la automatización de la producción de bienes o servicios. Hay pronósticos de que el empleo en muchos sectores va a desaparecer, y que los nuevos empleos serían insuficientes para absorber a todas las personas desplazadas; entre los sectores más vulnerables se menciona a los choferes profesionales o el personal de venta de supermercados y almacenes. Por ello, hay cada vez más apoyo, en los países desarrollados, incluso entre el sector empresarial, a la idea de que será necesario establecer un ingreso básico universal para la población que queda sin empleo remunerado, que sería subvencionado mediante políticas de transferencia de ingreso de las empresas ultra-rentables del sector de la IA.
Toda vez, otros analistas consideran que se exagera el peligro de pérdida de empleos al menos en el corto plazo, (tal vez por motivos políticos: un trabajador con miedo de perder su empleo será más dócil), ya que si fuera cierto que los robots están remplazando masivamente a trabajadores, se estaría produciendo un fuerte crecimiento en productividad, lo que, al menos en el caso de EE.UU., no se registra.[1] El crecimiento promedio es de apenas 1.2% anual en la última década y solo 0.6% en el último quinquenio.
Pero no cabe duda que hay una transferencia de riqueza hacia las empresas que concentran poder en el sector IA (a veces conocido como GAFA –Google, Apple, Facebook, Amazon–, o GAFA-A, incluyendo a la empresa china Alibaba); enriquecimiento basado en la acumulación y procesamiento de datos,
El impacto en el Sur
En América Latina, hasta ahora, hay poco debate sobre estos temas. Sin embargo, podemos estimar que los impactos serán importantes y a relativamente corto plazo. Por un lado, los cambios en el Norte tendrán sin duda secuelas en el Sur. Por ejemplo, a medida que avance la robotización y automatización, ciertas líneas de producción que fueron desplazadas a países del Sur para beneficiarse de la mano de obra barata, regresarían al Norte. De hecho ya está ocurriendo: en India, por ejemplo, se han reducido fuertemente los empleos en el sector de tecnologías de la información, en particular los centros de llamadas. Por otro lado, la contratación en el Sur de sistemas de IA de proveedores del Norte, por ejemplo para mejorar los servicios públicos, significará nuevas formas de extracción de riqueza y datos y por ende nuevas formas de dependencia, mayores brechas entre Norte y Sur, etc. Sería importante realizar estudios que midan las repercusiones reales en nuestros países y para estimar el impacto potencial.
En un artículo de opinión publicado hace poco en el New York Times[2], Kai-Fu Lee, (quien encabeza una empresa china de capital de riesgo y preside su Instituto de Inteligencia Artificial), presenta las perspectivas en términos bastante crudos: para el futuro previsible, si bien la IA está muy lejos de poder competir con la inteligencia humana, él reconoce que tiene la capacidad de reconfigurar el sentido del trabajo y de la creación de riqueza, lo que desencadenará la eliminación a amplia escala de empleos, conllevando a desigualdades económicas sin precedentes. Por ello, considera inevitable introducir políticas de transferencia de ingreso de las empresas de IA con alta rentabilidad hacia los sectores sin empleo, lo que será factible –dice– en países como EEUU o China, que tienen el potencial de dominar el sector. Pero, siendo la IA una industria donde la fortaleza engendra mayor fortaleza, la mayoría de países quedarán fuera de esa posibilidad, por lo que “enfrentan dos problemas infranqueables. Primero, la mayoría del dinero que produzca la inteligencia artificial irá a Estados Unidos y China”. Y segundo, tener poblaciones en crecimiento se convertirá en una desventaja, por la escasez de empleos.
Entonces, pregunta qué opciones quedarán para la mayoría de países que no podrán cobrar impuestos a empresas de IA ultra-rentables: “Solo puedo predecir una: a menos que deseen hundir en la pobreza a su gente, se verán obligados a negociar con el país que les proporcione la mayor cantidad de software de inteligencia artificial —China o Estados Unidos— para que en esencia sea dependiente económico de ese país y acepte los subsidios de asistencia social a cambio de que las empresas de inteligencia artificial de la nación ‘madre’ sigan obteniendo ganancias de los usuarios del país dependiente.” El autor estima que las empresas estadounidenses dominarán en los países desarrollados y en algunos en desarrollo, y las empresas chinas en la mayoría de países en desarrollo, arreglo económico que “transformarían las alianzas geopolíticas”.
Sin duda, es un pronóstico influenciado por la perspectiva geopolítica china, pero lo destacamos aquí porque es poco frecuente que el sector empresarial quiera reconocer esta realidad. Se puede pensar que habría otras salidas; no obstante, con la actual inercia en la mayoría de países del Sur frente a esta realidad, aún poco entendida, un escenario parecido al que prevé Kai-Fu Lee parece bastante probable. El Sur permanecería en su rol de proveedor de alimentos y materias primas y se ahondaría su dependencia del Norte.
No hay mucho tiempo para reaccionar, como lo destacó, en su reciente visita a Ecuador, el ex ministro de finanzas de Grecia, Yanis Varoufakis, quien advirtió que el modelo económico actual de ese país suramericano apenas podrá durar unos cinco años más y luego –si no hay un recambio tecnológico–, quedará fuera de la cadena de creación de valor. “El cambio tecnológico se está moviendo rápidamente contra los productores primarios: los países de ingreso bajo o medio que dependen del comercio físico”. A la vez que alabó la sofisticación de la política financiera ecuatoriana frente a la dolarización y la deuda externa y para la redistribución de la renta, consideró que el reto actual es encontrar una sofisticación similar en el sector tecnológico, emulando, por ejemplo, a Estonia o Islandia, con una política de soberanía tecnológica, para que se vuelva un ejemplo para la región y para el proceso de integración regional.
Mientras tanto, las transnacionales del sector se apresuran a derrumbar cualquier barrera que pueda subsistir para su dominio global sobre los mercados y los datos. Avanzaron su agenda, con muy poca resistencia, en los capítulos sobre comercio electrónico de los acuerdos comerciales TPP (Tratado Transpacífico – ya difunto) y TISA (Acuerdo sobre el Comercio de Servicios – por ahora congelado); entonces la apuesta ahora es abrir negociaciones sobre “comercio electrónico” en la Organización Mundial del Comercio (OMC)[3].
Sin duda, el reto de la nueva economía digital apela a una voluntad política clara y contundente, pero también a buscar alianzas. Por el tamaño de las inversiones que requiere, es poco pensable que cualquier país latinoamericano por sí solo pueda encontrar una salida adecuada; pero un bloque de países –como UNASUR– tendría mayor capacidad de desarrollar niveles de respuesta, por lo menos para afirmar soberanía regional en algunas áreas críticas. Le permitiría asimismo acumular más poder de negociación frente a las potencias en IA y sus empresas, como en las instancias globales donde se definen políticas de gobernanza.
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